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lunes, 16 de enero de 2017

Desde la azotea


Desde la azotea
El que en batita y apenas supo andar subió a la azotea de la cual no saldría nunca, haciéndose viejo revisa el espectáculo alrededor. Nada puede ser más asombroso que ese primer día en cuya dirección marcha y aun así se confunde. 
Al fondo una caravana viaja en 1325 y cerca del pretil hace alto a principios de 1972 en el Santo Lugar, sin que los habitantes de una y otro perciban la mutua presencia. 
En la espalda quien mira recibe una animosa palmada del abuelo, muerto sesenta años atrás. 
-Vamos, que los bisnietos y tataranietos esperan para comer. 
Dando la vuelta el cielo se cae a pedazos en 1524, estalla una y otra vez y pareciera encontrar remanso en un río de carbón y las bocas a lo largo entre las montañas.
Qué cosas digo: menos que nunca hubo quietud allí.  
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E y S, nietos, si acudo siempre al consejo de los sueños jamás lo hago con el de poetas, digo y miento, un poco, siquiera, pues hoy cito a uno:
Allí donde otros exponen su obra yo sólo pretendo mostrar mi espíritu.
Vivir no es otra cosa que arder en preguntas.
No concibo la obra al margen de la vida.*
*Antonin Artaud. 


Para morir iguales
No sé cómo organizar las viñetas con ése título, Ohsis. Al principio pensé que debería empezar así:
No importa por donde vayamos nos acompaña la fotografía de un muchacho. Tiene dieciocho años, la piel mulata parece de aceite, los cabellos se le ensortijan y los brillantes ojos negros sonríen.
Al poco de recordar esta estampa que presidía el hogar de Mario el Jarocho, recibí la cita de la Corte de Medianoche*:
Igualitito que en la obra cumbre del último gran poeta en lengua irlandesa, duermo plácidamente y el reclamo de una metálica voz me despierta:
-¡Eh, tú, vago!, ¿qué haces ahí cuando la más digna corte jamás reunida espera para juzgarte?
Claro, no estoy en el lomo de un río, a la manera del campesino en el poema, sino sobre la cama, y no es una monstruosa mujer de mirada sangrienta quien amonesta, sino El Grillo, metro sesenta de altura, pecho echado pa adelante y ojos de capulín. 
-¡Comadre! –le digo harto contento de verlo luego de casi cuarenta años.
-No te hagas baboso y jálale.
-¿Y ora?
-Pues que nos juntamos pa darte con todo.
-¿A mí? -alcancé a preguntar antes de que como en un sueño apareciéramos en el patio de un castillo cuyas troneras echaban humo de fábrica.
Frente a nosotros, el abuelo, Filiberto, uno de los muchachos que no murió en 1524; Bryan O´Donnell, Artemio, la niña que perdió una pierna en un bombardeo, Felícitas, Malena, doña Josefina, Esther, el propio Jarocho,  en gigantescas representaciones de sí mismos se sentaban a una mesa en lo alto.
En la multitud alrededor había muchos rostros conocidos y el resto tenía un impreciso aire familiar.
Acostumbrado a los escenarios con miles de protagonistas, el abuelo no necesitó forzar la voz para que se escuchara a través del eco profundo en el fantástico lugar.
-Mira -dijo extendiendo la mano en un movimiento circular. -Te nos dimos, tan diversos en tiempo y espacio y tan íntimos como deseabas. Y has traicionado nuestra confianza.
Prometo cumplir la tarea y recuerdo a Domingo embobándose con los recuerdos de una bronca toma de predios, para que de pronto, sin venir a cuento, pensaría uno, los ojos se le fueran quién sabe a dónde y decir: 
-Todo fue por mi papá, que vendía pájaros en el mercado y no tenía un centavo y andaba cante y cante.
*Las imágenes están tomadas de La corte de medianoche, de John Merriman.


El Idiota
A los sesenta años hago un libro sobre B en el escritorio que da a la única ventana de este departamento, cuyo encuadre copia al viejo cine nacional, con su fácil, blando romanticismo. Allí leo también las frases con que cercaba a mamá apenas pude convertir mis berrinches en palabras:
-¡Mira! ¿Ves cómo a la mitad la calle se desploma? ¿Y aquel hombre cuyos pasos no dejan huella, ya que pisan bajo el suelo? ¿No sientes ese temblor perpetuo, nuestro nadar sobre la tierra?
Levanto la cabeza para encontrar el patio a cielo abierto, largo, generoso, las puertas de la docena y media de viviendas en dos plantas, y la luz en la que ese sol nuestro, padre, hermano, macho bravucón, pordiosero, se echa escapando de la alharaquienta tarde de la calle. Parda, recrea el alivio de las madres y los abuelos y abuelas en el breve descanso que les dejan sus criaturas bullendo por dentro, aspaventosas, o en la desesperada persecución del día que no alcanza, que por ley se agota antes de revelarles los secretos de cada tanda.
¿Qué dirías de verme en este lugar, ma, donde un par de años atrás lloré de alegría apenas se marchó la mudanza? ¿Te entristecería encontrarme en un pequeño, oscuro rincón de la ciudad, del país que no entendiste nunca?
Venías de lejos y guardabas con celo el dolor que ello te producía. No te dabas cuenta de que la mujer de los elotes en la esquina había hecho un trayecto tan largo como el tuyo en tiempo y alma. Lo comprendo. Como ella, creciste convencida que el mundo era las leguas a tu vista, tras las cuales la respiración se suspendería.
No tenías modo de entender el acoso de mis letanías aquellas, que te postraban y así más se encendían.
-¡Ya, por Dios, déjame en paz! –tronabas contra tu proverbial paciencia, encerrándote bajo llave para rogar a no sé quién, en tu sabiduría, que velara por ese pobre hijo. Lo hacías inútilmente, claro: no había salvación para el Idiota.
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-Ana, por favor.
-¿Entiendes qué significa? -me retó cara a cara.
-Que no estoy hecho para ti.
Por respuesta recibí una bofetada. 
-Eso es rebajarme de la peor manera. Es un No me mereces.
-¡Al revés!
-J, J, J, pareces tan idiota a veces.
Ahí surgió la certeza que terminó bautizándome. 
Ese diálogo se produjo a mis diecinueve años y la mujer con quien lo sostuve estaría presente desde los quince hasta hoy, cuando casi cumplo setenta. Hasta hoy, digo, pues su muerte al escondernos de los militares sin quizá necesitarlo, me pesa tanto como entonces. 
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En la actualidad idiota resulta sinónimo de imbécil o estúpido. Antes se refería a los tontos o tontas de los pueblos, que un sabio medieval despreciaba reconociéndoles a cambio el don de servir a la divinidad para expresarse imperfectamente.
Una película los hizo símbolo en un muchacho obsesionado por los trenes, cuya maquina imitaba sobre la senda al pie del hogar paterno, mientras alrededor sucedían historias crueles o tiernas o vulgares*. ¿Idiota era también el hombre que vivía allí con sus dos hijos en un auto abandonado y soñaba para los tres la más hermosa mansión, sin ocuparse de otra cosa? Es decir, ¿yo imaginario de mí llevado a extremos trágicos?
*Dodes´Ka-dem. Akiro Kurosawa.
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Tres exilios me hicieron, S y E: mi familia cruzando el mar tras la cruel derrota de un sueño: campesinos y campesinas por millones abandonando sus lugares para urbanizarse; mi hermano pequeño que casi al nacer escapó hacia una realidad propia.
En todo había dolor y también dicha y sabiduría profunda.

