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miércoles, 22 de febrero de 2017

Siluetas. II y III (terminadas)

Partir al primer día no es un acto memorístico y forma parte de un binomio. Por mi torpeza con las ideas dejo ahí el comentario, nietos, confiando como siempre que interpreten para luego explicarme, si hay tiempo, claro. 
Escribí las tres viñetas con este título a los cincuenta y siete años, sin revisar lo que borroneé cuando transcurría la historia. Había iniciado un nuevo exilio en el departamento donde Las niñas y la música y nuestra Princesita apareció por primera vez desde aquel domingo que recojo aquí. 
Volvía al poner canciones de nuestra adolescencia, como si estuviera a mi lado. Sé de lo que hablo pues de mucho tiempo atrás conocía los vívisimos regresos al pasado.
-Me asesinaste -le decía una y otra vez, por días, contemplando su rostro en la ventana a medio metro, y el adorable gesto de ingenuidad permanecía inmutable.
La primera viñeta estaba bien, la segunda, cursi, era justa y pasadera y la última fallaba al dramatizar el final.
-Qué lástima -pensaba porque había todo para reproducir un gran clásico. 
Luego quise hacerlas el guión de cine que una amiga urgía asegurándome la producción por su puesto en X lugar. 
Fracasé sin más. 
Dejo esas dos últimas como estaban. Lo que de entonces encuentro al partir cada mañana queda donde debe.

II
La mañana cuando en el patio de la escuela se descubrió tras el capullo abierto de sus súbditas, la princesita resplandecía de arriba abajo: el suelto, largo cabello amielado, los ojos de avellana, los pródigos labios, los brazos duros, frescos, jugosos; las perfectas pantorrillas, la insinuación de los muslos y su cuenco, el permanente aire de recién salir de la regadera, la sonrisa de niña pícara e ingenua.
Apenas podía esperar para hacerme de aquella piel, de su aroma, del peso de su cuerpo contra el mío, del sabor de la boca, y del alma que insuflaba todo eso. Mía sin rastro de duda, deseaba, y la constatación no era un invento. Para mí, por entera, de entonces hasta la eternidad, que juro existía. Tanto, habría de comprobar durante el siguiente año y medio, que no costaba entender la decisión de Romeo y Julieta: impedido aquél, darse la muerte era el único, obvio paso para asegurar su tenencia.
Antes de ella el mañana había empezado a instalarse por primera vez a mí alrededor. Era él a quien daba patadas la primera generación de adolescentes en el país. Yo dejé de hacerlo, no tenía caso: no había más que ella, principio y final, no importa si nos veíamos sólo entre clases, el fugaz momento en que esperaba la recogieran al terminar y una tarde cada dos o tres meses, cuando el padre a su pesar se condolía.
Nos quedaban, sí, las diarias horas al teléfono, atravesadas por silencios mucho más elocuentes que las palabras, en el mundo que no iría a ningún lado pues no tenía dónde: estaba en el modesto, armonioso rincón hecho por mama en la planta baja para acunar su rotura, muchas veces mayor que las dejadas por Roldán cuando su descomunal espada bajaba por el centro de sus enemigos –y escojo con cuidado la imagen tratando de aproximarme a lo que recoge Fantasmas, otra viñeta de estos cuadernos. 
Por la encortinada ventaba al dulce oriente de la tarde, las ramas en sombra de la jacaranda sin flor a su frente se columpiaban en la síncopa permanente reinventada por el viento, circular regreso al origen, a la manera de los pájaros para quienes el día era nuevo cada vez, según me descubrió el hermano pequeño. Por la raja imperfecta entre el par de telas, un rayo de luz también siempre nuevo encontraba objeto volviéndose el escenario de las motas de polvo, bailarinas que se reían de la gravedad, al péndulo del reloj cucú. 
Consciente todo de su único servicio: acompañar de mi lado nuestra historia sin historia, pues pasado y futuro no existían aun como espera de la mañana para vernos. 
En el regazo de la princesita vivía, con su cara de dulce pegada a mis ojos, columpiándome en su sensación, de día y de noche. No había espejo. La imagen que me devolvía regresaba con tal prontitud a su presencia o su sugerencia, que ni un fino papel cabía en medio, instante obturado.
La princesita daba la impresión de compartir el sueño –digo sin la menor duda de que era así, L; lo digo a ti sino a la reservadas letras, en las cuales hago el viaje a solas-. Al menos eso parecía decir su mirada, la forma en que alojaba el cuerpo en mi costado o giraba la cabeza al intuirme, la voz de campanitas o en desmayo, sus manos, la escueta boca que permitía dejar contra la escueta mía, prudentes ambas por el convencimiento, creía yo, quizás los dos -de nuevo el absurdo titubeo duda, L-, de que tendríamos mil años para esculcarnos.
Te convoco ahora, en el momento y no en el recuerdo, y aunque me convenzo o quiero convencerme de que las palabras salen sobrando entre los dos, no puedo evitar decirte que el término es exacto: te adoro a la cerril manera de quien contempla lo que cree imprescindible para garantizar su estancia. Me completas, sin ti vacilo y te siento desdibujarte si no me tientas de algún modo.
Me detengo frente a nosotros recargados en la barda, nos miro fijo y apostaría mil a uno a que no está la pareja de jóvenes a un metro, quien pasa por detrás rozándonos, el resto del río alborotado al salir de clases, los gritos que nos dirigen, la urgencia del claxon de tu hermana.

