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miércoles, 22 de febrero de 2017

Siluetas. II y III (terminadas)

Partir al primer día no es un acto memorístico y forma parte de un binomio. Por mi torpeza con las ideas dejo ahí el comentario, nietos, confiando como siempre que interpreten para luego explicarme, si hay tiempo, claro. 
Escribí las tres viñetas con este título a los cincuenta y siete años, sin revisar lo que borroneé cuando transcurría la historia. Había iniciado un nuevo exilio en el departamento donde Las niñas y la música y nuestra Princesita apareció por primera vez desde aquel domingo que recojo aquí. 
Volvía al poner canciones de nuestra adolescencia, como si estuviera a mi lado. Sé de lo que hablo pues de mucho tiempo atrás conocía los vívisimos regresos al pasado.
-Me asesinaste -le decía una y otra vez, por días, contemplando su rostro en la ventana a medio metro, y el adorable gesto de ingenuidad permanecía inmutable.
La primera viñeta estaba bien, la segunda, cursi, era justa y pasadera y la última fallaba al dramatizar el final.
-Qué lástima -pensaba porque había todo para reproducir un gran clásico. 
Luego quise hacerlas el guión de cine que una amiga urgía asegurándome la producción por su puesto en X lugar. 
Fracasé sin más. 
Dejo esas dos últimas como estaban. Lo que de entonces encuentro al partir cada mañana queda donde debe.

II
La mañana cuando en el patio de la escuela se descubrió tras el capullo abierto de sus súbditas, la princesita resplandecía de arriba abajo: el suelto, largo cabello amielado, los ojos de avellana, los pródigos labios, los brazos duros, frescos, jugosos; las perfectas pantorrillas, la insinuación de los muslos y su cuenco, el permanente aire de recién salir de la regadera, la sonrisa de niña pícara e ingenua.
Apenas podía esperar para hacerme de aquella piel, de su aroma, del peso de su cuerpo contra el mío, del sabor de la boca, y del alma que insuflaba todo eso. Mía sin rastro de duda, deseaba, y la constatación no era un invento. Para mí, por entera, de entonces hasta la eternidad, que juro existía. Tanto, habría de comprobar durante el siguiente año y medio, que no costaba entender la decisión de Romeo y Julieta: impedido aquél, darse la muerte era el único, obvio paso para asegurar su tenencia.
Antes de ella el mañana había empezado a instalarse por primera vez a mí alrededor. Era él a quien daba patadas la primera generación de adolescentes en el país. Yo dejé de hacerlo, no tenía caso: no había más que ella, principio y final, no importa si nos veíamos sólo entre clases, el fugaz momento en que esperaba la recogieran al terminar y una tarde cada dos o tres meses, cuando el padre a su pesar se condolía.
Nos quedaban, sí, las diarias horas al teléfono, atravesadas por silencios mucho más elocuentes que las palabras, en el mundo que no iría a ningún lado pues no tenía dónde: estaba en el modesto, armonioso rincón hecho por mama en la planta baja para acunar su rotura, muchas veces mayor que las dejadas por Roldán cuando su descomunal espada bajaba por el centro de sus enemigos –y escojo con cuidado la imagen tratando de aproximarme a lo que recoge Fantasmas, otra viñeta de estos cuadernos. 
Por la encortinada ventaba al dulce oriente de la tarde, las ramas en sombra de la jacaranda sin flor a su frente se columpiaban en la síncopa permanente reinventada por el viento, circular regreso al origen, a la manera de los pájaros para quienes el día era nuevo cada vez, según me descubrió el hermano pequeño. Por la raja imperfecta entre el par de telas, un rayo de luz también siempre nuevo encontraba objeto volviéndose el escenario de las motas de polvo, bailarinas que se reían de la gravedad, al péndulo del reloj cucú. 
Consciente todo de su único servicio: acompañar de mi lado nuestra historia sin historia, pues pasado y futuro no existían aun como espera de la mañana para vernos. 
En el regazo de la princesita vivía, con su cara de dulce pegada a mis ojos, columpiándome en su sensación, de día y de noche. No había espejo. La imagen que me devolvía regresaba con tal prontitud a su presencia o su sugerencia, que ni un fino papel cabía en medio, instante obturado.
La princesita daba la impresión de compartir el sueño –digo sin la menor duda de que era así, L; lo digo a ti sino a la reservadas letras, en las cuales hago el viaje a solas-. Al menos eso parecía decir su mirada, la forma en que alojaba el cuerpo en mi costado o giraba la cabeza al intuirme, la voz de campanitas o en desmayo, sus manos, la escueta boca que permitía dejar contra la escueta mía, prudentes ambas por el convencimiento, creía yo, quizás los dos -de nuevo el absurdo titubeo duda, L-, de que tendríamos mil años para esculcarnos.
Te convoco ahora, en el momento y no en el recuerdo, y aunque me convenzo o quiero convencerme de que las palabras salen sobrando entre los dos, no puedo evitar decirte que el término es exacto: te adoro a la cerril manera de quien contempla lo que cree imprescindible para garantizar su estancia. Me completas, sin ti vacilo y te siento desdibujarte si no me tientas de algún modo.
Me detengo frente a nosotros recargados en la barda, nos miro fijo y apostaría mil a uno a que no está la pareja de jóvenes a un metro, quien pasa por detrás rozándonos, el resto del río alborotado al salir de clases, los gritos que nos dirigen, la urgencia del claxon de tu hermana.

