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viernes, 3 de mayo de 2019

Siluetas 2 y Huipiles

ADOLESCENCIA

Huipiles y chacachacas     
En la posrevolución la prensa termina por hacerse el primer, gran medio masivo. Ya no es sólo ni siquiera preferentemente “información”, y se instala en la intimidad de la familia dictándole proyectos y conductas.
Para cada quien hay una o más secciones y suplementos: para Ella, “la que todo se merece” a condición de permanecer en la sombra; para los chiquilines que han de aprender a seguir a pies juntillas los consejos de sus infalibles padres; para las dualidades vírgenes-prostitutas en ciernes, que son las jovencitas; para los muchachos que se prepararan a usufructuarlas, y para el multifacético Él, iniciado en todos los misterios -la política, la noche, la tecnología-, quien así confirma su reinado.
En los 1930 a la prensa se suma la feria de insinuaciones al oído en plena sala, de esa especie de alegre pariente experto en aventuras del aparato de radio. De modo que cuando la televisión llegue, el hogar llevará décadas atravesado por el mundo exterior, hacia el cual escapa o con quien construye armarios y ventanas invisibles.
A la reinvención no le falta sino el otro culto a la modernidad de la “nueva ciencia para una vida mejor”, la electrónica. Gracias a ella, empujada por el prodigioso despliegue de nuestra industria y por las innovaciones de la Segunda Guerra Mundial, en los 1940 para las crecientes clases medias y para las familias obreras privilegiadas la vida se hace una contradictoria búsqueda de confort y apariencias.
Algunas novedades no tienen sino virtudes, como el refrigerador, que al principio en el Distrito Federal estaba a la mano apenas de las antiguas colonias porfirianas de buen gusto, de las revolucionarias Chapultepec Heights, mexicanamente confirmadas como Las Lomas, o de las menos sofisticadas pero también boyantes Del Valle o Hipódromo Condesa. Ahora con prisas la oferta se abarata y diversifica. La excepción de la estufa de gas, que en una carrera que comienza sin ventajas en un santiamén desaparece del mercado a las de la General Eletric y demás, es también puro alivio.
Otras maravillas resultan, digamos, de doble filo. Es el caso de la lavadora y la plancha “automática”, convertidas en una necesidad por las exigencias que hacen del par de mudas de antes media docena de atildados uniformes citadinos, contribuyendo al renclaustramiento del ama de casa.
Y teniendo o no Chacachaca, como se conoce popularmente a la lavadora por un exitoso comercial, el detergente se vuelve asimismo una obligación, en la medida en que nadie más que él, presumiendo una espuma imposible para el jabón vil, se dice capaz de barrer con la ignominia de un rastro de mancha y colaborar a los aromas perfumados de los espacios públicos, en una sociedad que en buena medida identifica a sus estratos por el olfato.
Se trata de un fenómeno ajeno al campo, que a pesar de su ya grueso aporte humano a las ciudades sigue albergando a dos tercios de la población nacional. ¿Cuánto ha cambiado entretanto, desde mediados de los1930 en que, con frecuencia deliberada, protectoramente, se regaba por cerca de 80 mil localidades con no más de 225 habitantes, 48 mil de ellas por debajo de las cien almas, a través de más de medio centenar de lenguas indígenas, cada una con varios dialectos locales.
Es un mundo rural que no ha estado quieto, estallando en luchas agrarias y guerras cristeras con un claro sabor a llano, universal resentimiento campesino, y al cual el cardenismo convirtió en gran protagonista con el sueño de una nación “de ejidos y de pequeñas comunidades industriales”.
Un campo de muchos rostros, por sí mismo y por las miradas que se ponen sobre él. Aquí para unos es a caballo, a mula, a pie, a barcucha, y está hecho de “terribles”, “opresivas” quebraduras, vegetaciones de “alarmante” extravagancia, aires “enrarecidos y deprimentes”, “chozas” sin chiste ni sentido común, en desorden o formando un par de “hileras miserables”, que habitan “verdaderos salvajes”. 
Allá para los orgullosos de despreciar la “altanería europea, y estadounidense, que mide la civilización por la altura de las casas y el bajo grado de temperatura”, al pie de un automóvil o un camión el México rural aparece como magnánima exhuberancia de colores, formas y aromas, juntas de “humildes jacales” de encantadora vista, “descendientes de los antiguos mexicanos” y de “hijos del África reunidos en una misma algarabía”, y sabias prácticas como la que lleva a una celda a los borrachos “para dar palos a un muñeco que en la pared hay pintado”, de modo de liberarse del diablo personal.
En la ciudad el muralismo, la canción ranchera, el folclorismo inducido por el Estado, los estereotipos cinematográficos, teatrales, de la carpa, la historieta, etc., le superponen rostros a esa compleja realidad. No lo hacen por mero capricho. Para el México urbano el campo es un ser omnipresente. Si lo suplanta en su imaginario es, antes que nada, porque lo sabe vivo y le teme.
¿Cómo medir esta vitalidad? Podríamos mirar hacia el son, esa “gran variedad de tradiciones musicales” con la cual el país viene narrándose desde muy pronto después la Conquista y que ahora es un producto casi exclusivamente campesino. No importa si la pastelería del ballet de Bellas Artes, el cine y los compositores de la ciudad tratan de agotarlo apropiándoselo, de modo que en Veracruz no haya sino la Bamba y en Chiapas sólo marimba, atontadas y amaneradas al paso, o que el jarabe se haga primero exclusividad tapatía y luego “baile nacional por excelencia”.
No importa. El son, renovado a fines del porfiriato y principios de la posrevolución,  sigue su vida y fiel a sí mismo no para de improvisar, recreando un campo inconcebible para sus tiesas representaciones citadinas. Un campo en él sensualmente juguetón y poético. El de “María Terolerolé/chocolatito con pan francés/En mi casa no lo tomo/porque no tengo con quién/Pero si usted me lo bate…”. O el de “un cuerpo” que “se aleja triste, rumbo a las olas del mar”, y “un pescador lo desviste” y “otro lo mira pasar“.
Este son anda entre el aplastante mundo de seculares, dolientes murmullos, o entre la aplastante inmisericordia de la llana cotidianidad, descubiertos poco después por Rulfo y Revueltas. Pero también entre la divertida ironía del cuento de Edmundo Valadés al asomarse a una asamblea ejidal que ha demandado la presencia del supremo gobierno, a quien nadie más que ella sabe no pide permiso sino la legitimación de un hecho consumado.
Son México rurales que permean a los urbanos, empezando por la gran capital, cuyo rico pueblerío no la cerca sino la constituye de siempre, y al cual decenas de miles de sirvientas, peones de la construcción y la fábrica, cargadores y jardineros llegan cada año sin romper con sus orígenes. Campos a la vez realmente rehechos por la ciudad, que mientras vivía su “revolución del hogar” los ha atravesado con presas, líneas de energía eléctrica, escuelas, carreteras.
En estos mundos que se contaminan entre sí, quienes en 1930 y 1940 visitan o se asientan en la nación recién inscrita en la guía cultural del mundo, encuentran un lugar único. Su mirada se refleja bien en las crónicas de Gustav Regler, el exilado alemán: “caos fascinante”, “hechizado”, “eternamente joven” y “para siempre arcaico”, que “espanta y tranquiliza”.
No es raro, pues, que dando pie sin saberlo al despectivo lugar común de más tarde, los surrealistas aficionados a México parezcan ver aquí su poesía vuelta país. Porque lo que asalta al visitante a cada paso está como hecho de la misma sustancia de los sueños.
 “Puede encontrarse un Ford y un poste telegráfico frente a mujeres que maceran a mano limones y piñas (...) o una palmera bajo la cual toca un fonógrafo, o un camión que se precipita a paso vertiginoso rozando la espuma del mar…”, escribe Jacques Soustelle, el antropólogo.
De ahí seguro el entusiasmo y la desazón de nuestros filósofos contemporáneos buscando el alma mexicana. Porque para ellos no es simplemente cosa de darle a los huipiles en la lavadora.

