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lunes, 4 de abril de 2016

El diario asesinato

Más acá el apenas perceptible canturreo de la vecina que señala el misterio bien guardado de la recámara, creciendo a lo repentino desde la penumbra que como siempre debe estar allá al fondo, donde casi no alcanza la mirada, por las disputas del comedor -la mera convención de los manteles de flores, el genuino orgullo del frutero, el vacilar de la vitrina entre las pretensiones del juego de cristal cortado y el vivo recuerdo de olores de los tarros descapuchados-, a la cocina, a un par de metros de mi cuarto, para celebrar la hora de mujer contagiando el chirriar de la hoja del anaquel, el caer del agua en el pocillo.
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De, de, la, la, ando, ando... Me horroriza esa profusión de preposiciones, artículos, tiempos verbales que se repiten. Lo hace cuando viejo aprendo a escribir y no entonces, treintón agarrándome a la vida con uñas y dientes por Él y por mí, recipiente donde reposa un par de niños y hombres y mujeres y momentos y cosas no dichos y así inexistentes, pareciera y es según bien sabe el poeta que reclamó su presencia siglo tras siglo hasta donde haya memoria.
Me horrorizan las líneas y no importa: rescataron del olvido a mi vecina que puede abrirse paso décadas luego para encararnos aquélla mañana y hoy.
Estoy tan solo aquí, nietos, donde ustedes atestiguan y el abuelo sirve de comparsa, apenas eso, sin nadie más que fugaces presencias. Estoy como representación, pues eso soy. 
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Estoy cansado, muy cansado, abuelo. Apenas me tengo en pie, ¿ves? Me vence lo que jamás conociste, hace tanto. Mi pequeño cuerpo es un prodigio. El daño está en el alma. Menuda tontería, perdona, que no hago sino revolcar la gata. Cárgame un rato, anda.
A la mañana siguiente rumbo al trabajo pienso:
-Lázaro, a quien diga que fue fácil, levántalo y ponlo a andar.
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¿Cuántas veces morí? No llevó la cuenta. Antes de que nacieran ustedes, por ejemplo, cada salida de casa era una tortura. Apenas me tenía en pie el tiempo suficiente para regresar al cobijo.
El diario asesinato del deseo era una frase tercamente en mi cabeza cuando escuchaba a la vecina que inicia nuestra viñeta.
Volvamos a lo escrito entonces:
El tarareo de la vecina de atrás se hacía canto, olvidando sus gritos a los hijos, que habían vuelto un suplicio el despertar, y las largas ausencias del esposo amargadas por la mentira, en un espacio en el cual, la cortina descorrida, no temía presumir la firmeza ancha, costeña, de las caderas y el compás, el hueco por las piernas que descubría la bata, el salto del pecho, el hombro prieto y duro ni la provocación largamente aprendida de la boca hurtándose en los vuelos del pelo. Por la ventana de la cocina asomaba la joven recién casada que seguía sin dignarse o atreverse a mirar, más hoy, cuando el hijo en un brazo, calentando el biberón, parecía no haber tenido nunca el gesto de unos meses atrás, de extraviarse entre la soledad, el nuevo espacio, los trastes.
En el edificio de enfrente estaba la vieja nacida en otro país, que la costumbre le decía llevaba rato en el balcón con la silla y el puro en busca de desgracias; la alta, lánguida, de correctas maneras, que se paseaba arrastrando con su movimiento al niño y el aprendizaje del mundo inanimado que la soledad de ella dejaba
(...)
Eran las horas que guardaban con celo, como la vindicación de la vida silenciosa que sostenía al día, negándose a compartirla conmigo. Sus miradas atravesaban una y otra vez el vecindario y después de un tiempo de sentirse intrigadas por el personaje que yo representaba, lo evitaban por extravagante, indiscreto, despreciable tal vez.
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Saben ya, S y E, que dudo si soy Monelle y así lo femenino y lo masculino se me confunden. En el departamento donde Él y Ella entendí cuanto lo virtuoso venía de la tierra y el agua.
Esas mujeres asumían terriblemente mal su papel en eso, sólo.
Volvamos al departamento:
La hora comenzó a agitarse a un paso de que iniciara el primer discordante abrir y cerrar de puertas, y me dije que enseguida la tierra temblaría, se abrirían grietas en el cielo, todo al borde del derrumbe mientras ellas corrían escaleras abajo con las cabezas ardiendo. No sólo en el estilo precipitado aquél, sino en cualquier otro, se dijo, las palabras eran así y una vez desatadas podían llegar tan lejos como quisieran, creando realidades que no se sabía cuánto atinaban. En ese momento se empeñaban en que aquel conjunto de madres lo que perdía, con su hora, era el tiempo de volverse sobre una presumida, única herencia de sensualidad hecha mandatos y rebeliones y deseo puro, que hacía un rato habría dejado escuchar la pelea de la portera con las ansias de un hombre y un camastro, o que se traduciría en los jugueteos de la vecina del costado subiendo de tono para devorar la pequeña, indefensa humanidad del niño, que continuaría con su educación sobre el placer de la víctima.