III
Siluetas encabezaba la interminable serie de ridículas baladas de mis quince años, ya dije, y olvidé contar que para tu primer cumpleaños juntos el joven de la tienda fracasó en el intento de venderme el disco apenas desempacado cuyo lanzamiento llevaría a la gloria a unos anónimos Beatles. 
Cuando compré el de la canción de tus sueños debí advertir por vez número mil más lo que me aguardaba. Quizá lo hice. Volver a Verte, la de la película con Rocío Durcal, era una esquizofrenia de nivel superior. En la escena que te llevaba al llanto, un padre y una hija hacían el amor en la sala de una señorial casona no muy distinta a la tuya, entre el arrebol cortesano presidido por un obispo. Representabas allí tu lugar en el harem de un viudo con cuatro hijas. 
Haciéndome el ingenuo pregunto qué esperabas aquella mañana de domingo en el otoño de 1964, del interminable segundo en que te vi de otra mano al bajar del autobús; o antes, como sucedió por las conmiserativas, expectantes miradas de tu ciclo escolar regresando de las primeras vacaciones de colegio para ricos al que se atrevió el hasta entonces honorable nuestro. 
En realidad, y sabes cuánto habló a lo exacto, nada en pie debió quedar en mí y apenas ahora, de nuevo con una conveniente inocencia, entiendo por qué te ensañaste los minutos después apoyando el cuerpo sobre el de él: la decepción no cupo en ti; querías verme de pie en la acera todavía más a la deriva en la tormenta de lo que todos creían, pues nadie sino yo era capaz de mirar en mí.
Lo digo con la misma absoluta verdad con la que te declaré amor infinito durante dieciocho meses y seis días, veinticuatro horas sin fugas en cada jornada, entre mis quince y dieciséis años haciendo a un lado las palabras, fútiles hasta el asco, según entendías a la perfección; así, pues, digo a quien quiera escuchar en el pequeño, apretado universo alrededor de la barda roja: tu propósito desde la despedida en el parque llevando mis manos adonde ni en sueños alcanzaron antes, era matarme.
Lo digo consciente de mi falsa interpretación. Por naturaleza las princesitas llevan una estaca que no dudan en usar hasta las últimas consecuencias, vean o no amenazado el futuro de su linaje, según entendiste vaya a saber cuándo y no por fuerza gracias a cualquier de los dos él en esta historia.
¿Consuelos? Meses después, nuestra celestina, T, me pidió encontrarte, y justo el año del medio centenario de la escuela la topé en la fiesta. Cogiendo mi mano la escena fue una calca de la anterior. Pedía reposo para la conciencia de quien era todavía su mejor amiga, a pesar de que cambiaste de país y de que te reconocía como una eterna niña consentida a quien la piedad no se le daba.
Ve, guardo los mil secretos con el único otro hombre en tu vida, que T recordó por ti el par de días. Ya te habías vuelto abuela y contabas a los nietos el romance de un par de muy jóvenes, idílicos amantes, en el exótico México al cual los llevabas de paseo. Claro, a las princesitas les encantan las historias estilo viejo operador de Cinema Paradiso: qué mayor placer que los soldados muertos de hambre y frío tras meses de procurarlas.
Desde luego de principio a fin tuve la culpa, así debo juzgarla pues al jugar a los palacios negaba lo que más quería: a la maravillosa criatura cuyo dolor era insoportable para ambos. Corrí a tus brazos como antes a los reflectores, por huir.
Te dejo en paz, entonces. Mi muerte al lado del autobús servía apenas de certificación. Como la tonta balada: puras siluetas. 
-0-
La maravillosa criatura a la que me refiero era Uno, quien vuelve muy fáciles mis viajes por el tiempo pues permanece fijo en un instante eternamente igual y distinto. 
Uno, principio y fin. Cuando él muera desfalleceré poco a poco, sin razón para continuar la estancia.
Que solo tengo sentido como puente y nací con el único motivo de atestiguar las dos grandes guerras, afirmo. Menudos bobos esfuerzos por explicarme ante los demás. 
Sombra desde la azotea sí que soy, por orden tuya.      
     
      

jueves, 16 de febrero de 2017

Desde la azotea III


Mea culpa
Uno por uno y una los voy contando, dándoles el inútil beso posible.
Este hombre encorvado, cuyo nombre seguramente no habrá modo de saber así recorra palmo a palmo las dos cuencas mineras, el par de puertos marinos, preguntando.
Lo que carga encima. Cuánto peso para quien, pues está en juego el mundo, ni más ni menos.
Escribí eso años atrás al encontrarme un álbum de fotos. El hombre camina de espaldas doblado también por sus quizá cuarenta años y su magra humanidad que trabajó arduamente desde pequeño, como cuantos nacieron pueblo, sé bien tras seguir paso a paso el medio siglo que lo explica y ve surgir una nueva clase social en tierras por milenios semi marginadas, que expoliaron a conciencia quienes sin gran esfuerzo fueron barones, condes y marqueses.
En uniforme con gabán, las piernas en pelea con el lodo, lleva lo que apenas puede, fusil, mochila, casco, tras largas, húmedas jornadas y pobre dieta, durmiendo a cielo abierto.
Representa el a solas silencioso del resto fotografiado en grupo o a distancia y así provoca preguntas sobre la mujer, los hijos y padres, el lugar que habitan.
Por entonces y a este lado del mundo un poeta escribía:
Niños del mundo,
si cae España -digo, es un decir-
si cae
del cielo abajo su antebrazo que asen,
en cabestro, dos láminas terrestres;
niños, ¡qué edad la de las sienes cóncavas!
¡qué temprano en el sol lo que os decía!
¡qué pronto en vuestro pecho el ruido anciano!
¡qué viejo vuestro 2 en el cuaderno!(1)
La sociedad informada era consciente: nuestro futuro se juega en España. 
Para mí, nacido años luego, todo empezaba por el abuelo, cuya foto presidía el álbum.
En el balcón, presidiendo el gobierno de tu provincia durante la Guerra Civil, cimbras. Y más lo que hay detrás y está en el álbum abajo, pues no eras sino la representación de ellos y ellas. 
Vengo de este apenas concebible esfuerzo y este dolor. Cómo no ser un fracturado y no cargar con lo poquitito a mi mano de una tragedia cuyo peor momento vino cuando los míos marcharon. Cómo no intentar ser solidario con esos hombres y mujeres cuya gran mayoría quedó para que con ellos hicieran cuanto les dieran en gana sombras acumuladas por cuatro siglos de imperio, inquisitoriales tribunales, negrura y más negrura.
¿Cuántos de las fotos fueron a dar a palacios convertidos en campos de tortura, a fosas comunes ocultas todavía hoy aunque cualquiera conozca su ubicación precisa?
¿Cómo no pedir disculpas por mientras tanto crecer entre alegres saltos en este mi país de milagros? Hablo de culpas y tengo todo el derecho, por cada frívolo guiño, cada día tirado a la basura del auto recreo. Las fotos, las fotos, qué vergüenza la mía.
¿Y el resto del mundo? Demasiado humano se refiere a una pequeña parte donde la tragedia alcanzó tonos mayores, E y S. Otras suelen silenciarse, como esa que vio nacer al abuelo materno suyo apenas mencionado en nuestro cuaderno. Al principio les anuncié que en nuestras viñetas escucho música. Se concibió para una película sobre las tierras de él. Es profundamente melancólica por cuánto dolor suma, como en un reservorio. El tiempo no ocurre, trayendo esperanzas cada vez más hondas, pareciera.     
Si mi casa de clase media en esta ciudad supuraba por todo ello, lo hacía callada, como imperceptiblemente. A su alrededor había heridas no menos anchas y antiguas, cuyo último episodio conservaba la conciencia de los vivos entre una secular, sangrienta memoria. 
Que vine a constatar dos guerras y una se me hurta, declaraba con insistencia hasta cuando no pudo ocultarse más su nueva versión en torno mío. La segunda se libraba en silencio, puerta por puerta, día a día.
Dulce hogar el mío, parecía. Todos hasta la avenida eran así, yo encontraba demonios casi por donde fuera y desde nuestra plácida azotea con Felícitas y contra un espléndido panorama oía a los vecinos desgarrándose entre sí y ante la lija de las horas.
Nadie se me comparaba, entonces y después, en optimismo y sonrisas, ni en miedos y rabietas. Se lo debía a Uno.