Siluetas 2
La mañana cuando en el patio de la escuela se descubrió tras el capullo abierto de sus súbditas, la princesita resplandecía: el suelto, largo cabello amielado, los ojos de avellana, los pródigos labios, los brazos duros, frescos, jugosos; las perfectas pantorrillas, la insinuación de los muslos y su cuenco, el permanente aire de recién salir de la regadera, la sonrisa de niña pícara e ingenua.

Apenas podía esperar para hacerme de aquella piel, de su aroma, del peso de su cuerpo contra el mío, del sabor de la boca, y del alma que insuflaba todo eso. Mía sin rastro de duda, deseaba, y la constatación no era un invento. Para mí, por entera, de entonces hasta la eternidad, que juro existía. Tanto, habría de comprobar durante el siguiente año y medio, que no costaba entender la decisión de Romeo y Julieta: impedido aquél, darse la muerte era el único, obvio paso para asegurar su tenencia.
Antes el mañana había empezado a instalarse por primera vez a mí alrededor. Era a quien daba patadas la primera generación adolescente nacional. Yo no lo hice más. Había solo ella, principio y fin, no importa si nos veíamos apenas entre clases, el fugaz momento en que esperaba la recogieran al terminar y una tarde cada dos o tres meses, cuando el padre a su pesar se condolía.