Dos
Digo cualquier cosa sabiendo que quien te cuenta son los ojos y las inflexiones en la voz, y al voltear con la sonrisa casi me olvidas, atrapado por lo que tardo largos segundos en sospechar es una luz sobre el filo de la cortina. Lo creo pues te vi antes encandilarte con ella como si fuera la primera vez, y la sé para mí perdida según debiera, a menos de hacer el enorme esfuerzo de otros días. Gracias a él descubrí, por ejemplo, el justo vaivén de una rama en la ventana, sin traducción para mí que estuve dale y dale intentando infructuosamente hacerlo palabras.
No puedo con tu mundo, hermano, me rebasa, me apabulla, me pierde en el desorden aparente donde tú por necesidad encuentras armonía. Desde el baño mamá pide ayuda para bajarte por la rampa, le contesto que puedo solo, advierte cuánto has crecido. ¿Ves? Todo eso está en nuestras voces. ¿Algo intuyes viniendo de lo que no atino si te vale llamar "ayer"? Algo, sí, creo, más lo olvidas en un tris. Qué caso tiene, dirás a tu manera.
Más de medio siglo después, cuando haya entre nosotros diez mil kilómetros, seguiré peleando para contarte. La distancia no nos separa pues moro en ti y entonces es imposible precisar cuánto estoy frente al escritorio y cuánto entre la habitación y la terraza donde mamá te hizo un reino a modo.
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Ustedes ni nadie, sin faltar yo, sabe qué sucede dentro de él, a quien la vida condenó no a esa extraordinaria existencia sino al cruel pago por ella.
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Con Uno aprendí cuánto convoca al lugar común la costumbre de nombrar calles, ciudades, etcétera. En algún lado digo: No había una posible ciudad única sino un eterno temblor construido por millones de ojos y memorias.
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A los sesenta y nueve años digo a la Inesperada o Tic:
Seguirme amando lo entiendo, pues si la ciudad de México con sede en esta casa no es Fez trasladada a Nuevo México, se le parece, y tu primer bebebere nómada está escribiéndote ahora -la música viaja fácil y los naturalezas también.
Apenas un año juntos. ¿Cuánto tiempo compartiste con Mark y D -ambos, me queda claro; igual que el Cuac, Uno y los nietos-?
¿Ustedes, Ohsis, realmente conocen a la Tic?

Red de agujeros
Como el desposeído que era me agarré a la Suave patria para acuchillarla luego.
Por azar sus extremos se encuentran en donde inicia el cuaderno con ese título:
A pie por el camino mi compadre Agustín y yo no nos cansamos de dar gracias a la fragancia de la hierba alta, jugosa, en la que pareciera no caber un tallo más, y a sus verdes suaves por el sol, siempre padre y aquí en un papel distinto a los muchos que decidió y no hacer en nuestro gigantón urbano. Padre sol y madre tierra, sabemos ahora, envueltos por ella y su prodigalidad. ¿O los géneros deben intercambiarse entre ellos, pienso recordando una milenaria leyenda de las naciones muy al norte de estos lugares, donde la luna, por ejemplo, era la tea de un celoso amante?
Deberíamos preguntar a los campesinos y campesinas que rinden el diario culto a las prodigiosas matas alrededor, divinos regalos entregados casi cinco siglos atrás a sus conquistadores, y se nos hurtan a la mirada por sus ocupaciones o deliberadamente, como el pueblo sombra que se me descubrió una mañana en una colonia de posesionarios y luego gracias al abuelo.
Todo enamora a nuestros ojos de ciudad: el contraste entre la vegetación y el rabiar azul del cielo, la franja arcillosa que serpentea frente a nosotros, el apenas perceptible reptar o trepar de pequeñísimos seres y esa terca soledad aparente que a lo repentino se viene abajo.
“-¡Bájense todos, hijos de la chingada!" –grita a los ochenta hombres en un camión de redilas “un señor grandote” que carga “un radio” -Bótense al suelo porque se van a morir.”
Ya está: el compadre y yo llegamos al momento que nos trajo hasta aquí en la manifestación material a través de la que la Corte de Medianoche asiste a los viajes convenidos.
Ahora, nietos, ustedes se suman a la aventura que en la infancia guía el canto de Felicitas, a quien sin eufemismos llamo nuestra sirvienta
Casi medio siglo me tomó acercarme al misterio que intuía también en los viajes al puerto de mar donde papá nos llevaba. La carretera corría sobre el mero paisaje en el cual la Red de Agujeros convirtió a estas tierras de densa, milenaria historia, por los que yo buscaba ansiosamente con los ojos, gracias a propia Felicitas y sus iguales a cientos de miles; a la señora de los tamales en la esquina y la avalancha de albañiles, jardineros, trabajadores de las fábricas en torno nuestro. Buscaba sin sentido, pues la ruta aquélla se trazó sin hacer caso más que a las caravanas en pos de los productos traídos de fantásticos lugares al costado contrario del océano.
Tanto el misterio oculto a la carretera, que no lo develo bien a bien sino ahora, con mi compadre, en el vado donde un camino interior tuerce.
Aguas Blancas se llama en paraje adonde llegamos y no habría razón para la presencia de tal número policías apostados entre la maleza y tras sus camionetas, de no ser el castigo ejemplar que se aplica a miembros de la Organización Campesina del Sur.
“-Nos espantamos, pero yo no creía que nos iban a matar -–contará luego uno de ellos. Y otros:
“-Sentí que nos estaban cazando....
“-...me tiré al suelo... Oía los quejidos de las personas que estaban matando...
“-Me sentí mal al ver como nos habían trozado aquí de la cintura al compañero.
“-Cuando estaba ahí debajo del camión, pues yo sentía algo caliente que me caía aquí arriba, así, pero yo no creía de que fuera sangre. Y cuando ya nos sacaron de ahí ya vi que había muchos más regados así, alrededor del camión y adentro también.” (1)
Las con justicia llamadas fuerzas del orden dan el tiro de gracia a los diecisiete caídos, y la cámara de video que llevan corta mientras recomponen el escenario: los machetes de los campesinos asesinados se retiran para colocar rifles y pistolas en sus manos o cerca de ellas.
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S y E, nietos, el título del cuaderno tardó en recordar un poema escrito recién terminada la conquista de estos y otros pueblos por hombres que de la noche a la mañana surgieron de la nada: “Y nos dejaban por herencia una red de agujeros”(2).