Siluetas
Partir al primer día no es un acto memorístico y forma parte de un binomio. Por mi torpeza con las ideas dejo ahí el comentario, nietos, confiando como siempre que interpreten para luego explicarme, si hay tiempo, claro. 
Escribí las tres viñetas con este título a los cincuenta y siete años, sin revisar lo que borroneé cuando transcurría la historia. Había iniciado un nuevo exilio y en el departamento donde Las niñas y la música nuestra Princesita apareció en mi conciencia por primera vez desde aquel domingo que recojo aquí. 
Volvía al poner canciones de nuestra adolescencia, como si estuviera a un lado. Sé de lo que hablo pues de mucho tiempo atrás conocía los vivísimos regresos al pasado.
-Me asesinaste -le decía una y otra vez, por días, contemplando su rostro en la ventana a medio metro, y el adorable gesto de ingenuidad permanecía inmutable.
La primera viñeta estaba bien, la segunda, cursi, era justa y pasadera y la última fallaba al dramatizar el final.
Lo que de entonces encuentro al partir cada mañana queda donde debe.

II
La mañana cuando en el patio de la escuela se descubrió tras el capullo abierto de sus súbditas, la princesita resplandecía de arriba abajo: el suelto, largo cabello amielado, los ojos de avellana, los pródigos labios, los brazos duros, frescos, jugosos; las perfectas pantorrillas, la insinuación de los muslos y su cuenco, el permanente aire de recién salir de la regadera, la sonrisa de niña pícara e ingenua.
Apenas podía esperar para hacerme de aquella piel, de su aroma, del peso de su cuerpo contra el mío, del sabor de la boca, y del alma que insuflaba todo eso. Mía sin rastro de duda, deseaba, y la constatación no era un invento. Para mí, por entera, de entonces hasta la eternidad, que juro existía. Tanto, habría de comprobar durante el siguiente año y medio, que no costaba entender la decisión de Romeo y Julieta: impedido aquél, darse la muerte era el único, obvio paso para asegurar su tenencia.
Antes de ella el mañana había empezado a instalarse por primera vez a mí alrededor. Era a él a quien daba de patadas la primera generación de adolescentes en el país. Yo dejé de hacerlo, no tenía caso: no había más que ella, principio y final, no importa si nos veíamos sólo entre clases, el fugaz momento en que esperaba la recogieran al terminar y una tarde cada dos o tres meses, cuando el padre a su pesar se condolía.
Nos quedaban, sí, las diarias horas al teléfono, atravesadas por silencios mucho más elocuentes que las palabras, en el mundo que no iría a ningún lado pues no tenía dónde: estaba en el modesto, armonioso rincón hecho por mama en la planta baja para acunar su rotura, muchas veces mayor que las dejadas por Roldán cuando su descomunal espada bajaba por el centro de sus enemigos –y escojo con cuidado la imagen tratando de aproximarme a lo que recoge Fantasmas, otra viñeta de estos cuadernos. 
Por la encortinada ventaba al dulce oriente de la tarde, las ramas en sombra de la jacaranda sin flor a su frente se columpiaban en la síncopa permanente reinventada por el viento, circular regreso al origen, a la manera de los pájaros para quienes el día era nuevo cada vez, según me descubrió el hermano pequeño. Por la raja imperfecta entre el par de telas, un rayo de luz también siempre nuevo encontraba objeto volviéndose el escenario de las motas de polvo, bailarinas que se reían de la gravedad, al péndulo del reloj cucú. 
Consciente todo de su único servicio: acompañar de mi lado nuestra historia sin historia, pues pasado y futuro no existían aun como espera de la mañana para vernos. 
En el regazo de la princesita vivía, con su cara de dulce pegada a mis ojos, columpiándome en su sensación, de día y de noche. No había espejo. La imagen que me devolvía regresaba con tal prontitud a su presencia o su sugerencia, que ni un fino papel cabía en medio, instante obturado.
La princesita daba la impresión de compartir el sueño –digo sin la menor duda de que era así, L; lo digo a ti sino a la reservadas letras, en las cuales hago el viaje a solas-. Al menos eso parecía decir su mirada, la forma en que alojaba el cuerpo en mi costado o giraba la cabeza al intuirme, la voz de campanitas o en desmayo, sus manos, la escueta boca que permitía dejar contra la escueta mía, prudentes ambas por el convencimiento, creía yo, quizás los dos -de nuevo el absurdo titubeo duda, L-, de que tendríamos mil años para esculcarnos.
Te convoco ahora, en el momento y no en el recuerdo, y aunque me convenzo o quiero convencerme de que las palabras salen sobrando entre los dos, no puedo evitar decirte que el término es exacto: te adoro a la cerril manera de quien contempla lo que cree imprescindible para garantizar su estancia. Me completas, sin ti vacilo y te siento desdibujarte si no me tientas de algún modo.
Me detengo frente a nosotros recargados en la barda, nos miro fijo y apostaría mil a uno a que no está la pareja de jóvenes a un metro, quien pasa por detrás rozándonos, el resto del río alborotado al salir de clases, los gritos que nos dirigen, la urgencia del claxon de tu hermana.

