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martes, 13 de septiembre de 2016

Desde la azotea

Buscar, no hay más. Un día, confío, ¡zaz!
No, amigo: lo que mal empieza, mal acaba.
I 
El que en batita y apenas supo andar subió a la azotea de la cual no saldría nunca, haciéndose viejo revisa el espectáculo alrededor. Nada puede ser más asombroso que ese primer día en cuya dirección marcha y aun así se confunde. 
Al fondo una caravana viaja en 1325 y cerca del pretil hace alto a principios de 1972 en el Santo Lugar, sin que los habitantes de una y otro perciban la mutua presencia. 
En la espalda quien mira recibe una animosa palmada del abuelo, muerto sesenta años atrás. 
-Vamos, que los bisnietos y tataranietos esperan para comer. 
Dando la vuelta el cielo se cae a pedazos en 1524, estalla una y otra vez y pareciera encontrar remanso en un río de carbón y las bocas a lo largo entre las montañas.
Qué cosas digo: menos que nunca hubo quietud allí.  
-0-
E y S, nietos, si acudo siempre al consejo de los sueños jamás lo hago con el de poetas, digo y miento, un poco, siquiera, pues hoy cito a uno:
Allí donde otros exponen su obra yo sólo pretendo mostrar mi espíritu.
Vivir no es otra cosa que arder en preguntas.
No concibo la obra al margen de la vida.(1)
¿Valen para mí esas palabras? No tengo una obra sino cientos de viñetas escritas desde niño. Las agrupé en cuadernos, empezando por éste, donde doy cuenta de los demás.
Todo lo dirijo al futuro de ustedes, a quienes no veo desde la marcha con mi abuelo, B, al río Níger luego convertido en el Magdalena, que corre entubado por nuestra ciudad.
¿Les cuento algo en realidad y de manera mínimamente comprensible?
1. Antonin Artaud.


El Idiota
No hay locura posible aquí, en mi cuna. De haberla estaría perdido desde el primer golpetazo, caos absoluto.
Nada en mí, a mí, universo, asombra, se diría si las palabras y sus rosarios sirvieran para algo más que causar un desastre en el propósito de fijar lo que no hay modo.
A diez mil kilómetros, hermano, te pido ayuda. Sólo tú puedes dársela a mis sesenta y dos años en el escritorio asomados a mi primer mes de vida.
-Mí, mi, mí -digo moviendo compasivamente la cabeza después de leer, cuando me doy cuenta que el abuelo mira sobre, claro, mi hombro.
-¿Por qué gastas el tiempo así? -pregunta y se detiene apenado por la instintiva reacción. Ha sido paciente hasta las lágrimas desde que vino para ayudarme con el libro sobre él y los suyos, que hoy dejo un momento para ojear el iniciado hace mucho.
-Perdón -respondo y lo sigo al dar la vuelta, de espaldas contritas, que cavilan.
-Perdón -insisto en silencio y no tiene caso. Cuanto descubre en mí es con razón para él absurdo.
Se sienta, me mira, ya no sabe si sirve, si carece de sentido intentarlo, a más de medio siglo de su muerte. Y mí...
-0-
A los sesenta años hago un libro sobre B en el escritorio que da a la única ventana de este departamento, cuyo encuadre copia al viejo cine nacional, con su fácil, blando romanticismo. Allí leo también las frases con que cercaba a mamá apenas pude convertir mis berrinches en palabras:
-¡Mira! ¿Ves cómo a la mitad la calle se desploma? ¿Y aquel hombre cuyos pasos no dejan huella, ya que pisan bajo el suelo? ¿No sientes ese temblor perpetuo, nuestro nadar sobre la tierra?
Levanto la cabeza para encontrar el patio a cielo abierto, largo, generoso, las puertas de la docena y media de viviendas en dos plantas, y la luz en la que ese sol nuestro, padre, hermano, macho bravucón, pordiosero, se echa escapando de la alharaquienta tarde de la calle. Parda, recrea el alivio de las madres y los abuelos y abuelas en el breve descanso que les dejan sus criaturas bullendo por dentro, aspaventosas, o en la desesperada persecución del día que no alcanza, que por ley se agota antes de revelarles los secretos de cada tanda.
¿Qué dirías de verme en este lugar, ma, donde un par de años atrás lloré de alegría apenas se marchó la mudanza? ¿Te entristecería encontrarme en un pequeño, oscuro rincón de la ciudad, del país que no entendiste nunca?
Venías de lejos y guardabas con celo el dolor que ello te producía. No te dabas cuenta de que la mujer de los elotes en la esquina había hecho un trayecto tan largo como el tuyo en tiempo y alma. Lo comprendo. Como ella, creciste convencida que el mundo era las leguas a tu vista, tras las cuales la respiración se suspendería.
No tenías modo de entender el acoso de mis letanías aquellas, que te postraban y así más se encendían.
-¡Ya, por Dios, déjame en paz! –tronabas contra tu proverbial paciencia, encerrándote bajo llave para rogar a no sé quién, en tu sabiduría, que velara por ese pobre hijo. Lo hacías inútilmente, claro: no había salvación para el Idiota.
-0-
Hoy idiota resulta sinónimo de imbécil o estúpido. Antes se refería a los tontos o tontas de los pueblos, que un sabio medieval despreciaba reconociéndoles a cambio el don de servir a la divinidad para expresarse imperfectamente.
Una película los hizo símbolo en un muchacho obsesionado por los trenes, cuya maquina imitaba sobre la senda al pie del hogar paterno, mientras alrededor sucedían historias crueles o tiernas o vulgares. ¿Idiota era también el hombre que vivía allí con sus dos hijos en un auto abandonado y soñaba para los tres la más hermosa mansión, sin ocuparse de otra cosa?  
En cualquier caso, nada en mí se comprende sin la siguiente viñeta, Ohsis, como también los llamo