Pasión
Era con quien al fin cumplir el sueño y no sólo por su asombroso instinto sexual. El tiempo se emborrachaba en ella, trastabillando hacia adelante y atrás o sin moverse un milímetro, entonces infinito.
Como una cámara enfocaba, crecía y disminuía a capricho los trazos de la realidad, y vórtice absorbía el alrededor o lo contagiaba. No era raro que produjera temor o un irresistible apetito, y así oferta de eterno viaje en la pasión corrí tras ella apenas se me insinuó.
Los cercanos no entendieron mi maniática nostalgia luego de dejarla marchar y por pudor oculté los desbordes de la imaginación, consciente de cuán lejos habría ido de tenerla todavía.
Era ya por entero imposible cuando encontré el camino que pudo conducirnos a la plenitud durante el breve momento antes de que nos llevara el diablo. A seis mil kilómetros le envié el correo cuya respuesta me hizo temblar de calor y de frío:
"Sí, jugabas a poseernos hasta las últimas consecuencias hurgando en las sombras de la intimidad, las mías hechas de cumplidos rincones de deseo y las tuyas de fantasías. Y sí, ¿por qué la ira cuando a tu lado escapaba imaginariamente hacia otro, confesándolo? No te equivocas, de haber acompañado mi vuelo..."
Escribía sin emoción y me sentí como el único episodio que borró del pasado. No importa, si fui quien abrió las puertas para la verdadera apuesta, a la manera de éste y el resto de los días, a solas y no pues con el olor le robé el secreto, aquí anda, con sus fugas entre nuestros cuerpo a cuerpo, más mía.
-0-
El octavo cuaderno se llama La pasión según FB. Debería desaparecerlo por frívolo y ahí está, ayudando a contar mi última función.

De cunas
No hay locura posible aquí, en mi cuna. De haberla estaría perdido desde el primer golpetazo, caos absoluto.
Nada en mí, a mí, universo, asombra, se diría si las palabras y sus rosarios sirvieran para algo más que causar un desastre en el propósito de fijar lo que no hay modo.
A diez mil kilómetros, hermano, te pido ayuda. Sólo tú puedes dársela a mis sesenta y dos años en el escritorio asomados a mi primer mes de vida.
-Mí, mi, mí -digo moviendo compasivamente la cabeza después de leer, cuando me doy cuenta que el abuelo, B, mira sobre, claro, mi hombro.
-¿Por qué gastas el tiempo así? -pregunta y se detiene apenado por la instintiva reacción. Ha sido paciente hasta las lágrimas desde que vino para ayudarme con el libro sobre él y los suyos, que hoy dejo un momento para ojear el iniciado hace mucho.
-Perdón -respondo y lo sigo al dar la vuelta, de espaldas contritas, que cavilan.
-Perdón -insisto en silencio y no tiene caso. Cuanto descubre en mí es con razón para él absurdo.
Se sienta, me mira, ya no sabe si sirve, si carece de sentido intentarlo, a más de medio siglo de su muerte. Y mí...

Siluetas
La policía agitaba sin contemplaciones la alcancía de la noche, Padre ordenaba cada mañana la muerte del hijo, las flácidas carnes de Mamá lloraban de vergüenza frente al espejo, Ella era miel pura, sonreía como una niña y me clavaba el puñal hasta la empuñadora, al compás del rocanrol.
Tengo quince años y entro al último de los cursos preuniversitarios. En el anterior desapareció el yo que pasaba el tiempo tentando las aristas de nuestro no tan pequeño mundo escolar, en el frontón, en el recoveco al fondo del campo de futbol, los baños o cualquier espacio poco frecuentado donde me aceptaban los rudos que probaban el carácter.
En su lugar se hace presente un personaje en busca de reflectores. El éxito es rotundo y allana tanto la vida que prometo ajustarme al modelo para siempre. Aun así me toma por sorpresa el montaje de miradas y risitas nerviosas dirigido a mí desde el rincón donde durante las semanas de inicio los de primero, recién llegados al edificio, se confinan en respeto a las jerarquías.
Muchos metros de gentío me separan del juego ese que, sin embargo, hecho con todas las de la ley no tiene dudas de alcanzar su objetivo. Más temprano que tarde voltearé, hasta terminar encontrando en medio del coro a la jovencita más hermosa que he visto.
La celestina tiene clase y gran parte de culpa en la elección hecha por su ama. Sólo merced a su tolerancia hacia las torpezas con que respondo al juego, paso la prueba para encontrarme no frente a frente a la belleza esa, sino a la manera que se debe: semiescondida entre el aleteo de las súbditas.
En verdad puedo morir en el momento: se me abren las puertas a una princesa de estilo clásico. Llega a la edad de enamorarse a la manera de la gente de bien, pensando que ahí está el único hombre permitido mientras viva, con el cual compartir un idílico romance y luego un bien provisto hogar. Está eso y no otra cosa, según entiendo cuando su padre se sorprende al verme por primera vez y atinar y prevenir: el mozalbete descansa en nada y si el tiempo incumple su obra, se precisará una pequeña ayuda.
Yo ni sé ni me entretengo. La vida ha sido muchas cosas y entre otras, dolor, que no merece tratarse al paso. No decido si asomarme a través de él o alejármele a toda velocidad. Las vacaciones entre cursos antes de sacar partido de las luminarias, ha sido una mañana tras otra de espanto ante el espejo. Algo terriblemente oscuro aparecía en el rostro aquel, deformándolo. Por eso me agarro ahora a las miradas de los demás como a una droga, y la oferta de la princesita es la promesa de que todo andará bien de ahí hasta el fin.
Andará bien entre el desastre general. La frase suena gorda pero me parece justa y el título de la historia viene de ahí. Cuando mucho después descubra a un célebre director de cine, entenderé su obsesión por la música popular de estos tiempos, nacida en su país por primera vez para los jóvenes. En la pobrísima modalidad nuestra hay un matiz nada despreciable. Fuera de la docena de tonadas hechas en casa, al traducirlas las melosas letras resultan perfectas tonterías.
Aunque el premio mayor se disputa seriamente, creo que Siluetas lleva la delantera. La voz de uno de los invariables remedos de cantantes dice debatirse entre y la vida y la muerte, al descubrir tras una ventana las sombras de una amartelada pareja en la que un ridículo coro denuncia la traición. El tipo repite la historia para terminar descubriendo, ni más ni menos, que equivocó la dirección del amor de sus amores. No importa sin embargo el despropósito, pues la quejumbrosa melodía y las apasionadas palabras sueltas dan de sobra para que los escuchas pongamos el sobrante, salido de nuestras entrañas que buscan con desesperación caricias y delirios imposibles de cumplir.
Al menos entre las crecientemente gruesas clases medias, sólo las más suicidas jovencitas se atreven a prestar otra cosa que manos, bocas entrecerradas e insinuaciones de pechos o muslos. Suicidas, he dicho, y de nuevo parece un exceso y no lo es.
A mis ojos nadie lo ejemplifica mejor que la hija de la peluquera del barrio. Una mañana veo a quien fue una niñita disfrutar mi sonrojo exhibiendo, antes que un par de espléndidos pechos, una sonrisa de reto e invitación. Meses después el vecindario masculino pulula por la esquina a la cual se abre el salón de belleza, desde donde la madre de ella se asoma con un matamoscas. Al poco creo que la mujer se salió con la suya, sólo para descubrirla a punto del infarto por el fracaso en deshacerse del Rey, cuya presencia basta para alejar a los competidores. La señora da inútiles voces, la pareja se cansa de escucharla y se aleja abrazada por la cintura. Pasará un año para ver a la joven con un bulto en el vientre, todavía envalentonada, y otro para que sus alardeos se vuelvan triste mansedumbre, sentada en el escalón del negocio con la criatura y vagos vestigios de sus encantos de cometa.
Mientras, nuestras baladitas languidecen, suspiros, chorritos de miel de maple, y a miles las nudilleras, las botas, las cadenas, los bates y una que otra pistola se disputan lo mismo una fiesta que una mirada.