III
Siluetas encabezaba la interminable serie de ridículas baladas de mis quince años, ya dije, y olvidé contar que para tu primer cumpleaños juntos el joven de la tienda fracasó en el intento de venderme el disco apenas desempacado cuyo lanzamiento llevaría a la gloria a un entonces anónimo grupo nacido en otro país.  
Cuando compré el que la canción de tus sueños pedía, debí advertir por vez número mil más lo que me aguardaba. Servía como tema a una película cuya esquizofrenia era de nivel superior. En la escena que te llevaba al llanto, un padre y su hija adolescente hacían el amor en una señorial casona no muy distinta a la tuya, entre el arrebol cortesano presidido por un obispo. Representabas allí tu lugar en el harem de un viudo con cuatro hijas. 
Pregunto qué esperabas aquella mañana del interminable segundo en que otra mano tomaba la tuya bajando el autobús, tras las conmiserativas, expectantes miradas de tu ciclo escolar por las ventanillas.  
En realidad, y sabes cuánto habló a lo exacto, nada en pie debió quedar en mí y apenas ahora, de nuevo con una conveniente inocencia, entiendo por qué te ensañaste los minutos después apoyando tu cuerpo contra el suyo. Estabas decepcionada. Querías verme aun más a la deriva de cuanto los demás recordarían al revivir sus tiempos escolares: el simpático que no debe faltar, hecho un guiñapo para no reponerse nunca, quizá y Dios quiera. Una pequeña leyenda, pues, donde, espléndida, echabas el escupitajo que merecían años entre quienes despreciaste siempre y te hicieron reinar como no podrías en cualquier otro lugar.
Lo digo con la misma absoluta seguridad que durante dieciocho meses y seis días te declaré amor infinito veinticuatro horas diarias sin fugas, entre mis quince y dieciséis años haciendo a un lado las palabras, fútiles según entendías a la perfección. Así, pues, digo a quien quiera escuchar en el pequeño, apretado universo alrededor de la barda roja: tu propósito desde la despedida en el parque llevando mis manos adonde ni en sueños alcanzaron antes, era matarme.
Lo digo consciente de mi falsa interpretación. Por naturaleza las princesitas llevan una estaca que no dudan en usar hasta sus últimas consecuencias, cuando ven amenazado el futuro del linaje, según entendiste vaya a saber cuándo y no por fuerza gracias a los otros dos Él en esta historia.
¿Consuelos? Meses después nuestra celestina, T, me pidió encontrarte y al conmemorarse medio centenario de la escuela aquella nos topamos. En ambas escenas pedía reposo para la conciencia de quien era o luego se reclamaba todavía su mejor amiga, a pesar de que marchaste a un nuevo país y te reconocía como una eterna niña consentida a quien la piedad no se le daba.
Ve, guardo los mil secretos con el único otro hombre en tu vida, que T recordó por ti el par de días. Ya te habías vuelto abuela y contabas a los nietos el romance de un par de muy jóvenes, idílicos amantes, en el exótico México al cual los llevabas de paseo. Claro, a las princesitas les encantan las historias estilo viejo operador de Cinema Paradiso: qué mayor placer que los soldados muertos de hambre y frío tras meses de procurarlas.
Desde luego de principio a fin tuve la culpa, así debo juzgarla pues al jugar a los palacios negaba lo que más quería: a la maravillosa criatura cuyo dolor era insoportable para ambos. Corrí a tus brazos como antes a los reflectores, por huir. 
Te dejo en paz, entonces. Mi muerte al lado del autobús servía apenas de certificación. Como la tonta balada: puras siluetas. 

Fantásticos años
-Cuenta - pide P.
-¿Qué? -pregunta N entrando a escena en nuestros diarios encuentros por la pantalla al amanecer.
-Como unas señoras y unos señores de muchos pueblos se juntaron para contarle al Cuac una historia muy interesante.
Tardo en entender porque a ella le atrae más que la increíble fuga de cuatrocientas personas ocultas por diez años en sótanos, habitaciones con doble fondo y montañas, su reunión clandestina para reconstruir los hechos. Luego recuerdo la emoción de esos días y del tiempo todo en el país donde nacieron mis padres y abuelos, acompañado por Él, regalo cuya maravilla seguía asombrándome, y Ella, quien me odiaba cada vez más, prisionera de sí en lugares que nada le decían. 
Mis viajes a la aventura, pues en tal se había convertido también aquél, fueron extraordinarios, vuelvo a saber gracias a P, la Inesperada, absorta en su viejo que comprende cuán cerca está de morir así viva cien años.
Trata de imaginarme en casa de Dosy, la peluquera, en el pueblo minero, con la pequeña, hermosa, golpeada, resistente comunidad que me cuenta porque soy no un historiador o periodista sino nieto del casi mítico Belarmino.
-0-
No escribí esa y otras muchas historias a las que me condujo alterar el viaje programado. Los jefes de los fugaos, Mata y Arísitides particularmente, me contaron lo suyo con un minucioso detalle, y tuve entonces cuanto precisaba para encargarme de uno en la serie de trasgresores volúmenes con que T recién inició el camino de su celebridad. 
Me conocía muy bien y a mi casa no llegó una invitación sino el contrato. Rechacé la oferta apenado con él, con el proyecto editorial que formaba parte de un esfuerzo por bien dirimir la coyuntura española tras morir el gran maldito nacional, y con Dosy y los demás. Había dos sencillas razones: Mata no quería divulgar detalles de una herida que no cicatrizaría jamás y Arístides aspiraba a publicar por sí mismo. 
Con tiempo podía hacer algo muy interesante. Lo llamaría Del llano y el monte y dando su merecida dimensión a miles de anónimos hombres y mujeres, probaría la íntima, dramática relación entre los pueblos y quienes se mantuvieron armados en las montañas. 
¿Y el solo relato de aquella fuga en 1948? ¿Qué hice en la memoria personal y pública de mi fascinante viaje? Cien cintas grabadas siguen preguntando, cuarenta años después, si se perderán. 
De hecho fueron dos viajes en uno. El segundo me llevó con quienes asaltaban el cielo ya antes de que el gran asesino muriera. 
Los encontré seguros de que su asalto al cielo sería imparable. Filiberto, el Santo Lugar y su viaje me habían preparado para en segundos penetrar muy dentro de donde se necesitara.   
Busca en ti, Él, a ver si encuentras algo de esos días.
Eras el niño más hermoso y no por la rubia, ensortijada mata por la cual te celebraban. ¿Dónde estarán los rollos de cine casero, testimonio de tus despertares, paseos, etcétera?

el viaje que continuaba o se adelantaba a otros también excepcionales. 

 ¿Volverlos libros? ¿A quién carajo interesaba? ¿Era posible, incluso? 
S tenía varios años menos que yo y su belleza a lo botella de perfume desquiciaba la recámara que los padres me destinaron para cuanto deseara. 
-¿Nos saldría cola de cochino? -preguntó una tarde sobre la cama. 
No necesitábamos jugar a Fausto, pues, y el infierno que resultó mejor que cualquier cielo fue nuestro.
Hasta aquí me negaba a contar mi vida tal cual, nietos. Ya no.  