Dos
Digo cualquier cosa sabiendo que quien te cuenta son los ojos y las inflexiones en la voz, y al voltear con la sonrisa casi me olvidas, atrapado por lo que tardo largos segundos en sospechar es una luz sobre el filo de la cortina. Lo creo pues te vi antes encandilarte con ella como si fuera la primera vez, y la sé para mí perdida según debiera, a menos de hacer el enorme esfuerzo de otros días. Gracias a él descubrí, por ejemplo, el justo vaivén de una rama en la ventana, sin traducción para mí que estuve dale y dale intentando infructuosamente hacerlo palabras.
No puedo con tu mundo, hermano, me rebasa, me apabulla, me pierde en el desorden aparente donde tú por necesidad encuentras armonía. Desde el baño mamá pide ayuda para bajarte por la rampa, le contesto que puedo solo, advierte cuánto has crecido. ¿Ves? Todo eso está en nuestras voces. ¿Algo intuyes viniendo de lo que no atino si te vale llamar "ayer"? Algo, sí, creo, más lo olvidas en un tris. Qué caso tiene, dirás a tu manera.
Más de medio siglo después, cuando haya entre nosotros diez mil kilómetros, seguiré peleando para contarte. La distancia no nos separa pues moro en ti y entonces es imposible precisar cuánto estoy frente al escritorio y cuánto entre la habitación y la terraza donde mamá te hizo un reino a modo.
-0- 
Ustedes ni nadie, sin faltar yo, sabe qué sucede dentro de él, a quien la vida condenó no a esa extraordinaria existencia sino al cruel pago por ella. 