Demasiado humano
Nuestros cuadernos tienen problemas de orden. El que nombré así los lleva al colmo. Hay buenos motivos para iniciar en la bahía de Santiago de Cuba una mañana de noviembre de 1517. Y también para hacerlo sin fecha en la tierra donde las montañas cambian de lugar a saltos, y desde un manto invisible, sobre mocasines alados, hace su aparición el Niño de Piedra, producto del guijarro que preñó a la primera mujer sioux.
No estoy seguro qué historia perseguimos. ¿La de una pasmosa revolución de los tiempos y los espacios humanos, cuyo resultado obra de diabólica manera todavía a comienzos del siglo XXI?
¿Complicó el asunto si les pido gracias al pueblo de Brian O´Donnel, a quien a estas alturas debemos conocer por otro cuaderno, Para Morir Iguales, pues las facultades con las que su fantasía nos inviste permiten los viajes a voluntad por cualquier época y lugar de la tierra? 
Juego, Ohsis nietos, como invitación a paseos extraordinarios para la Corte de Medianoche presidida por B, mi abuelo minero. 
Los coloqué a la cabeza del grupo por una foto. En ella de espaldas contemplan un mar muy al sur de los que hace medio siglo terminaron de formarme, sin nada que ver tampoco con el gris, turbulento ante el cual nació B.
No llegaron allí por casualidad. Los conducía la infancia perdida de su ma, el recuerdo de los padres de ella y el gran secreto. Sin saberlo eran el Ulises que busca la vuelta a casa y nada tiene que ver con el célebre poeta de la antigüedad, sino con la Grecia traicionada tres mil años después de él. Allí nació uno de sus bisabuelos maternos, a quien la memoria familiar da un romántico aire.
Al ver la foto entendí: a ustedes se les revelarán los misterios de los que estamos hechos los siempre desdeñados, para nuestro reconocimiento desde el primer día, desde el primero.

Trópicos
La ciudad muere pronto sobre la única mancha vegetal en cien kilómetros a la redonda de desierto, y al saludar el fin del malecón el sol no es el criminal que debiera, gracias a la brisa engrosada por las gotas de la rompiente.Los pájaros se agotan también, sin faltar las gaviotas y los pelicanos que no encuentran nada por aquí, donde nace el reino de los zopitoles.
Voy a solas pensando en los paseos con P al cerro ante mí, en busca de piedras presuntamente raras. En él remata la pequeña sierra que sigue la carretera, capricho del terco golpeteo del mar atemperado por la bahía baja, en cuya playa las ballenas y los cachalotes suelen vararse al perder el rumbo del canal.
Hace cuatro o cinco años papá vino a trabajar aquí, a mil kilómetros de casa, donde para mi lujo paso cuanta vacación señala el calendario escolar. La tercera planta del hotel que el hombre se empeñó en construir contra la voluntad de los dueños, quedará para siempre sin terminar, según parece, y la pandilla anda a sus anchas por ella, como por los tamarindos, de rama en rama, uno tras otro, o el filón de arena en el que nadie se baña de tanta restinga y tanta áspera piedra. O por el muelle donde contra un pilote la Mariana recibe a los marinos urgidos, Cinco pesitos, güerito, y el que sigue, con sus carnes entradas en años, ajada y simpática, de negro entre los calores, encendido rubor en la mejillas, el sombrerito hace tiempo pasado de moda rematando en fresca flor. O la boca esa de mar entera, incluida la corriente refluyendo justo en el canal trampa de los animalotes cuya agonía decimos disfrutar sobre sus lomos.
Un par de veces estuve a punto de morir allí, al borde del estolón frente a la ciudad-pueblo, en los paseos que dábamos en las planchas, como llamaban a las navecitas lisas con un par de remos.
-¡No, no pelees con ella!, ¡córtala! -gritaban los amigos o los hermanos, refiriéndose a la corriente, y yo creía hacerlo pero cada brazada, hacia la plancha o las rocas, cuanto más empeñosa, más me alejaba, obligando a que vinieran en mi salvación.
Cincuenta años después me preguntó por qué emprendo entonces la aventura de la carretera a solas, o crío a ocultas mi rancho de caracoles, o me escurro para las pesquerías.La pregunta es ociosa, claro, y completo los seis kilómetros y medio de cómicos, a ratos enternecedores saltos de las olas, hasta la playa que se anima nada más durante los fines de semana y así hoy y muchos días estará sólo para mí y para los pulpos, cardúmenes de infinitesimales criaturas, y demás, susto y gozo al hundirme por horas en ese otro mundo.
Qué torpeza mirar así, desde el futuro hacia el que entonces los días se fugan, cuando nunca lo hicieron. Uno a uno eran y sin destino, innecesario, insensato. Presente el mundo, reducido al cielo bajo de las raídas nubes a la mano y el azul gritón a fuerza de acaparar la vida cuya única motivo era aquélla inmensidad misterio puro, engrosando el aire con sus vapores, emborrachándolo todo: la espesura entre las ramas de los tamarindos, de por sí briagos por el aroma de los frutos, sudor de tierra agria; los hormigueros que no se daban abasto de tanta jugosa hoja; el tropezar un paso tras otro de los caracoles en su terror a la arena; nosotros, deseo descorchado, comiéndose la cola.
¿Es voluntad mía o suya, el que al modo acostumbrado el abuelo asome en este preciso momento de la lectura?
-¿Qué es eso? –pregunta, y miento:
-Nada, ocurrencias.
¿Lo hago por vergüenza, ocultando mi tiempo fácil, se diría pensando en el de él?, ¿o es que temo lo haga pedazos con la mirada incapaz de entender, según bien sé, porque lo mismo me pasa con el suyo?
-No voy a robártelo –dice adivinándome.
-Ni lo intentes –respondo en silencio y vuelve a entender. Pasea los ojos alrededor como si no hubiera estado aquí antes, odiándome por haberlo traído. –Perdona.
-Pierde cuidado.
Pierde cuidado… Desde que nació jamás pronunció esas palabras, al menos en ese tono, y siento ahogarme o a punto de perder la razón, igual que mil veces antes.
-¿Tengo remedio? –pregunto a la que siempre me acompaña y su cabeza se mueve de un lado a otro.
-Me engañas –la reto, sonríe y cuando vuelvo los ojos la silla del abuelo está vacía, asegurando que hace mucho nadie se sienta en ella.

Partir
Partir, esa es siempre la cuestión. 
En un agujero de nuestro país de misterios o volviendo al principio. 
Si hay manera, mano a mano con otro niño. Estar y no haber sido donde se anduvo: el lugar "lleno de ruidos”*.
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En la azotea el canto de Felicitas, a quien sin eufemismos llamo nuestra sirvienta, descubre un valle distinto al que mis ocho años de edad revelan y construyen.
Las manos de la joven campesina se empeñan ágiles y sin pesar contra la piedra del lavadero y el correr del agua y llenan el aire de amabilidades, sugerencias, aromas que toman de cuanto su vuelo toca. Sólo quien asiste a la escena percibe cómo con ello la realidad alrededor se trastorna, despertando las sombras del vasto llano al pie de las montañas, para un paseo hacia rincones a los cuales mi imaginación no puede asomar y entonces son pura borrachera.
*Aimé Cesaire. Cuaderno de un retorno al país natal.