Para morir iguales
En cinco meses y por pedido escribí un libro sobre el Santo Lugar. Es malo y recoge muy poco de la intimidad que debía recuperar. ¿Algo puede rescatarse, pues no hay tiempo para más? 
Hace mucho un amigo vio en la experiencia al "rey del barrio solidario del futuro", formado por cientos o miles.
En Desde la azotea hablo de los diarios viajes en suburbano que me conducían allí, un barrio contiguo al de donde crecí, milenariamente vinculados entre sí y a un tercero. Para el Rey eso importaba poco y mucho a la vez, porque en él confluían infinidad de sitios regados por dos millones de kilómetros cuadrados.   
Su mayor secreto era ese, quizá: la extraordinaria variedad de sus orígenes. Nabor, por ejemplo, nació en un exuberante pueblo a trescientos kilómetros hacia occidente; el Guitas y los suyos vinieron del semidesierto del norte; y Mario y Gulia eran costa negra oriental pura. 
María no hablaba español al llegar y luego seguía pensando en su lengua nativa incompresible para Artemio y Joel, quienes tenían propias. 
Cada uno y una llegaron siguiendo a antiguos vecinos, con quienes continuaban formando familias extensas, a ratos de cien, doscientas o más personas.
A primera vista se hacían Rey en las fábricas y en consecuencia madres y hermanas y hermanos pequeños parecían su excrecencia. No era así para nada, pues el interior de una factoría resultaba inconcebible sin los hogares que le enviaban operarios. 
Un segundo amigo me regañó por el libro. Creyó conocer la experiencia, no entendió nada y desde luego reservé mi tiempo para algo mejor que contestar a tonterías usuales y muy significativas. 
Sobran quienes como él buscan en los procesos populares lo que valide propios propósitos. Si las luchas fabriles sirven a un pequeño, temporal cambio del cual y al paso ellos resultan beneficiarios, aplausos. Sino el asunto sale sobrando.
Décadas después ese mismo hombre dijo reveladoras palabras a jóvenes que preguntaban por los movimientos contemporáneos al Santo Lugar. 
-¿La lucha magisterial? Por favor, no me hagan gastar tiempo en tonterías. Hablamos de lo nuevo, y aquella es lo más viejo concebible. 
¿Cómo se hizo cigüeña cuando después los maestros probaron ser el único sector con capacidad para detener el horror?
No dirimo rencillas personales, E y S. Ese hombre y yo seguimos colaborando, si bien y desde luego nos queda claro que desde siempre cada uno representaba cosas distintas, por más que no lo pareciera. Y no se trataba de preferencias políticas. Es fácil entender, entonces, que él viva en un barrio próspero y mi casa esté en una antigua vecindad, o que vista cada vez más el traje de respetable académico al cual accedió décadas después de que yo obtuviera reconocimientos por la misma profesión. Buenos y malos deben buscarse en otra película. Esta trata de rumbos o planos. 
Un tercer amigo, a quien cito en Red de agujeros, persigue hace mucho al México profundo y no fue por él y mi adicción a sus ideas, que percibí al Rey. Me gritó. Lo hizo antes de conocer el Santo Lugar, en otro barrio que llamaré De Filiberto, el zapatero industrial al cual debo la ceremonia iniciática. A ese hombre lo menciono en Desde la azotea. Sin merecerlo fue internado en un psiquiátrico y libre luego se le expulsó del paraíso, porque eso era el suyo y eso el nuestro. ¿Casualidad?