Para morir iguales
Vine al mundo a atestiguar la gran guerra y la que en silencio se libra día a día, digo, y aquélla se me oculta en los entrepaños. Lo hacía hasta ahora, cuando parece precipitarse acercándome entonces y por fin al abuelo.
Podré representar así el papel de puente, único digno conforme a mis circunstancias. 
Soy sombra, acostumbro asegurar también. Declaraciones van y vienen, nietos. Háganles caso usando su sentido común. 
Escribí ocho cuadernos para ustedes, sobre muy diversos temas, que interactuaban entre sí. Quedaron reducidos a este. 
Aquí el inicio de uno:
No sé cómo organizar las viñetas con ése título, Ohsis. Al principio pensé que debería empezar así:
No importa por donde vayamos nos acompaña la fotografía de un muchacho. Tiene dieciocho años, la piel mulata parece de aceite, los cabellos se le ensortijan y los brillantes ojos negros sonríen.
Al poco de recordar esta estampa que presidía el hogar de Mario el Jarocho, fui citado por la Corte de Medianoche (1).
Igualitito que en la obra cumbre del último gran poeta en lengua irlandesa (1), duermo plácidamente y el reclamo de una metálica voz me despierta:
-"¡Eh, tu, vago, ¿qué haces ahí cuando la más digna corte jamás reunida espera para juzgarte."
Claro, no estoy en el lomo de un río, a la manera del campesino en el poema, sino sobre la cama, y no es una monstruosa mujer de mirada sangriente quien amonesta, sino El Grillo, metro sesenta de altura, pecho echado pa lante y ojos de capulín.
-¡Comadre! -le digo harto contento de verlo luego de casi cuarenta años.
-No te hagas baboso y jálale.
-¿Y ora?
-Que nos juntamos pa darte con todo.
-¿A mí? -alcanzó a preguntar antes de que como en un sueño aparezcamos en un castillo cuyas troneras echan humo de fábrica.
Frente a nosotros el abuelo, Filiberto, uno de las muchachas que no murió en 1524, Bryan O´ Donnel, Artemio, la niña que perdió una pierna en un bombardeo, Felícitas, Malena, el propio Jarocho, en gigantescas representaciones se sentaban a una mesa en lo alto. 
En la multitud alrededor había muchos rostros conocidos y el resto tenía un impreciso aire familiar.
Acostumbrado a los escenarios con miles de protagonistas, el abuelo no necesitó forzar la voz para que se escuchara a través del eco profundo en el fantástico lugar. 
-Mira -dijo extendiendo la mano en un movimiento circular. -Te nos dimos, tan diversos en tiempo y espacio y tan íntimos como deseabas. Y has traicionado nuestra confianza.
Prometo cumplir la tarea y recuerdo a Domingo embobándose con los recuerdos de una bronca toma de predios, para que de pronto, sin motivo, pensaría uno, los ojos se le fueran quién sabe a dónde.
-Todo fue por mi papá, que vendía pájaros en el mercado y no tenía un centavo y andaba cante y cante.

1. John Merriman. La Corte de Medianoche. 


Tiempo de caminar
Abrí los ojos y contra el zumbido telúrico al fondo y el manchón luminoso sobre la cortina, había trinos y azul tierno, una llave peleando a lo lejos, que se convertía en Ella acercándose con rastro de noche y aromas de manzana agria, de piña fermentada, de zapote que se rompe de maduro, para aparecer, desprenderse el rebozo del cual saltaban los pájaros cantando al pie de la ventana y al fin desnuda descubrir una piel aceitosa, de aventura, satisfecha. Con la estampa mi ciudad pasada e idealmente recompuesta, lío de parques y camiones y zaguanes y vidas entrevistas, soles a montones, aquí señor, allá un perrito que se ovillaba, rematando en las fragancias, los colores y las maneras antiguas de los mercados, ajenos a las euforias, cuya esencia trasegada por lugares, cosas y atmósferas desconocidos traía Ella.
Algo así era en mi cabeza al despertar de la siesta matutina con esa mujer a quien no nombraba llegando un amanecer.
A medio vestir, mal metido entre sábanas y mantas, encontré el rastro del hijo en la pijama y su quieta forma de ocupar el espacio bajo la estridencia, la pesadez y los erráticos modos míos y de Ella, cuando estaba y ahora, como si me asomara a un pozo sin fin que recordaba cuán soberbio, torpe y tramposo era. ¿Qué sabía yo de cuanto fuera, empezando por la ausencia? ¿Y cómo habría sobrevivido sin aquella queda, generosa forma de estar que soportaba y entendía todo?
-0-
Él, S y E, es el padre de ustedes, y la mañana a la cual acabo de referirme contenía cuanto se necesitaba entender. Vuelvo a ella una y otra vez en el cuaderno.