Nos quedaban, sí, las diarias horas al teléfono, atravesadas por silencios mucho más elocuentes que palabras, en un mundo sin fugas pues no tenía dónde ir: estaba en el modesto, armonioso rincón hecho por mama para acunar su rotura, muchas veces mayor que las dejadas por Roldán cuando su descomunal espada bajaba por el centro de los enemigos –y escojo con cuidado la imagen, aproximándome a lo que recoge Fantasmas, otra viñeta de estos cuadernos. 
Por la encortinada ventaba al dulce oriente de la tarde, las ramas en sombra de la jacaranda sin flor a su frente se columpiaban en la síncopa permanente reinventada por el viento, circular regreso al origen, al modo de los pájaros para quienes el día era nuevo cada vez, según me descubrió el hermano pequeño. Por la raja imperfecta entre el par de telas, un rayo de luz también siempre recién nacido encontraba objeto volviéndose escenario de bailarinas motas de polvo que se hurtaban a la gravedad pendulando según dictaba un reloj cucú.
Consciente todo de su único servicio: acompañar nuestra historia sin historia, pues pasado y futuro no existían aun como espera de la mañana para vernos.
En su regazo vivía, con su cara de dulce pegada a mis ojos, columpiándome en su sensación, día y noche. No había espejo. La imagen que me devolvía regresaba con tal prontitud a su presencia o su sugerencia, que ni un fino papel cabía en medio, instante obturado.
Ella compartía el sueño o eso decía los ojos, la forma en que alojaba el cuerpo contra mi costado o giraba intuyéndome, su voz de campanitas o en desmayo, la escueta boca que permitía dejar contra la escueta mía, prudentes ambas por el convencimiento, creía yo, quizás los dos, de que tendríamos mil años para esculcarnos.
Te convoco ahora, entonces y no como recuerdo, y aunque me convenzo o quiero convencerme de que las palabras salen sobrando entre ambos, no puedo evitar confirmarte cuán exacto es el término: te adoro de la cerril manera de quien contempla lo que cree imprescindible para garantizar su estancia. Me completas, sin ti vacilo y siento que te desdibujas si no me tientas de algún modo.
Me detengo frente a nosotros recargados en la barda, nos miro fijo y apostaría mil a uno a que no está la pareja a un metro, quien pasa por detrás rozándonos, el río alborotado al salir de clases, los gritos que nos dirigen, la urgencia en el claxon de tu hermana.

En veinte meses fui una sola vez a tu casa y conocí apenas un tanto igual la de descanso familiar en otra ciudad. 
¿Que no presionaba los tiempos por Ana? Realmente era Romeo y habría repetido la tragedia.
Repito aquellas frases: Llega a la edad de enamorarse como la gente de bien, pensando que ahí está el único hombre permitido mientras viva, con quien compartir un idílico romance y luego un bien provisto hogar. 
De haber desviado cinco minutos mi cotidiana ruta vespertina quizá te habría encontrado en la pista de hielo -única que tenía nuestra ciudad- coqueteándole a apuestos muchachos cuyos autos esperaban afuera o besándote con ellos, cómo precisar.
Cabe dudar por el asombroso conducir de tu mano a la mía un mes antes que me asesinaras: hasta donde ni soñando llegaba. Creí que asegurabas mi fidelidad por los treinta días separados y terminarías dándome lo imprescindible para no haber marcha atrás. 
Todavía no descifro la razón y dudo si tu destreza era inculcadada para el efecto -teníamos una gran celestina, recuerdo al auditorio- o mera práctica. 
-¿Quién pretenden que sea? -me preguntaba para entonces, ya sabemos, nietos. 
Ellos estaban representados también por tu padre, prospero empresario. 
En fin. Rescato dos fragmentos de la viñeta que esta suple: 
Siluetas encabezaba la interminable serie de ridículas baladas de mis quince años, ya dije, y olvidé contar que para tu primer cumpleaños juntos el joven de la tienda fracasó en el intento de venderme el disco apenas desempacado cuyo lanzamiento llevaría a la gloria a unos anónimos Beatles.Cuando compré el de la canción de tus sueños debí advertir por vez número mil más lo que me aguardaba. Quizá lo hice. Volver a Verte, la de la película con Rocío Durcal, era una esquizofrenia de nivel superior. En la escena que te llevaba al llanto, un padre y una hija hacían el amor en la sala de una señorial casona no muy distinta a la tuya, entre el arrebol cortesano presidido por un obispo. Representabas allí tu lugar en el harem de un viudo con cuatro hijas.

Haciéndome el ingenuo pregunto qué esperabas aquella mañana de domingo en el otoño de 1964, del interminable segundo en que te vi de otra mano bajando el autobús; o antes, como sucedió por las conmiserativas, expectantes miradas de tu ciclo escolar regresando de las primeras vacaciones de colegio para ricos al que se atrevió el hasta entonces honorable nuestro.

En realidad, y sabes cuánto habló a lo exacto, nada en pie debió quedar en mí y apenas ahora, de nuevo con una conveniente inocencia, entiendo por qué te ensañaste los minutos después apoyando el cuerpo sobre el suyo: estabas decepcionada; querías verme todavía más a la deriva de lo que todos creían, pues nadie sino yo miraba dentro.  

Por naturaleza las princesitas, diría al poco Ana, llevan una estaca que no dudan en usar, vean o no amenazado su linaje, según entendiste vaya a saber cuándo y no por fuerza gracias a cualquier de los dos él en esta historia. 

Desde luego de principio a fin tuve la culpa, así debo juzgarla pues al jugar a los palacios negaba lo que más quería: la maravillosa criatura cuyo dolor era insoportable para ambos. Corrí a tus brazos como antes a los reflectores, por huir.

Te dejo en paz, entonces. Mi muerte frente al autobús servía apenas de certificación. Como la tonta balada: puras siluetas.

LAS DOS GUERRAS: EL DIARIO ASESINATO DEL DESEO