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domingo, 25 de octubre de 2015

Madres

Termino de hacer las cuentas, madre, y faltas. Hablé ya de la última vez juntos, con mi espectáculo en el restaurante al que solías ir, entre una ancha mesa de tus más queridas amigas y amigos. Dije cosas terribles de ti a grito limpio, marché y nos esquivamos cuando llegaste a tu casa poco antes de yo tomar el avión de vuelta.
Mujer sin tacha, decían cuantos te conocían: proba, solidaria, esforzada, sin maledicencia para nadie, fiel a cabalidad a los tuyos y a tus principios. Y eso que no valoraban en mínimos justos términos tu con mucho mayor obra.
Pecabas de lo de cualquiera, de ser de carne y hueso y no corresponder así por completo a la imagen que te hacían. De ello te acusaba en el restaurante. O tal vez justo, y sobre todo, de tu gran mérito: el valor, que entre otras cosas te hizo soportar el destino de ama de casa cuando en la cabeza no te cupo antes nada parecido, mientras sin que pasara día en treinta y seis años construías la oportunidad de cumplirte y cumplir al marido volviendo a donde los echaron a palos.
Te fuiste, ma, cuando no encontraba el modo de voltear a las madres por las cuales te cambié apenas tuve ocasión de huir a la azotea, menos de un metro de alto y una batita encima, dije. Sin ti no había más a quien apelar, nadie delante, y quedé a solas.
-0-
Fuiste tan blanda y a la vez y sin querer tan dura. Huías ante mis ojos, luego de hacerlo ante mi boca succionándote el pecho.
Un sábado de mediodía, cuando tenía trece años, por la ventana mirando a un amigo de mis hermanos saliendo de su casa frente a la nuestra, a lo instintivo dijiste:
-Ese es un joven guapo. Como los de mi pueblo -pues era a lo cuadrado, al modo de los mineros.
No lo veías con antojo y lo que me sorprendió no me hizo polvo porque de alguna manera lo sabía desde cuando te me ibas por el pecho -imagina, ma: el niño de brazos en ti, por ti, entero, que a lo repentino no sabe cómo cae en el vacío y aprieta con la boca y con las manos y no hay sino seca carne, des-almada.
A buenos ratos no me encontraba en el espejo. Me buscaba y en mi lugar estaba un remedo que se empavorecía en los ojos -los ojos, siempre persiguiéndome en ellos, en pos de los de la azotea, un poco tristones pero amorosos-. Eran hijos del cinturón de montañas casi a un paso desde allí, en el aire como de lupa de tan diáfano.
Será en lo que escriba a papá donde recuerde la mañana del susto de los dos cuando, recién aprendí a andar, no me encontraban por ningún lado y fueron a dar conmigo cuarenta escalones arriba, a cielo abierto, entre los tendederos y los cuartitos para las campesinas convertidas en sirvientas. Involuntariamente me habías enseñado el camino hacia mi segunda cuna, la inmensa, liberadora: el valle que Ellas arrullaban.
¿Comprendes, ma? ¿Y el que lo hagas me eximirá por la tarde de explotar en el restaurante?
Me querías, bellísima, noble mujer, pero desde que me hice adulto por todo me reprendías o, más doloroso para mí, te condolías. Demandabas que tuviera un buen lugar en el mundo, y no sabes bien a bien lo que pedías.
-Termina la carrera.
¿Para desesperar de mis compañeros y compañeras, formados de la más infame manera por la república de la injusticia, y convertirme en un hombre de punta en blanco, con una casona y chofer a la puerta, contemplando el hormigueo abajo? ¿En verdad pretendías que fuera una copia del administrador de la mina, el magistrado, el alcalde, que insurrecionaban a tu padre?
-Decídete y haz lo que este y aquel.
¿Para desvivirme en busca del éxito, en la desmemoria de los túneles y los agujeros esos que me criaron, padre reglamentario, dos horas de despotismo por noche y un autoritario paseo de fin de semana?
-Casa con esta hermosa mujer y ven a vivir cerca de nosotros, con tus pequeños.
¿Y aceptar a quien no sabía si se enamoraba de mí o del cómodo espacio que ganaría a través tuyo y de papá -perdón, María, por mis dudas que te ofendieron en lo más hondo? ¿Decir sí al excelente puesto que me conseguiste, dejando con un palmo de narices a los miles que hacían cola por él con mucho mayor derecho? ¿Meter un océano de por medio entre los hijos y la madre, a quien habías dado inmensas gracias por rescatarme?
Te comprendía, ma, y no podía sin embargo dejar de revolverme contra el elegante piso en una calle de postín de la rancia capital, que cambiaste por la digna casita en la ruda, pequeña ciudad de carbon que me enseñaste a extrañar porque fue ella quien te cabó en los huesos la alegría y el orgullo. O contra tu Sí, me visto como odio, para saludar al Rey, un día después de quemar el pantalón del hermano, que te apenaría en la calle. O contra el intento, siempre involuntario, por supuesto, de deseducar a los nietos en sus visitas de verano, poniendo a su mano cuanto el poder provincial proporcionaba. O contra, ni más ni menos, tus airadas declaraciones inculcadas por otros, hacia La intolerancia de los mineros para aceptar el fin de su mundo... que fue el tuyo.