Red de agujeros
Partir, esa es siempre la cuestión. 
En un agujero de nuestro país de misterios o volviendo al principio. 
Si hay manera, mano a mano con otro niño. Estar y no haber sido en donde se anduvo: el lugar "lleno de ruidos”(1).
-0-
En la azotea el canto de Felicitas, a quien sin eufemismos llamo nuestra sirvienta, descubre un valle distinto al que mis ocho años de edad revelan y construyen.
Las manos de la joven campesina se empeñan ágiles y sin pesar contra la piedra del lavadero y el correr del agua y llenan el aire de amabilidades, sugerencias, aromas que toman de cuanto su vuelo toca. Sólo quien asiste a la escena percibe cómo con ello la realidad alrededor se trastorna, despertando las sombras del vasto llano al pie de las montañas, para un paseo hacia rincones a los cuales mi imaginación no puede asomar y entonces son pura borrachera.
No por nada otro cuaderno se titulaba Red de agujeros. El arranque era la búsqueda de un vado en el campo con mi compadre. 
A pie por el camino Agustín y yo no nos cansamos de dar gracias a la fragancia de la hierba alta, jugosa, en la que pareciera no caber un tallo más, y a sus verdes suaves por el sol, siempre padre y aquí en un papel distinto a los muchos que decidió y no hacer en nuestro gigantón urbano. Padre sol y madre tierra, sabemos ahora, envueltos por ella y su prodigalidad. ¿O los géneros deben intercambiarse entre ellos, pienso recordando una milenaria leyenda de las naciones muy al norte de estos lugares, donde la luna, por ejemplo, era la tea de un celoso amante?
Deberíamos preguntar a los campesinos y campesinas que rinden el diario culto a las prodigiosas matas alrededor, divinos regalos entregados casi cinco siglos atrás a sus conquistadores, y se nos hurtan a la mirada por sus ocupaciones o deliberadamente, como el pueblo sombra que se me descubrió una mañana en una colonia de posesionarios y luego gracias al abuelo.
Todo enamora a nuestros ojos de ciudad: el contraste entre la vegetación y el rabiar azul del cielo, la franja arcillosa que serpentea frente a nosotros, el apenas perceptible reptar o trepar de pequeñísimos seres y esa terca soledad aparente que a lo repentino se viene abajo.
“-¡Bájense todos, hijos de la chingada!" –grita a los ochenta hombres en un camión de redilas “un señor grandote” que carga “un radio” -Bótense al suelo porque se van a morir.”
Ya está: el compadre y yo llegamos al momento que nos trajo hasta aquí.
Aguas Blancas se llama el paraje adonde llegamos y no habría razón para la presencia de tal número policías apostados entre la maleza y tras sus camionetas, de no ser el castigo ejemplar que se aplica a miembros de la Organización Campesina del Sur.
“-Nos espantamos, pero yo no creía que nos iban a matar -–contará luego uno de ellos. Y otros:
“-Sentí que nos estaban cazando....
“-...me tiré al suelo... Oía los quejidos de las personas que estaban matando...
“-Me sentí mal al ver como nos habían trozado aquí de la cintura al compañero.
“-Cuando estaba ahí debajo del camión, pues yo sentía algo caliente que me caía aquí arriba, así, pero yo no creía de que fuera sangre. Y cuando ya nos sacaron de ahí ya vi que había muchos más regados así, alrededor del camión y adentro también.” (2)
Las con justicia llamadas fuerzas del orden dan el tiro de gracia a los diecisiete caídos, y la cámara de video que llevan corta mientras recomponen el escenario: los machetes de los campesinos asesinados se retiran para colocar rifles y pistolas en sus manos o cerca de ellas.
-0-
Al hablar de mis cosas sólo por excepción nombro. Cuando me refiero a la historia casi siempre lo hago. Casi, nada más, y a veces rebautizo. 
Como el desposeído que era abracé la Suave patria para acuchillarla luego, escribí en algún lado.
Entre peras y manzanas, conforme al dicho, esa región que acabamos de visitamos se repite una y otro vez aquí. Representa a mi patria real, hecha con parches de la oficiosa.
Sueño y realidad, dicen separando lo inseparable. Ahora, recién despierto, no preciso cuánto les conté dormido y cuánto les escribí y se conservará en el cuaderno.
1. Aimé Cesaire. Cuaderno de un retorno al país natal.
2. Testimonios tomados de Digna Ochoa, o La muerte por tan igual, libro mío inédito por razones inexplicables aun para el editor. 


