Un nombre, sólo eso tengo: Teresa. No sé incluso si
te veo, a tus ocho años justos en la aldea a tiro de piedra del mar
tempestuoso, donde crecerá tu nieto y abuelo mío. Hay por allí macizos de
álamos, abedules, castaños, "cónicos húmeros”, campos de trigo y maizales,
pero no donde tú, niña, que andas a cielo abierto, los pies eternamente mojados
por la esa sí “tupida hierba fresca, jugosa, oscura, aterciopelada”*.
¿Juegas camino a la leche que los vecinos te dan
para llevar a la ciudad, según figuro? Casi puedo tocarte y ni eso preciso.
Tampoco tu cuerpo que huele y sabe a lo que no descubriré jamás, tan una
pregunta como tu andar, el modo en que te abres a la sonrisa o tu rostro, de
piedra, se resiste a ella, o en el que tus brazos se extienden y recogen o te
llevas la mano al cabello húmedo por la lluvia menuda y sin descanso.
Eso, de agua y tierra te compones doscientos años
antes que yo, sustancia por entero distinta a cuantas topo en mi realidad a un
océano de distancia, no menos ancho y ajeno para un mortal que "el giratorio
curso de los cielos".
Te miro y no consigo dibujarte ni a lo incierto,
presencia indiscutible que no hay modo de atrapar, cuando no te caben en la
cabeza, y por lo tanto no existen, no lo harán nunca, quizás, Cándida, tu hija,
ni el hombre a quien persigo posiblemente con la misma falta de fortuna, y
menos, claro, el yo que en la silla se borra tal si le pasarán una goma encima.
*Armando Palacio Valdes. La aldea perdida.