III
Siluetas encabezaba la interminable serie de ridículas baladas de mis quince años, ya dije, y olvidé contar que para tu primer cumpleaños juntos el joven de la tienda fracasó en el intento de venderme el disco apenas desempacado cuyo lanzamiento llevaría a la gloria a unos anónimos Beatles. 
Cuando compré el de la canción de tus sueños debí advertir por vez número mil más lo que me aguardaba. Quizá lo hice. Volver a Verte, la de la película con Rocío Durcal, era una esquizofrenia de nivel superior. En la escena que te llevaba al llanto, un padre y una hija hacían el amor en la sala de una señorial casona no muy distinta a la tuya, entre el arrebol cortesano presidido por un obispo. Representabas allí tu lugar en el harem de un viudo con cuatro hijas. 
Haciéndome el ingenuo pregunto qué esperabas aquella mañana de domingo en el otoño de 1964, del interminable segundo en que te vi de otra mano al bajar del autobús; o antes, como sucedió por las conmiserativas, expectantes miradas de tu ciclo escolar regresando de las primeras vacaciones de colegio para ricos al que se atrevió el hasta entonces honorable nuestro. 
En realidad, y sabes cuánto habló a lo exacto, nada en pie debió quedar en mí y apenas ahora, de nuevo con una conveniente inocencia, entiendo por qué te ensañaste los minutos después apoyando el cuerpo sobre el de él: la decepción no cupo en ti; querías verme de pie en la acera todavía más a la deriva en la tormenta de lo que todos creían, pues nadie sino yo era capaz de mirar en mí.
Lo digo con la misma absoluta verdad con la que te declaré amor infinito durante dieciocho meses y seis días, veinticuatro horas sin fugas en cada jornada, entre mis quince y dieciséis años haciendo a un lado las palabras, fútiles hasta el asco, según entendías a la perfección; así, pues, digo a quien quiera escuchar en el pequeño, apretado universo alrededor de la barda roja: tu propósito desde la despedida en el parque llevando mis manos adonde ni en sueños alcanzaron antes, era matarme.
Lo digo consciente de mi falsa interpretación. Por naturaleza las princesitas llevan una estaca que no dudan en usar hasta las últimas consecuencias, vean o no amenazado el futuro de su linaje, según entendiste vaya a saber cuándo y no por fuerza gracias a cualquier de los dos él en esta historia.
¿Consuelos? Meses después, nuestra celestina, T, me pidió encontrarte, y justo el año del medio centenario de la escuela la topé en la fiesta. Cogiendo mi mano la escena fue una calca de la anterior. Pedía reposo para la conciencia de quien era todavía su mejor amiga, a pesar de que cambiaste de país y de que te reconocía como una eterna niña consentida a quien la piedad no se le daba.
Ve, guardo los mil secretos con el único otro hombre en tu vida, que T recordó por ti el par de días. Ya te habías vuelto abuela y contabas a los nietos el romance de un par de muy jóvenes, idílicos amantes, en el exótico México al cual los llevabas de paseo. Claro, a las princesitas les encantan las historias estilo viejo operador de Cinema Paradiso: qué mayor placer que los soldados muertos de hambre y frío tras meses de procurarlas.
Desde luego de principio a fin tuve la culpa, así debo juzgarla pues al jugar a los palacios negaba lo que más quería: a la maravillosa criatura cuyo dolor era insoportable para ambos. Corrí a tus brazos como antes a los reflectores, por huir.
Te dejo en paz, entonces. Mi muerte al lado del autobús servía apenas de certificación. Como la tonta balada: puras siluetas. 
-0-
La maravillosa criatura a la que me refiero era Uno, quien vuelve muy fáciles mis viajes por el tiempo pues permanece fijo en un instante eternamente igual y distinto. 
Uno, principio y fin. Cuando él muera desfalleceré poco a poco, sin razón para continuar la estancia.
Que solo tengo sentido como puente y nací con el único motivo de atestiguar las dos grandes guerras, afirmo. Menudos bobos esfuerzos por explicarme ante los demás. 
Sombra desde la azotea sí que soy, por orden tuya.