Providencia
Agustín espera sobre un lomo de la calle que libra los viscosos riachuelos de colores en mutación, contra un muro carcelario. Amparado en el borde de la esquina cree ocultarse a las miradas de la planta donde trabaja, una cuadra más allá, media hora después del cambio de turno, según propuso para evitar a sus compañeros.
Es la segunda vez que lo veo y confirmo la impresión original: la de un ser conmovedor en el esfuerzo por pasar inadvertido entre hombres que aprendieron muy pronto a ponerle cara a la ciudad y usan la rudeza y el humor filoso para defenderse de ella y apropiársela. No hay contrasentido en su ansia de trascender, que lo acerca al Grupo.
El tono exaltado en el que vivimos se transmite de inmediato a las relaciones y en días nos volveremos íntimos. Lo sabemos en cuanto me descrubre y viene al encuentro entre la desolación de la gigantesca calzada con vías a lo largo, que a un lado se abre a un fraccionamiento industrial y al otro a una colonia y al gran descampado con montañas detrás.
El suelo de la zona se hizo doblemente magro al perder los sembradíos y los árboles, y nos convierte en un par de hombres en tierra fronteriza, como cualquiera al vértice de la gran urbe pero a lo bruto, a la manera de todo lo que toca la industria.
Romanticismo puro, pues, de miasmas penetrantes y un silencio mortuorio tanto mejor revelado cuanto más lejos se está de las máquinas, hechas rumor por las gruesas, altas paredes que parecen heredar las de las viejas haciendas.
Cruzamos la calzada rumbo a su casa como en un juego, él siempre procurando la izquierda para mirar con el ojo que le sigue sano a los veinticuatro años, y yo en busca del que en el iris se llevó un bicho salido de la carne muerta de la empacadora donde trabaja desde casi niño. Porque en ése es donde está mi futuro compadre. Allí su melancolía sin remedio, bella, contagiosa, que rima con el paisaje y nuestros días.
En el fraccionamiento de las fábricas, las larguísimas calles sin reposo al sol y la lluvia, desiertas a las horas en las cuales suelo llegar, por tan hostiles al principio parecen cada vez más cálidas, pletóricas de vida que se trasmite de las plantas: tinglado mecánico con mucho de infernal y mucho de entrañable para quienes hacen de él su vida. Los aromas aplastantes, en ocasiones nauseabundos, vividos por unas horas y no como permanente suplicio, y las chimeneas despidiendo gruesas volutas en mil tonos de grises, no hacen sino completar la sensación de ser parte de una novela o una película. De serlo entre el orgullo de pasar como uno más ante el guardia de seguridad, el policía, el administrador que cruza en su auto, y el creciente número de saludos y charlas al paso, la picaresca a la salida de la fábrica liberada, en palabras y toqueteos de machos divirtiéndose; de partidos de futbol y tandas de dominó y baraja para hacer de las huelgas fiestas; de breves discursos un autobús tras otro, venciendo el anonimato del espacio público, que no debe pertenecer a nadie y así se humaniza; de momentos épicos que para mí encarnan un poema: Masa.
De serlo prometiendo que cada día habrá más y mejor de eso, de los hogares y los billares y los peliagudos expendios de alcohol compartidos. Con Agustín, quien se ensancha a la par de mí, comenzando por esta tarde, cuando está a punto de hacerme parte de su familia y no sé cómo agradecérselo.
-0-
El departamento donde Él y la Ella ausente, E y S, estaba traspasado por la pérdida del mundo en que el compadre me introducía bien a bien. 