Fez
Me dio por llamar Fez a todos los lugares fascinantes, ajenos a la cultura occidental aun estando en su seno. 
Empecé a hacerlo apenas mis padres volvieron a su país -¿lo tenían o fueron inventándolo a partir de una pequeña región?-, después de que Él y yo viviéramos allí. 
Contaban con la frecuente visita de hijos y nietos y yo ni quería ni solía tener recursos para lujos a los cuales no aspiré nunca -discurso éste un poco falso si se refería, por ejemplo, a ropa; o a habitación, pues aunque fuera a costo bajo y odiando a los vecinos, tenía un hermoso departamento en el barrio señorial, como lo llamo, y cuando se precisaba refugio corría a la casa que ellos, papá y mamá, dejaron, con sus acabados dignos de un banquero, y no exagero ni un cuarto.
Los idiomas costaban enorme trabajo a mis oídos y no a mi entendimiento, y justo entonces y por azar compré Le médecin de Cordue, una novela histórica que seguía a Maimónides, el gran filósofo judío andaluz. Ahí comencé a interesarme en un tema sin aparente relación con mi vida transcurriendo entre el Santo Lugar y la paternidad asumida pasionalmente: España, natural extensión de África desde tiempo inmemoriales. 
Ni a Juan le conté mi desliz producto del primer viaje con él y de la vital España que fui a buscar tras morir el Asesino. Aquello me permitiría aceptar diez años luego una beca absurda para darle continuidad, digamos, a La invención de América, un extraordinario ensayo -con algo debía mantener a mis crías, ¿no?  
Fez fueron entonces todos los sitios que secretamente conocí aprovechando las visitas a mis padres: Fez mismo y Marruecos en general; Sevilla y poco más en Andalucia; Portugal, Argelia y el borde occidental de la negritud. 
Fez habían sido los barrios musulmanes de París, que entreví con el propio Juan, y hasta Malmo, Suecia, solo y aterido de frío y miedo en mi primer viaje fuera de México.
La loca y abortada aventura por el Níger con P, va siendo menos una mera ocurrencia. Qué tan raro es lo raro para un clasemediero mexicano en pleno desarrollo estabilizador, se deduce por la lectura que a nuestros diecisiete años -1965- me hizo Ana de El cielo protector, novela cuya adaptación cinematográfica puso a viajar mentalmente a la Tic en 2008.
El libro en su primera edición y así en inglés, ocupaba un espacio privilegiado de la biblioteca familiar, porque cuando era joven don Luis conoció al autor, Paul Bowles, que entonces vivía en México con una singularísima mujer. 
En nuestros juegos Ana y yo nos perdíamos por callejuelas marroquís o cruzábamos el Sahara -aunque confieso que yo me sentía mucho más cómodo en Aden, Arabia, adonde me llevaba Paul Nizan.
Soy la persona menos cosmopolita y con más caótica formación literaria -si así quiere llamársela, pues suena horrible la frase-. Viajé poco fuera del país, para un tipo con mis orígenes, y siempre procuré el calor de quienes conocía. Buscaba lo igual y no lo distinto.
Nueva York, y no solo Manhattan, lo vi tres veces. Una, de junio a diciembre. Casi todo era Fez, si se evitaban las rutas turísticas o a los ex marines con bares -que también fezeaban y hartísimo, al modo de Nostromo en impresión en positivo; o sea, telúricamente siniestros.
Ya dije que tengo el callejero don de que las almas en pena se me acerquen para apapacharlas o guiarlas. En Estocomol y Berlín rompí records de asistencia a forasteros extraviados, y en NY me gradué. Eran estadounidenses provincianos que no me soltaban hasta llevarlos a su destino, así diéramos mil vueltas, pues yo estaba peor que ellos.
El gran amigo allí lo hice recién bajó del autobús que había tomado en su natal Detroit. Ni en las fuentes del Níger se encontraba un hombre tan negro como él ni más tembloroso ante una urbe de hierro, aunque trabajó toda su vida en la industria automotriz.  
Venía a quedarse con el hermano, que aquella noche supimos traficaba droga out-Harlem. Buen tipo éste y entrañable su numerosa familia extensa apretada en un decoroso departamento, cuyos corazones gané por ser fan de Otis Redding.  
¿A qué esta retahila, nietos? No sé. Quizá solo quiero decirles que si aspiraban a conocer íntimamente a su abuelo, fracasarán. Y así yo a ustedes, y juntos, a Él, a quien ven todos los días y por fuerza se les escapa. Sin dar mayores detalles, debo informarles que antes de nacer sus niños esa tiernísima personalidad pudo haber girado ciento ochenta grados el destino propio. ¿Cuántos lo sabremos? El significado real está fuera de mi alcance, pues así es naturalmente y porque me limité a escuchar lo que necesitaba decirme.
Su tío, el Nuevo, quedó a vivir solo a los catorce años, en la pequeña ciudad adonde llegamos ocho años antes. Responsabilidad con patas, no hubo cómo negarle la petición cuando Ella -¿resurrecta, entonces?- y yo marchamos, desde luego cada uno por su lado y en sustancias incompatibles, si recuerdan Tiempo de caminar
El viaje interno que hace desde entonces es un misterio. Bueno, si en ese tiempo vivió maritalmente, ya calcularán. 
Hoy estamos a martes y el viernes me hizo una consulta no como el brillante investigador en ciencia básica y aplicada que resultó, sino en calidad de coordinador de la carrera.
Caras vemos, almas tal vez conocemos, y de existencias internas y días que transcurren minuto a minuto, ni idea.
En cuanto al tiempo y el espacio, basta recordar que en los sesentas yo andaba en la Fez del siglo XII, la Aden de 1932 y el magno desierto africano de poco después. ¿Gracias a los libros? En parte, apenas eso.
No vi a quienes escuchamos y sí a sus parientes cercanos y lejanos. De algunos fui amigo en el barrio sobre el atolón donde Él me esperaba cuando iba a encontrarme con Dosy, Pepe Llagos y demás. Tenían allí sus tablaos y, delgado y de imprecisa piel blanca, solía pasar como bailarían o cantor. 
A veces hacía de uno más también ya no Sevilla sino en la propia Fez, donde eso no era fácil pues la gente se parapetaba siglos atrás, orgullosa del reto al tiempo que su ciudad significaba.
Con la proximidad a esos y mujeres se siente el circular de historias a miles. Sucede en cualquier sitio. Desde luego si a uno le parecen mero paisaje o peligro, y huye a lugares refugiados, iguales en Tinbuctu que en los Campos Eliseos, no percibirá nada.      
En Malmo aprendí un recurso que usaría siempre que el idioma amenazara exhibirme: hacerme el sordo. Por las cuestas feitas, de gran circulación y paseo, debieron llamarme, justamente, smak, o algo así, ya que abundaban los turistas preguntones.
Cuando la Inesperada se entusiasmó con marchar al Níger, imaginé lo feliz que sería yo sin el engorro ese. Porque todo lo entiende la indina, le hablen en lo que le hablen. 
Hay un truco en esta nota, claro, Ohsis. Ahora se les aparece un abuelo girando a lo largo de su vida por aquí y allá, sin detallarles nada. Se trata del abuelo otro, que no puede intuirse en la fábrica-pueblo, etcétera.
Más allá lo importante: el mundo ancho y ajeno no es solo el titulo de una novela. 

Sombra
Un jueves a los sesenta y nueve años escribo: 
Fuera de ti no quepo más, Tic, entendí tras vernos hace rato. Las calles son el único lugar que me arropa ahora. Quise convertirme en sombra y lo conseguí a extremos incalculables para mi abuelo. 
Es un estado extraño. El domingo escribí: ¿Soy el que de tanto cavilar pareciera no poder consigo o quien juega en la calle a patear traseros con los nietos? ¿O solo el come hamburguesas de medio kilo, una malteada doble y helados a discreción, pues ya entrados El que sigue, ¿no? 
Casi enseguida continué: Al marcharme, Él se dio cuenta: Papá empequeñece según avanza rumbo al taxi. Me despedía. 
Hubo una escena idéntica semanas atrás y seguirá repitiéndose. Es que nunca sé cuándo hago la definitiva.
Ayer prometí a Suertudo, el genial gato niño, que aprenderíamos a comunicarnos fluidamente. 
-Apuremos, carnal -le digo en este momento -y a buscar quién puede recibir a un mínimo sin complejos.
Doy una batalla por el miau y mis vecinos ayudan a pesar de los problemas que les causa, pues unos jóvenes narcomenudistas descubrieron, creo, las virtudes gatunas para proteger piedra -cocaína de infame calidad destinada originariamente a destruir barrios negros estadounideses- y tienen tres pequeños felinos. Los corren cuando quieren y por necesidad se volvieron plaga, meándolo todo. Cada poco entran en nuestro departamento a robar comida, ahora siguiendo el genial camino que Suertudo encontró. 

La pasión según FB
Sigo sin entender qué historia debe contarse, Niña. ¿Ninguna, fantasma de ti?, pregunta el fantasma mío.
Hace poco y en el epílogo para mí de diecinueve meses y para ti de minutos, en apariencia al menos, dijiste que te recomendaron borrar nuestros tres años imprecisamente juntos.
Escondo tus señas de identidad, entonces, y sigo empeñado en bien relatar lo que muy merece la pena, transcurrido mayormente por el viento.
A viñetas como cuanto hago, estas pecan de inmaduras, cursis a buenos ratos, y al final tienden a un cierto cinismo, cierto, tan sólo, pues no incluyo las que descubren ni el rostro más frío ni el más encendido. Las presiden unas palabras: El deseo es amor. El deseo absoluto es amor absoluto. Cuanto más cavaba en ti más infinita te volvías. Por eso nada llenará tu hueco.
-0-
¿De quién hablo, E y S? ¿Ven a su abuelo entre jóvenes con las que intercambia miradas apasionadas y líquidos corporales? ¿Lo imaginan proponiendo juegos dignos de una película erótica o pornográfica sin más? ¿Dónde y cómo?, ¿de pie, sentado, sobre la cama, en el parque, a media calle?, ¿en lugares que vivió con ustedes? No vomiten, por favor -jeje virtual.  
En todo caso hacerse viejo fue emocionante también en lo pasional, por ello y por el vehículo que en distinto grado empleé o me empleó o ambas cosas. La virtualidad significa una revolución de tiempo y espacio tan trascendente como esa que seguimos en Demasiado humano
Así pensada, quizá debo usarla para comprender mejor lo que nuestro cuarto cuaderno empieza buscando entre una caravana por el norte africano durante el siglo XIV.  