Providencia
Agustín espera sobre un lomo de la calle que libra los viscosos riachuelos de colores en mutación, contra un muro carcelario. Amparado en el borde de la esquina cree ocultarse a las miradas de la planta donde trabaja, una cuadra más allá, media hora después del cambio de turno, según propuso para evitar a sus compañeros.
Es la segunda vez que lo veo y confirmo la impresión original: la de un ser conmovedor en el esfuerzo por pasar inadvertido entre hombres que aprendieron muy pronto a ponerle cara a la ciudad y usan la rudeza y el humor filoso para defenderse de ella y apropiársela. No hay contrasentido en su ansia de trascender, que lo acerca al Grupo.
El tono exaltado en el que vivimos se transmite de inmediato a las relaciones y en días nos volveremos íntimos. Lo sabemos en cuanto me descrubre y viene al encuentro entre la desolación de la gigantesca calzada con vías a lo largo, que a un lado se abre a un fraccionamiento industrial y al otro a una colonia y al gran descampado con montañas detrás.
El suelo de la zona se hizo doblemente magro al perder los sembradíos y los árboles, y nos convierte en un par de hombres en tierra fronteriza, como cualquiera al vértice de la gran urbe pero a lo bruto, a la manera de todo lo que toca la industria.
Romanticismo puro, pues, de miasmas penetrantes y un silencio mortuorio tanto mejor revelado cuanto más lejos se está de las máquinas, hechas rumor por las gruesas, altas paredes que parecen heredar las de las viejas haciendas.
Cruzamos la calzada rumbo a su casa como en un juego, él siempre procurando la izquierda para mirar con el ojo que le sigue sano a los veinticuatro años, y yo en busca del que en el iris se llevó un bicho salido de la carne muerta de la empacadora donde trabaja desde casi niño. Porque en ése es donde está mi futuro compadre. Allí su melancolía sin remedio, bella, contagiosa, que rima con el paisaje y nuestros días.
En el fraccionamiento de las fábricas, las larguísimas calles sin reposo al sol y la lluvia, desiertas a las horas en las cuales suelo llegar, por tan hostiles al principio parecen cada vez más cálidas, pletóricas de vida que se trasmite de las plantas: tinglado mecánico con mucho de infernal y mucho de entrañable para quienes hacen de él su vida. Los aromas aplastantes, en ocasiones nauseabundos, vividos por unas horas y no como permanente suplicio, y las chimeneas despidiendo gruesas volutas en mil tonos de grises, no hacen sino completar la sensación de ser parte de una novela o una película. De serlo entre el orgullo de pasar como uno más ante el guardia de seguridad, el policía, el administrador que cruza en su auto, y el creciente número de saludos y charlas al paso, la picaresca a la salida de la fábrica liberada, en palabras y toqueteos de machos divirtiéndose; de partidos de futbol y tandas de dominó y baraja para hacer de las huelgas fiestas; de breves discursos un autobús tras otro, venciendo el anonimato del espacio público, que no debe pertenecer a nadie y así se humaniza; de momentos épicos que para mí encarnan un poema: Masa*.
De serlo prometiendo que cada día habrá más y mejor de eso, de los hogares y los billares y los peliagudos expendios de alcohol compartidos. Con Agustín, quien se ensancha a la par de mí, comenzando por esta tarde, cuando está a punto de hacerme parte de su familia y no sé cómo agradecérselo.
*César Vallejo.
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El departamento donde Él y la Ella ausente, E y S, estaba traspasado por la pérdida del mundo en que el compadre me introducía bien a bien.
Santo Lugar llamo a ese valle contiguo al nuestro, donde vivía Agustín.


Sin salida
El pestillo, la carretera insoportablemente recta, la manija, jala de ella. Así me digo lunes con lunes en la mañana temprana.
Ahora es noche y descubro el silencio sin elocuencia, regodeo de los demonios que conozco desde niño, cuando cierran la puerta para el privilegio del amo, yo, proclaman, y los trescientos metros cuadrados son cárcel donde certificar la nada escarbada por el filósofo a quien rindo culto. Estoy en medio de ella, pienso, y me revuelvo contra la idea.
El vacío viene de fuera y encuentra el mío, sigo y vuelvo a dudar, atormentado a los veinte años justos como el hombre en la novela que clama por ellos marchándose lejos de casa, a otro mundo, donde las referencias se vuelven añicos.
No vivo de palabras y si los cito a ambos es buscando con desesperación a hombres sin albafeto, que parecieran a mi mano ahora, al mirar por la ventana, y de día, transcurriendo entre ellos, y que se me escapan, con sus mujeres e hijos, cuyas hogares a espaldas mías no he visto siquiera.
No dejo de mirar desde la elegante celda: el patio de una antigua gran propiedad rural, hace mucho fábrica, y sus sombras, que suben y bajan a cuentagotas ahora, entre el par de construcciones cuyos obvios, oscos secretos se niegan a revelárseme.
¡No!, grito en silencio, ¡no soy el filósofo ni el muchacho del libro entrañable! Yo vine al encuentro de quienes me llaman desde niño… para topar y no lo mismo que ellos, pues uno halló, se halló, por fin.
En cualquier caso esa nada resulta absurda, sé bien. Fuera, en el patio y todo más allá lo que hay es exuberancia, y escapa a mis ojos y mis dedos, a mi humanidad entera, urgido de ella. Por la mañana usé la autoridad de la cual aseguran me invisten, para ordenar abrieran el monumental portón. Ahora tendría de una buena vez a los bien amados que entre los tróciles, las batientes, los telares, me odian por respeto a sí mismos. Los tendría con el fascinante universo alrededor del campo en sus esencias. Y hubo sólo sequedad multiplicada y un llano que estruja, viento soplándome con asco y verdes matas en hileras hasta donde la mirada topa las espaldas de mis montañas madres, que eso hicieron, volteárseme como si no me conocieran. Pues si el hombre en la novela viajó miles de kilómetros, el hogar mío está apenas a una hora de distancia.
Fiel a la costumbre, en un pequeño escritorio doy cuenta del momento y sin saberlo el par de hojas que resultan comienzan un viaje a esta vejez temprana donde les busco acomodo para ustedes, Ohsis. Formarán parte de una breve serie sobre mi estancia en la fábrica-pueblo.
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Aquéllo era un hacienda transformada para volverse fábrica y a su alrededor dar vivienda a los trabajadores. En épocas de sindicalismo combativo aquéllos la tomaron para quedarse con ella y solo el hombre-piedra pudo hacerlos desistir revólveres en mano.
Llegué allí desde un mostrador bancario, donde me encontró un amigo de la familia, que dirigía varias empresas en consorcio. 
-Vendrás como mi asistente para suplirme en seis años. 
El asunto todo era de locura y comenzaba por la refundación del muchacho, quién aprendería a mandar como se debía en ambientes refinados. Por lo tanto iría al lugar más áspero. 
Para uso exclusivo tuve los trescientos metros cuadrados que quedaron del caso hacendario, con espléndida cocina, histórico comedor, la recamara donde quedaban algunos lujos decimonónicos. Al retirarme mi puerta se cerraría y tenía absolutamente prohibido atravesar el gigantesco portón exterior. 
No hice caso, una llave por fuera sirvió de recordatorio y cuando ordené se me dejará conocer los alrededores, hallé la nada interna y esa otra que solemos ocultarnos. 
Fueron infructuosos también los intentos por lograr más que parcos Sís o Nos como respuesta a mis intentos para romper el cerco entre batientes, tróciles, telares. Era por mínimo respeto de los trabajadores a sí mismos.    
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Yo volvería el sábado a mediodía y llamé a Ana pidiéndole una disculpa.
Se preocupó tanto como el conocimiento sobre mí demandaba, fue a casa de mi familia por primera vez y pedí a Felicitas mentir. Lo hizo mal adrede y sin resistencia dejó que subiera al cuarto. Yo era un animalito temblando por dentro. Lloró horas enteras, contra la certeza de que empeoraba mi estado. La acaricié sobre mis piernas, de costado, hincado en el piso, por ver si el dulce tiempo entrando desde nuestro pequeño jardín le servía, y a sorbitos me ayudaba con palabras. 
-Era natural... Saldré, lo juro... Es mejor a solas...
Ella releía una y otra vez los papelitos que escribí en esos días. 
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Sigo debiéndoles el dibujo del Hombre piedra. Lo haré casi para terminar nuestro cuaderno, pues enlaza con la más terrible historia en presente de esta Casa del Horror donde vivimos.

