Mi casa estaba al pie de la avenida rematada
en la esquina donde no era ya campo, sino pelea entre los llanos vírgenes, las
huertas, los maizales y la nueva vocación de orillas de la ciudad, presente en
el tiradero de materiales de construcción, la ladrillera, su miserable, hosco
vecindario y la promesa de futuro vacilando en lo alto.
Con el trajín de los camiones de pasajeros,
los siglos a montones del centro urbano resultaban un eco tanto más lejano
cuanto más desaparecían los lotes baldíos. Para quienes vivían fraccionamiento
adentro, eso era verdad sin tacha y así sin ojos. Para los de la avenida, no.
Tras un premeditado vacío descubríamos un barrio antiguo que se montaba sobre
los restos de un pueblo cuyos orígenes no podían precisarse en el tiempo.
Invitación irresistible, nuestros paseos por allí descubrían con azoro una
calzada de proporciones dos veces mayores que las orondas de la modernidad.
En claustro, los amigos de las calles traseras
sucumbían al resentimiento de sus padres por mil ofensas reales o ficticias,
que los condenaban a perpetuar lo más oscuro del país. Los de la avenida
enloqueceríamos o saldríamos corriendo, o ambas cosas.
Sí, me niego a nombrar, a la convocación de los lugares comunes y las
clases de historia.