Última función
Esta viñeta debía llamarse Plañidera o Mentiroso, les dije en una, S y E. Hablaba allí de las tareas con movimientos sociales para hacer martes y miércoles cuando soy casi setentón. Presumiéndoles mi currículum daba luego un salto al año previo a que nacieran ustedes, cuando me mudé a este departamento. 
Los campamentos, locales, calles, donde transcurre la resistencia central están a un paso, decía y enseguida: 
En ¿Una novela? el abuelo exige me convierta en portavoz de las buenas nuevas futuras y le contesto que escogió mal al interlocutor, por mi modesto papel. Si les hago creer algo distinto, nietos, corrijan, por favor.   
Y terminaba con un ocurrente luchamos por quienes lo hicieron antes, sobre todo, reza la máxima. Lo siento, mama, soy fiel a ti, aunque te apenarías de verme aquí. 
En cuanto a la pena de ella hay otra viñeta que corrige. Madres, se llama.
Mis tentaciones autobiográficas son una peste, excepto si me detengo en un momento para expurgarlo o pasan al vuelo dejando su sugerencia.
El final de la viñeta estaba bien.
-¿Entiendes, abuelo? ¿Qué coño voy a hacer con el mensaje del utópico futuro?
-Calla y llévalo. 
-Minero tenías que ser, por terco.
-¿Llámasme bruto?
-¡Ay! No me des más coscorrones.

Ana
Dieciocho años los dos y vivíamos juntos. Eso era muy precoz en la época, al menos entre las clases de donde procedíamos.
Terminó tu curso en San Franciso, llegaste un domingo y el lunes me buscabas en la universidad. Espía experta, te tomó nada encontrarme. Nuestro enero benévolo arropaba al sol sin que yo lo percibiera. De verdad había muerto en noviembre y la joven a mi lado por el enorme jardín intentaba entender los motivos. Junto a ella un mutuo amigo ocasional. 
Imagino que calculaste cómo sería mejor tu acercamiento hacia mi espalda. 
-J -escuché a cinco metros. 
No sabía cómo reaccionar. 
-Jamás nos separaremos -habías dicho un año atrás, sin que yo entendiera bien a bien, y nuestras cariñosas, prudentes cartas se interrumpieron cuando la Princesita hizo su obra. 
Estabas todavía más hermosa que antes y tuve miedo. Yo tan pequeño, tú un producto incomprensible para quien fuera. No guardaba expectativa alguna, excepto la amistad incondicional, y aun así quise correr. 
Nos miramos, los ojos se te enjugaron por primera e inesperada vez. El llanto no era para ti, sabía cualquiera que no entendiera, incluido yo, el personaje en que me convertías.
Espera, corrijo la mala manera de contar. Lo intentaré, siquiera, mientras la Inesperada hace un esfuerzo de comprensión y no porque "lo que no fue en tu año no fue en tu daño".  
Nuestra historia, Ana, resulta excepcional gracias a sus continuas fracturas y a los extrañísimos protagonista que representábamos. Debe sacársele partido. 
-Caminamos porque tropiezas -afirmarías después. 
Empecé a hacerlo con la Princesita y seguí al convertirme en universitario. Nada hacía sentido para mí y aquél año ni me inscribí. Quemaba las naves, como se dice, sin objetivo.
Conocía ya el falso barrio bohemio en gestación y robaba en casa, pequeños ahorros de mamá, por entonces, y no todavía caras botellas y centenarios. Era mero vil desastre, y el dolor no me justificaba. 
Tú, perfección personificada, enajenabas el futuro en nombre del pasado familiar, renunciando a lo único que querías, que te urgía para andar como dios manda: hundirte en el país, en sus pestes y sus maravillas.
Vivirías a través mío y ahora quién sabe cuánto contaba salvarme y cuánto el aprovechamiento de mis infortunios. 
Conté antes como hicimos el amor en donde primero se pudo, por iniciativa tuya. No nos habíamos besado una sola vez. 
La Señorita Todo lo Puedo y Calculo hizo planes en el avión y me llevo a nuestra casa. Así de simple. Para las doce del día J sin oficio ni beneficio, muerto en vida, tuvo la más hermosa joven y un elegante departamento -al mes nos cambiaríamos al cuarto de servicio, cierto-. Nos faltaban meses para cumplir los dieciocho.
Usabas el auto de tu hermano, para su coraje y sin que supiera. Pedí ir atrás porque mi placentera confusión se sustentaba en la certeza de que no te merecía.
Nuestra casa, subrayé, pues eso sería y eso dijiste al arrancar. No entendía nada. Estaba destinado a ello, pensé meses atrás, y he aquí la confirmación, dije en silencio mientras mirabas por el retrovisor.
Lo intuías y evitabas convencerme de otra cosa con discursos. Tu gesto se planta en mi ventana, cincuenta y dos años más tarde.
Paramos para hacer la compra. Era un perrito tras de ti. 
-Deme tal y cual -pedías a la dependienta sin consultarme por respeto.  
El día regresó a su viejo esplendor en nuestro valle. Te espié. Las cien intensas jornadas juntos enviaban mensajes encontrados. Me extendiste una moneda.
-Ten, llama a tu casa.
Cumplí la orden.
-¿Por qué, Ana? -pregunté sin palabras.
-Eres de una ceguera increíble -responderías después.
Entonces, todos los demás estábamos ciegos. Ese romanticismo tuyo lo envidiaría la literatura francesa del siglo XIX. Yo tenía con boleros y Beatles. Paul Nizan y Jules et Jim estaban por llegar para mí.  
Sigo contando mal. No tengo remedio. En fin.
Mil cosas me ronda la cabeza, de cada uno de los dos. ¿Cómo fueron tus primeras experiencias sexuales, con el púber pescador? Las mías empezaron todavía más temprano, madurando gracias a María, tan joven como yo, quien trabajaba de sirvienta -sin eufemismos- en el hogar paterno. No la compelí y ella se enamoró. Darme cuenta dolió. Terminaba siendo un aprovechado cualquiera. 
Nuestros encuentros eran primitivos a pesar de mis juegos con otras y otros, que anunciaban cierta perversión. 
No hubo más hasta ti. Conocía bastante bien tu cuerpo por la confianza en el trato, que permitió verte desnuda o semidesnuda -cuando te bañabas sin saber que había entrado a tu cuarto o al cambiarte la ropa.
Me inquietaba de un curiosa manera. En ella habrías apreciado lo que significabas para mí. O, más bien, lo confirmarías, pues por fuerza te dabas cuenta. ¿A qué tu sorpresa ante la ceguera de J? Esa seguridad al buscarme y decidir por los dos es elocuentísima.
Es complicado hablar de mis sensaciones ante tu cuerpo en un tiempo en que la Princesita, L, lo ocupaba todo, parecía. Tendríamos la vida entera para esculcarnos, según reglas sobrentendidas, y el intenso deseo que experimenté muy pronto se transformó en vaya a saberse qué.
B, la sensual, atrevida compañera a quien servía de cómplice, extraordinariamente madura para mí, fraterna me alentaba a recrearla con los ojos y la imaginación. Gracias a ella presumía cuán lejos puede irse en el placer. Con L llegó la esquizofrenia. Moría por su boca, sus pequeños senos, sus bien torneadas piernas, sin apremio. Apenas eso.
Jamás me masturbé con ninguna de las dos y no recuerdo si continué una práctica desarrollada a conciencia hasta entonces, que seleccionaba a una amiga de mamá, a una falsa prima diez años mayor que yo; a la madre de un vecino y una joven vecina. (Contar en primera persona tan a menudo como yo crea vicios terribles.) Tampoco contigo, Ana, desde luego. 
Vivía en un permanente columpio sensorial sin solución. Calcula entonces el amoroso.
Verte contra el auto abriendo la blusa fue una de las más desquiciantes experiencias en mi vida. Por el camino me habías besado largo, con tibieza y pasión -puf, qué mal descrito; sin imágenes ni detalle no se puede.   
-Intenta curarme -pensé. -Está conmovida.  
-Te quiero -decías y confirmabas mi idea. 
La entrega fue otra cosa. En verdad me deseabas y no tenías prudencia alguna.
-Al mundo lo tomo. No hay diversiones ni cotos. 
Tardaría mucho para encontrar alguien cercano a ti en el sexo, en su desinhibición.
La clase social y la estirpe se manifestaban también ahí. Tu novio aquel, con quien te conocí, lo fue realmente, así su romance durara unos meses. L, niña rica de primera generación, y yo, un clasemediero modesto, en año y medio nos limitamos a escarceos. Santa Virginidad mandaba tanto como el presidente de la república. Imagino los encuentros con el muchachito costeño.
Cuanto guardaba se explayó en ese momento, sin faltar mis fantasías al autosatisfacerme. Un ancho camino quedaba despejado.