Mal nombrada
Hay un tono natural para mí al escribir y lo traiciono sistemáticamente. Se ve en El Mero y aquí va su acento más nacional:
Empiezo con su al botepronto en un chat. 
quiero aprovechar el sonido de la noche para jugar a conocer el ladrido de cada perro

y decirles que acá está su camarada, igual perro callejero

con un chingo de ganas de aullar a la luna y tragarse al gallito puntual mascota de la vecina exótica

pero que no puede porque sigue siendo mujer... 
L Itaj se pone en la red social. Dicho el nombre me cuidaré de lo que suelte sobre ella, mi Tera, por Terapeuta, y ninguna otra cosa más, así la llame Señorita Merezco, Curado, Brown Sugar, etc.
Empezamos ella con un ¡Igualado! y yo un ¡Perfumada!, onda Elsa Cárdenas-Pedro Infante en Cuidado con el amor, que no tuvimos, ni el cuidado ni el amor.
¿Que me la comería si dejara? La noche de leer juntos en un genial antro, le dije que era la primera mujer en mi vida con quien me sentía en desventaja. No se trataba de la edad, pues otras jóvenes me acostumbraron al descaro. De conciencia de la imposibilidad iba el asunto (pasaron los siglos y le ofrecí mi casa, pues su pueblo aquí nomás tras lomita es de los que no dejan mujer sin perseguir, hasta la violación y la muerte con harta frecuencia; cuando dijo Sí, como sin querer soltó un Ya sabe usted que a mí sólo me gustan los hombres altos y fuertes, jjj).
A cambio nos igualó la risa y el respeto por las mutuas vidas.
Se fue de viaje y puntual avisó, sabiendo cuánto el equilibrio de mi cabeza necesita su presencia virtual, así nos veamos las caras a ratos.
Está enamorada, creo, pues no hablamos del tema, y yo sigo entre el recuerdo de la Inesperada, los suspensos con la Imprecisable y cualquier fantasía a modo, hasta las que la involucran, sepan perdonarme, ustedes y ella.
De película, entonces, la cámara, el director, el crew, la mamá de ella, que la talonea (jjj), y mis nietos, venidos (párele, Tera, eh, que tienen nueve años, jjj) a apergollarse coristas de Chiquiladas, ni cómo la concentrancia, y luego el ¡Corte!, ya la chiflamos, jjj.
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Al día siguiente, dice uno cuando al escribir lo de aquí arriba llevaba cuatro horas en él, chinguiñoso todavía me encuentro con un nuevo "desatino" de la mentada (jjj), que esta vez musicalizo como ella espero quisiera (deje pasar los primeros compases: no encajan ((uuummm, jjj)) hasta el sax).