Mucho empeño pusiste en tener cerca de ti, más que a mí, a mis hijos, como era comprensible. Nunca te diste cuenta que, tal debe ser, un hombre no renuncia a la madre. Y las mías...
Pero eso eras tú en mí, má, y mal vista, pues bien se entendía que hicieras cuanto fuera por volver, tú sí, a los diecisiete, y tener a tu prole cerca, a pesar de lo mucho que tú y papá trabajaron por arraigarnos a un hogar tan pródigo como el de ustedes.
Tú en ti, y no lo digo de hijo a madre, sino de una llana humanidad a otra: gigante. Apenas tu mejor amiga y yo, creo, aparte de papá tratando insensatamente de ingeniar un refugio contra el miedo, atestiguamos el par de noches de darle pelea a la locura. Dos noches y ya, ma, luego de cinco años de buscar con angustia por el mundo entero, sin más que cartas como recurso pues en casa no sobraba el dinero. Preguntabas dónde, al especialista y él -qué bien recuerdo su piadoso rostro en esos momentos- por no cerrarte la puerta a la esperanza buscaba a su vez, te daba nombres y direcciones, revistas para que te guiaras, y nada, no había remedio: tu niño pequeño seguiría toda la vida con aquéllas brutales conmociones que, de haber justicia en la tierra, debieron derrumbar la casa... suspendido en los nueve primeros meses de vida, cuando la enfermedad no quiso aguardar ya.
Nadie, puedo apostarlo, fue más amado -en la misma dimensión sí, pues hay muchas gigantes, pero no por encima- que esa primorosa criatura, antes del par de noches aquéllas y después, al resolverte a imponérselo tal cual era hasta Dios mismo -de existir, de ese modo entonces, representación de la crueldad y el cinismo.
Esa era tu cuarta criatura, mejor aun que las otras tres: humanidad pura, renaciendo cada día. Y de qué manera lo lograste, ma.
No había quien entrara en casa sin dirigirse de inmediato a él, nuestro divino -ay, qué cosas digo- Verbo. No era por piedad sino porque iluminado por tu sabiduría podíamos verlo, resplandor sin tacha, sin desvíos, sin segundo perdido.
Si te digo, ma, que mi mayor carga es el fracaso en aprender lo que nos revelaban sus ojos, la extravagante gesticulación de sus manos y brazos, la bella, fantástica sonrisa en la boca sin resorte ni temores ni buenas costumbres... y el estremecerse, una, dos, tres o más veces por día, ni un pelo menos que los presos en tortura, ni un pelo menos.
Sólo él y sus iguales saben de condenas... y de alegría, luz, viento, cantos, truenos, palpitaciones internas de los seres y las cosas. Sólo él y sus iguales, los supremos.
Y tu soportándolo con el cuerpo pequeñito, ma, a la manera de vaya uno a saber cuántas más en la historia. Cómo es posible que haya imbéciles que no lo vean y aplaudan a cambio la absoluta intrascendencia de una carrera política. Ahí está tu parque, Pura, desmesurado para la ciudad, que te oculta. Hacen por perderte de todas las maneras: tras tu padre, tu marido, la República, la transición... A ti y a él, a nuestro niño portento, ma, que los diarios registran como muerto al hablar de ti y los tuyos -no contengo la cólera, hermana, por la estúpida biografía que te hicieron, en la cual resultaste, hazme favor, Rosa perdurable, sin vida propia alguna, mera hija y esposa.
Espera, déjame descansar un poco, sentado aquí, en la banqueta. Y luego regresar a lo que no vale la pena pero que también me quiebra.
Olvido tu obra, vuelvo a la pequeñez mía y te miro un momento para de una vez reconocer lo que supe y oculté siempre. No, no querías hijo señorito, ni rodeado de aplausos, ni nada que se le pareciera. Sólo que creciera la semilla. La angustia venía de ver cómo me vencía, sí. Y era cierto y no, sabes.
Porque no fue fácil y ahí están: el país, los hijos, los nietos y la memoria, mi responsabilidad. Ahí están, ¿ves?
Mira a lo largo. No está mal, ¿verdad? Anda, reconóceme el lugar en la cadena, como prometo hacerlo contigo. Te traeré de vuelta para que de espléndido, mudo parque regreses a eso mucho más que eras.
Y vamos, que los demás esperan para cenar. ¿Un cigarro? ¿Tienes tu boquilla, porque estos son un poco fuertes? ¿Que la perdiste y lo mismo da? Bueno.
No empieces. Qué carajo te importa si uso pantalones de mezclilla. Sí, sí, a otro perro con ese hueso.
En fin, que ya estamos de nuevo al principio. No te rías, que se te cae el puente como la vez aquella...
Ambos sabemos que es así y no, ma, pero no encontré otra forma de que vinieras, para quedarte, a la manera de tu padre. Nos resta un buen trecho por andar, jefecita, del brazo y por la calle, no en son de novios sino de compañeritos, que el Edipo lo cumplí con la abnegada sierra del Ajusco -si supieras lo que soportaron esos cerros, lo que soportan: miles de siglos renunciando a su majestuosidad para recibir con amor el asalto de pobres casitas hasta la coronilla.