Me pregunto si nuestra casa estaba en veremos antes de tomarte. No, claro. Dos años antes habías decidido quererme y aplaudirías hasta mis tropiezos amatorios.

Fin
No sé dónde irá esta viñeta que sirve de final al cuaderno, E y S. Encuentra a un hombre recargado contra una patrulla policiaca apenas entraron las sombras. 
Termina allí el trazo planeado de la más o menos pequeña ciudad que el calor abrasa, entre una exuberante vegetación tropical.
Nuestra secuencia debería empezar con acción y por mínimo respeto la evita. Podría arriesgarme a dramatizarla, gracias al conocimiento acumulado por muchos sobre el infierno de esas horas que inician. 
Temo también describir los restos, pues eso son y no un cadáver, cuya aparición hacia el extremo contrario de donde estamos señalará a X, el hombre en quien fijo la atención.
-Nunca estuviste en Hiroshima -me dije mientras hacía el libro que cité, repitiendo la insistente frase de una gran película- y así no conoces sino los dichos, no importa cuán confirmados estén. 
X tiene entre cuarenta y cincuenta años y un currículum de violencia y corrupción como policía, en esta y otra distante región. A él culparán con dolo por la tortura del joven desollado. 
Podría pensarse que nuestro personaje debió ser un oficial militar cuya actividad intentan seguir quienes investigaron detalladamente los hechos. Dirigió las operación, todo indica, y su identidad se escurre no solo en las actas levantadas. El archivo del propio ejército emboza su historial. No se dice allí siquiera qué tarea cumple hoy ni en cuál lugar.  
Como sea, se trata de un mando y yo busco a quien pueda comparar con El hombre de piedra que sufrí en la fábrica-pueblo: un bruto sin más.   
Nacido en este sitio, muy joven entró a la policía regular, uniformada. Saber cuándo parecería importante pues el crecimiento de la violencia es exponencial. 
"Hallan diez fosas comunes más en los alrededores", informa un diario meses después. “...todo el cerro seguro es un panteón, todo el municipio”, dice un hombre que busca a su mujer y sus hijas y no a los jóvenes desaparecidos cuatro horas luego del momento que escogimos para contar. A ellos los calcinaron en un basurero para echarlos enseguida al río próximo, aseguran mentirosamente autoridades nacionales.
Sus familiares investigan, hallan tres nuevos cementerios clandestinos y precipitan la búsqueda de quienes durante los últimos años se esfumaron en la nada también, uno a uno y sin connotaciones políticas, como ahora. Tres lustros antes un gran escritor especializado en esta región dijo a la grabadora"Con la marginación vino la producción de estupefacientes y por supuesto el fortalecimiento de las cúpulas que hacen difícil descifrar cuál es la red de poder, impunidad o presión que se da".
"A fines de los 1980 (...) empiezan a manifestarse estas violencias, estas señales de secuestro y asesinato, que van a dar por resultado muchos movimientos sociales", agregó el defensor de derechos humanos a quien Ana seguía al morir, cuando lo entrevisté por otro motivos. "El ejército en Guerrero -continúa su compañero -es desgraciadamente una historia llena de sangre (...) para los mixtecos, para los nahuas y los tlapanecos (...) Me hace recordar Barrio Nuevo de San José, cómo matan a un campesino y a su hijo, allá en el municipio de Tlacoachistlahuaca. Después de esconderlos, llegan sus mujeres a buscarlos y todavía las violan, y hasta la fecha esa gente esta ahí en esa comunidad."  
Guerra sucia llaman a la represión de los grupos guerrilleros en los años setenta en todo el país. Para el estado donde nos encontramos y es nuestro escenario principal en Red de agujeros, la historia continúa hasta hoy. Quienes allí vemos tendiéndole una celada a los campesinos, eran policías regionales. X, pues, pudo enrolarse en cualquier momento. Asociarse al crimen organizado resultaría solo un extra que hoy le permite actuar a la vista pública no en descampado sino en plena ciudad, cebándose con quien quiera y no solo con hombres y mujeres del campo que resisten abierta o indirectamente.     
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