Retiro el estupendo poema (¿es el término correcto, compañera?, pues ya sabe que mi ignorancia genérica -entiéndase eso como se quiera, jjj- confunde el Te Pu -siempre le hablo de usted, eh, así que no me propaso en este momento- Erh con el atole -uuummm, jjj). No le pedí permiso para copiarlo -ni para leerlo en público con su nombre y apellido al calce -de aquí a Saturno, jjj-, se lo pedí a la Gaby -pero no quiso dármelo, jjj- y no extralimitarse rezan las viñeteras reglas; ¿qué hago con la música? 
Como sea, después de conocer lo antedicho innombrable no sé si me atreveré a saludarla al rato, mañana, durante el juicio final. Tenía y no razón: me siento en desventaja con ella, así alardee con mis juegos de palabras:
La Tera, ¿de casualidad tendrá acceso a una grabadora digital, porque no encuentro la mía (pa masturbarme la hallo rapidito, pero en tratándose de trabajo jjj) 
Mucha leidi, sí, mucha, para cualquiera, creo desde la primera vez de verla y pensar A esa no la dobla nadie, menos un hombre.  
La noche en que leímos juntos para otrxs, el antro no se le acabó hasta el amanecer, amansando bureles cuyo trapo no rojo sino negro y arriba de las rodillas atraía las embestidas. Cuando las cervezas en el refrigerador desaparecieron por su largo acto de magia, se echó a dormir sepa dónde, pues mendo -yo, para los nacos, jjj- para entonces con mi pijama de patitos retozaba en la cama. 
Ni idea sobre el momento en que la perderé de vista, quizás el domingo siguiente al miércoles en el cual estamos. Cuanta mujer encuentre por el camino de aquí hasta darlas (aprovéchese si quiere, Mal nombrada, que me puse profundo y los albures no me andan) la descubrirá, porque nunca nada se da en maceta, de unidad en unidad, y alguna milpa la produjo, seguro y en consecuencia vaya a calcular yo cuántas Aguamieles que rajan la garganta circulan por ahí. 
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Las 8:46 pm y no se reporta. Que el paciente se le pira, acuérdese, guarra, porque no me va a decir que estuvo cortando margaritas... ¿o duerme, mi Tera, para que la noche rinda según debe y no haya más ese sol por el cual en odio vomita? Sólo acuérdese de que a los gallos les late donde la ouija.
Por cierto, pídame permiso en delante: el dueño de la comba grande que tanto gusta a las brujas y a vuescencia, hermanas todas, pues no en balde lleva de emblema este son; que la noche al abandono, entonces, es de mi propiedad cuarenta y dos años antes de la caída de usted a este valle de kikirikis.
Su rabia y su coraje los topé en 1972 caminando por la calle, y en los años luego se convirtieron a mis ojos en rigurosas apariciones a la madrugada, una pulcata y un congal tras otro escupiendo los restos de hombres que venían por dulce y terminaban en el fondo de la taza sin revolver, pues ácidos los querían para que supieran, si me entiende usted. 
Se tiraron a la basura, la rabia y el coraje aquéllos. Los de usted díganme dónde firmo que no se los lleva el viento ni hoy ni cuando siga enrebozada para convertirse en la mujer con el bastón de los años que tanto quiere y así reencarna. 
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Es otro día y la dama (¡sí, cómo no!, y eso no lleva jjj porque a usted le suena a piropo) se fue a la siesta (muy activa ella, jjj, ya la aristocontagié). Por una vez la dejo sola en el dicho placer (¿cuál culpa mía si todo suena a guarrez?), aguardando por la Imprecisable, que al fin vendrá a esta casa sin compañía. 
Contábale poco de mi vida a la Sugar y hoy por algún motivo suelto prenda hasta de quién es la citada. La ha visto un par de veces, me la celebra y le digo que no adelante vísperas: la queridísima socia en vuelos y realidades (éstas por entero suyas), a pesar de mi enojo hace ya un par de semanas y de que toma la iniciativa ahora como siempre, puede presentarse o no. Veo el reloj, el retraso es de cuarenta minutos y si fuera otro debería marcharme, porque estoy cansado de esperar... no sé qué, además. Una porción de comentarios suyos me hicieron echar reversa en el juego de intenciones compartidos. El más desafortunado se compadecía por el dolor que me "producen" "mis mujeres". Ni idea de qué hablaba. Le respondí que sufrir es palabra muy seria y jamás la pronuncié refiriéndome a una señora de edad alguna. 
En cualquier caso la viñeta es de la Tera y vuelvo a ella -a la viñeta y a la mujer, que las confusiones con el sujeto tienen no poco de virtuosas. 
Me pidió hablarle de las jóvenes en La pasión según FB y repasamos las historias literalmente fuera de serie que reúnen, más allá de mí.
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A las tres y cuarto la Mal nombrada no puede dormir, para variar y gracias a San Miliano porque así le hago compañía. Comparte esta canción -que suprimo por no continuar pasándome de la raya, pues la señito no dio permiso para estos devaneos.
Minutos después se despide. En media hora regresa, cincho, jjj. Le dejo pasar el Yo sé cómo se jetearía rico, y no me salga con su ¡Igualado!, que permite un cualquier cosa en respuesta.
De la Imprecisable, a la una de la mañana un Estoy muy avergonzada, con calidad de muñeco de aplicación carcajeante hasta las lágrimas.
No soporto más el espíritu utilitario de las jóvenes con este viejo -quien desea otro tanto y cuando no lo consigue quéjase, jjj-. Sólo la Bruja se salva, invirtiendo los papeles... sin prestar, jjj.  
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A las cuatro el Curado sigue a madrazos con los gallos (pues cómo va a dormir si son las horas de reputearlos), se asoma a la viñeta y no estoy solo, aunque ni palabra haya de ella.
Regreso medio siglo en el tiempo y la Merezco bien podría ser el negativo (por el color, preciso) de la Princesita. ¿Sí? De ninguna manera. En verdad representan los dos momento de una fotografía: la primera me acuchilló frente a la pared de la escuela; la segunda me sana. Con una literalmente jugué a Romeo y Julieta -lástima que en la escena culminante hiciera mutis la ojeta, jjj-. A la otra la quiero a lo Divina Comedia.  
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Hay que poner The End a la viñeta, Tera. De otro modo quedaría expuesta al registro pormenorizado de sus días. 
Con el beso de siempre, respetuosamente, su pacientito. (Nos vemos el sábado. Acuérdese del sotol, eh, jjj... y yo de la hija de la chingada que lo trajo y con quien me gradué, jjj)
Puse un punto final semifalso, Mal nombrada, que haré efectivo apenas explique la locura de la cual usted me libra, muy obvia en la Imprecisable figura. 
No mentí al revelarle el nombre detrás de ella. Detrás, sí, pues entre imagen y realidad hay una cierta, segura distancia en el caso de la joven y de todas sus iguales que se vuelven viñeta, incluyendo a la Aguamiel, ¿verdad? 
Es así por proyecciones mutuas y no sólo mías, según diagnosticó usted perfectamente entre un comentario y una foto, horas de por medio apenas. Aquél decía: todxs sacan partido de quien creen en desventaja, y un viejo luchando por conservarse en el mercado de la carne queda a merced... si hacemos caso a la apariencia. 
La foto es esta, que para animarme encontró en un oscuro rincón 
Ahí nos vimos por primera vez (sí, no esté chingando, ya sé que fue en Bellas Artes y no escuchando a la sinfónica, jjj) nuestras sombras hablan como loros -a buenos entendedores, según el dicho, una borrosa instantánea basta y sobra, jjj. 
Semanas después tomamos juntos -¡oh, revelación, engañan al viñetero público desde la primera línea y tienen queveres!, jjj- lo obvio: la Bruja, beoda consuetudinaria, jjj, una chela, y yo un morigerado café, ofcors, jjj. Sin palabras quedó más clara la cosa que si le hubiéramos aventado varias botellas de cloralex: entre nosotros pura amistad, ni más ni menos, ni más ni menos, pues nos contamos hasta el número de empastes en las muelas, jjj -imagínese vuescencia la estampa en la terraza de un restaurante.
Las semanas pasando de vuelta, vino la mentada (jjj) lectura y la Merezco en acción -perdóneme, Itaj, pero esa cábula se la he dejado ir (jjj) sin respuesta no se cuántas veces- traiba borracho de deseo al personal -grande o chico (uuummm, jjj), no importa- y animó un juego conmigo, cada que amagaba irme. 
-¿Ya se va, don? -decía casi repegando su gloriosa Sugar a mi flaca humanidad, onda Marlene Dietrich con el director de escuela en el Ángel azul; usea, en seducción fatal, jjj.
Cuatro veces por hora, entonces, procedía a levantarme, para que conteniendo mal la risa usted repitiera la escena.
-Guarros, ni si me vuelvo barril de nautle y por ello confundo al Jorobado de París con el David del Miguel Ángel -por cierto, mi Brown, qué mal gusto: ¿ya vio lo poquitito que calza ese galán?, jjj- sacarán jalea de este cántaro -venía más a cuento el panal, pero cántaro es cántaro, comprenderá, jjj -se escuchaba en el antro todavía más que sus homéricas carcajadas (para el palacio de Bellas Artes andamos hoy, jjj).
Hasta el gorro de explicaciones que la Tera no necesita, ahí le paro, pasando a despedirnos con la última guarrez del día: el comentario de la señito a otra foto, en la que con una pluma le doy (no hay categoría para el sexo con objetos, jjj) a un cuaderno:
Querido diario, hoy me masturbé 53 veces viendo mujeres en el metro 
(y continúa): ,,,estoy pensando en hacer una viñeta llamada 53 sombras del wey, digo digo, del rey... no, no, del aristócrata Belarmino
Gracias, Curado -dice el no idem- y no se apure si el tratamiento tiene que suspenderse. Compensado de la desventaja estoy, ya confesé: conocer muy de cerca al otro género en una generación revolucionaria.  
Tan, tan.
P.D. La Tera llega una noche peor que radiante de dicha (dicha, subrayo, pues cuando califiqué de felicidad lo que traía, me agarro ((uuummm)) a bastonazos ((usa un cayado imaginario, sin duda como el de su abuela, que duele requete harto cuando le cae a uno encima). 
Pin vieja llena de vida, pienso.
¿Me da de su merengada, jjj, 
Motivosa? -ah, caray, de dónde la va a sacar si quité el clip en que vueltos rancho Pepe pelea a canciones con su Chorreada entre la ordeña de una vaca. 

