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lunes, 20 de abril de 2020

Calzada. La pregunta es ¿por qué?

 Advertí antes. Por tan buena, la convirtieron en lugar común.
Les pedí leer Calzada antes de entrar a estos cuadernos y hoy escribí El experto, título al cual pude añadir en miedo. Ambas viñetas deben preguntarse para ustedes ¿por qué?

Me explico empleando lo que ya saben e importaba otra cosa.
Cada quien percibe el mundo desde donde le toca. Tuve la suerte de vivir desde pequeñito entre contracciones muy obvias y así tener una cierta, mínima libertad. Mis rabietas asustaban y todavía no entiendo cómo nuestro autoritario pater familias las toleraba -bueno, de cumplir su papel debía alcanzar tonos muy altos, cuyos costos lo desbordaban-. Claro, mamá era el objeto predilecto -no cuento a los hermanos mayores pues ni para un taco servían en esos trances-. La foto que conocen parece reflejarlo.
Jamás fui a psicoanalísis, mis deducciones son por empiria.
Papa y yo nos despedimos en el cunero, aunque viviría con él hasta los veinte años, dije ya. Tenías un severo problema para sentir a los otros, viejo; la sombra de tu suegro te empeñecía por sí y el instintivo juego de mamá, que claro y fuerte enviaba un mensaje a los hijos: quien merece culto es su abuelo -así también se defendía de ti, soberbio, intolerante, celoso.
Te mandé una estúpida carta abierta cuando ibas a morir. No me arrepiento. Otros temblaban ante ti, yo no. Joven, procedí a diseccionarte hasta pasarme de rosca, creo, a la luz del bisco francés. Querías terminar conmigo allí mismo y cuando con alivio alcancé la calle amenazabas perseguirme hasta el fin del mundo.
No, pa, no, ma. Uno no puede presumirse susum corda y lamer botas.
¿Inmediato exito del futuro cacique provincial? Doce horas antes eras un chiquilín aterrado que avanzaba de mi mano.
Después intentaste jugar conmigo y ni en pintura nos vimos tus últimos quince años.  
(Excelentísimos progenitores y brothers, quienes quiera que hayan sido: diculpen usarlos para mis discursos.) 

Era 1980 y el gran cronista nacional me citó. Quería incluirme en la redacción de su suplemento cultural. Dije que no por motivos explicados no sé dónde.
Entre este desbarajuste encontrarán momentos como el siguiente:
Los hijos regresaron a mí y con un cheque modesto pero en sólida moneda extranjera y religiosamente a fin de mes, cuánto de fantástico estímulo recogía entre semana se apuraba a explayarse el viernes por la tarde. El hacedor de milagros me creía...
En esta suerte de memorias que no me autobiografían, hago pocas referencias a cosas así. Hay a quienes les extraña, pues mi optimismo y desparpajo son célebres entre ellos.
Nací en 1947, cuando abundaban historias de este tipo:
Enfermeras y enfermeros de un psiquiátrico, agentes o testigos de un festín del gusto por el poder convertido en deseo, luego asesinados, como adelanto de miles de ajusticiamientos a cielo abierto y fosas comunes con las huellas borradas; juicios sumarios, campos de trabajo, palacios reconvertidos a base de horcas, sillas eléctricas y látigos con clavos en las puntas; padres amenazados con la muerte cumplida de un hijo para que otro, fugado, abandonase su escondite, o colgados de propia mano como único camino para escapar de la terrible elección; mujeres rotas sin remedio, que no sabían si algo más podía perderse en el periplo inútil de evitar el fusilamiento del marido; damas en fiestas populares riendo al obligar a cantar a la joven que esperaba para enterrar un cadáver producto del justo castigo ordenado a un juez por el divino verbo; hogueras de libros, ojos espiando por las rendijas de todas las horas…
Alguien escribió de los años alrededor entonces:
“…los que no han vivido esa experiencia nunca sabrán lo que fue; los que la han vivido no la contarán nunca; no verdaderamente..." Una segunda personas completaría la idea: "No puedo encender el fuego, no conozco la plegaria, ya no sé cómo encontrar el sitio en el bosque, ya ni siquiera sé cómo contar la historia. Lo único que sé hacer es contar que ya no sé cómo contar esa historia”.
Ayudé a hacer un libro sobre mujeres contemporáneas mías. Eran desgracias en suma. Esta fue regalada niña para cuidar borregos pertinazmente a solas, a cambio de diez tortillas y dos platos de frijoles. Aquella, en el hogar paterno, se llevaba tunda tras tunda, mientras la violaban a discreción...
-Para ambos la mesa estaba puesta, la pregunta es qué nos serviría- dije a Ana recordándole nuestra adolescencia. 
En mis casi setenta y tres años hay mucha más felicidad que tristeza. La mayoría no tuvo esa fortuna.
A final de cuentas somos unx. Díganlo sino estos días en los cuales pasado y futuro se dirimen hasta sus últimas consecuencias.