Andar
El carrín, según se dice en estos lugares a diez mil kilómetros de nuestra ciudad, es de Encarna, la entrañable peluquera. Lo maneja su adorado Marcelo, minero que se hizo mil usos de la albañilería, y en los asientos de atrás voy con el Roxu, pequeño y rubicundo, cuyo brazo izquierdo vacila en el recuerdo o la imaginación desde la voladura de una pared rocosa en uno de los pozos de hulla que a los catorce años el abuelo hizo su hogar.
Subiendo las montañas una penosa curva tras otra, el motor tose justo como un minero enfermo de silicosis, y la densa niebla alrededor contra los grises macizos de los Picos de Europa es melancólica dulzura transmitida por los ojos y los comentarios del Roxu.
-Qué hermoso ye estu –dice en la tierna habla de la región, donde por contraste todo es a tajos, a palabras gruesas, en un volumen brutal para los oídos de los extraños, Ohsis.
Vamos tras el rastro de Belarmo, un poco contra mi voluntad pues tengo la cabeza llena de historias sobre los del llano y del monte, sucedidas luego de la marcha de él.
Kilómetros atrás pasamos el pueblo de José Mata y Pepe Llagos. Al primero lo busqué antes de venir aquí. Vive en otro país, jubilado por la mina donde trabajo desde 1948, fecha de su rocambolesca fuga con un centenar de socialistas de ambos sexos, que el abuelo contribuyó a organizar. Allí me contó la historia de los fugaos; de quienes por miles se echaron a las montañas para escapar a las siniestras columnas que tomaban ese último bastión de la defensa de un sueño.
Todo dijo a la grabadora por la confianza en mi familia, y mucho pidió callar pues las heridas no cerrarían jamás.
Luego encontré a Llagos en la aldea de la cual no salió. Tenía dieciséis años cuando la derrota y la escuetísima experiencia política no le impidió encargarse de lo que nadie más podía: los restos de su organización política en la cuenca del río cuyo curso seguimos ahora. Pasarán tres décadas para que conozca a un hombre más roto que él.
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Él, el padre de ustedes, nietos, que nació año y medio atrás, quedó en la ciudad frente al mar adonde llegamos hace poco. Quedó con Ella, quien ya está y no, pues de exilio cuanto hay en el cuaderno, el suyo inició sin saberlo.
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Nada se nombra, era la regla en nuestro cuaderno principal. Ahora todo vale, ya vemos, al menos a ratos. Como con el país de mis antepasados, nietos, que ahora permite agregar esta viñeta:
No tolero la serie española que rompe ratings presumiendo recordar los tiempos en torno a la transición democrática.
Justo entonces hice mis primeras visitas a ese país. Venía del México de los pasmosos contrastes sociales y un régimen de casi cinco décadas que no se andaba con miramientos para machacar opositores. Aún así quedé perplejo.
La segunda estancia se prolongó once meses, entre 1976 y 1977. Rumbo a Asturias, con mi mujer y mi hijo hice escala en Madrid, en el piso de una familia a quien nos etiquetaron. Se trataba de una entrada por la puerta grande a lo que había oteado dos años atrás -el susurro de lo pequeño es de una elocuencia no menor que los clamores de lo grande.
El lugar estaba presidido por una pareja que convocaba a los cómics de humor y resultaba sin embargo muy para los

ácidos del nunca suficientemente reverenciado Carlos Gímenez.
No creo en la existencia de gente tonta, pero como toda regla tiene su excepción, con la patrona de la casa fui a encontrarla. Debía medir 1:70, pesaba muy por encima de los cien kilos y el rostro parecía tomado de una roca, sin trabajo posterior alguno. Él apenas rebasaba el 1:60, sus hombros eran los más escuálidos y estrechos vistos en mi vida, al torax lo coronaba un majestuoso vientre, y en la calle debía representar el papel de un hispano Gutierritos –personaje de la primera telenovela mexicana de gran éxito, a quien todos daban de coscorrones y colgaban chistosos papeles en la espalda-. Pero al llegar a casa era tan Dios como el que más.
El reinado familiar de la pareja tenía su más palpable expresión en el desprecio a la hija mayor, por un buen motivo: era inteligente. Tanto había sido el maltrato, que esta cálida mujer cercana a los treinta estaba a punto de ser fea –noción que, de vuelta, no suele entrar en mi cabeza-, de espalda encorvada, los granos cebándose en el rostro, unos espejuelos de grueso armazón que usaba para terminar de ocultarse al mundo, pues no los necesitaba.

Vivimos momentos sublimes en aquel hogar -y tanto, con sus criaturas bullendo en el caldero-. Por ejemplo, el saludo a la modernidad recién instaurada, cuando el ama dio de voces pidiendo la asistieran en la tina, donde sólo Dios sabe cómo entró pero nunca cómo saldría. 
O la sobremesa en que desde su pontificado de la silla principal, el Señor repitió para nosotros la encíclica promulgada para los hijos quién sabe cuánto antes: estaba científicamente comprobada la superioridad de la raza blanca y los negros eran micos (habría repetido aquello, en voz baja desde luego, aun en las calles de Nueva York, donde por entonces la gente se abría al paso de la belleza y la altanería de los Panteras Negras. Y con la raza negra iban todas las no pálidas, incluyendo la de la cuñada de él, una mexicana con quien, a su entender, había tenido el imperdonable mal tino de casarse su hermano menor). Cuando este portento de ser humano que nos hospedaba soltó la dicha sentencia, ante nuestros reclamos a punto de tundirlo allí mismo, revisando a los hijos por si su autoridad estaba siendo mellada, zanjó la cuestión sacando la Biblia en forma de libro de biología para no sé qué año, de las escuelas publicas, donde el tema se desarrollaba a fondo, con muy muchas, irrebatibles citas de reconocidísimos sabios.

La última gira
Di por terminada la última gira y continúo, nietos. Sus escenarios ya no son los que acostumbré por años: parques, patios universitarios, sindicatos, organizaciones vecinales y uno que otro antro donde decir sin pena La pasión según FB y anexas. Ahora se reducen a una pantalla de computadora y los audios que solo ustedes escucharán.
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El movimiento contra el gasolinazo terminó y apenas comencé la crónica. Debo terminarla. Tal vez aparecerán algunas enseñanzas que hagan luz sobre los dieciséis decisivos meses por venir, escribo por ahí.
Dieciséis meses de veinticuatro es la fórmula para esta etapa final. Hay un día cero, entonces. Así o asá esperamos por él desde siempre. Me refiero a Filiberto, María, Agustín, los muchos otros y otras y yo, claro.
¿Cuánta verdad y cuánto llano deseo y apremio encierra la afirmación? 
No más gira que esta de los cuadernos, digo, y adelante encontrarán aquí menciones al hombre con prisa.
¿Terminaré realmente la crónica sobre el gasolinazo?
Todo quedará a medio hacer, parece. En una cero debo seguir creyendo. Sino el resto pierde sentido.     

Duda
Tengo cuarenta y tres años y nunca sé si partir y volver son cosas iguales.
Todas las semanas tomo este autobús que me lleva del paraíso a mi ciudad y la ventanilla representa canto y reclamo a un mismo tiempo. 
Hace mucho el horizonte se dibuja de distinta manera al de mi niñez o mi adolescencia. Entonces había campos en desiertas orillas, cielos altos y pacientudos o bajos y con prisa, montañas garantizando que el tiempo estaba posado en sí y una obsesiva pregunta por lo oculto a la mirada. 
Después se pobló de entrañables seres y sitios cuya urgencia me conduce a otros. 
Por ello ahora la placidez es también y sobre todo angustia. 
-¿Qué haces dirigiéndote a la complacencia, vuelto gordo uno para quien fue hecho el universo? -me pregunto siempre a segundos de reclamar al chofer que pare. -Anda, vuelve, estúpido...
Quince años más tarde pensaré en partir mientras vuelvo, y veinticinco antes solo habrá partida. Tonta duda.