La Parada
Así, La Parada, se llama la cafetería a la que suelo ir. El nombre no fue una ocurrencia del dueño, ni para mí ni para el resto de los parroquianos.
Con el café acostumbrado desde venir la primera vez por mi cuenta miro las sabias cortinas cubriendo a medias el ventanal para sustraernos al fisgoneo de la calle, que abajo exhibe sus intimidades con los pares de piernas hablando como loros, y que arriba se fuga al barrio y la decoración del cielo.
Dos mesas allá una docena de vocingleros músicos hacen una larga, renovada cada poco. Los cabarets, los salones, las estaciones de radio tras los cuales llegaron no están más, como la afición por los ritmos en los que se hicieron expertos. Ellos siguen.
Leo de nuevo la hoja suelta que encontré semiescondida en un libro. El papel, la letra y la tinta dicen muy poco y no atino cuándo la escribí. Son frases sueltas, trazos del lugar y de una hora confusa. El piano que allí se escucha desde el otro lado de la calle, podría ser el de mis trece años o el de hoy, igual que la prepotencia de los autos que inútilmente se empeñan contra el vecindario lanzando bromas y puyas de acera a acera.
La mano mulata de largos, inteligentes dedos repite la que gesticula ahora mismo, ni más ni menos que el balcón enrejado y las puertas de par en par a la estancia de donde viene el piano, relatada por el ventilador del techo, o la mesera con media vida en el lugar y una historia de fracturas que frente a mí coloca el café y una sonrisa.
En la hoja ni palabra sobre mi persona. ¿Cuándo fue?, insisto dando gracias a esa pequeña joya que me permite estar donde quiera. Estar, por ejemplo, cuando Ella se hizo una habitual del barrio para recibir la herencia de mujer atrevida. O la mañana con Simón y los suyos a punto de asaltar el despacho del siniestro líder sindical. O las tardes de viernes aireando mi buena fortuna entre la estación del autobús que me traía de la ciudad pequeña y el par de días por delante de aventuras sin itinerario previsto.
Convoco al escritor que acostumbra seguir a sus personajes en la obsesiva repetición de rutas siempre iguales y distintas. Yo era un niño de meses, seguro, la primera vez que me trajeron a La Parada, luego de una de las visitas a los abuelos, para luego volver también maniáticamente. No importaba si el barrio caía en desgracia y se semivaciaba, arruinándose, como todo en el delirio de la ciudad que se buscaba cada vez más lejos.
Volvía, vuelvo, aunque de trecho en trecho con ahínco o apremio mi vida se aleje aprisa de los orígenes y olvide el regreso no a papá y mamá sino a los músicos, la calle por el ventanal, el mercado, la animación de los zaguanes, los misterios de los patios abriéndose detrás, el callejón de milagros que fue mío mucho antes que de Ella y sin embargo...
Vuelvo con Él, con el Nuevo, Simón, Juan, otras mujeres, ustedes y mi soledad, profunda, insobornable, gota entre gotas, ni más ni menos que la mesera empeñada en resistir, reivindicando su reinvención a fuerza de carmines, rubores, sombras de ojos. Si supiera cuánto la respeto, cuánto admiré a las anteriores, una a una.
El piano abandona el compás de tres por cuatro y la síncopa de la tarea, dejándose circular por el teclado bajo el ventilador, por el balcón, sorteando el concierto de motores, frenos, claxones, y se vuelve parte de lo no dicho en el papelito que con amor regreso a la bolsa

Demasiado humano
El negoció comenzó sin saberlo cuando llevaba media hora hablando con un amigo experto en editoriales y él a cuanto proponía:

-No sale. 
-¿Debemos prendernos fuego? –preguntaron los papeles en las cajoneras.
-Nada de eso -los aquieté de inmediato y por instinto, y en una valandronada haciéndole al anciano cheroquí dinos ánimo. -Llegó el mensaje: vuelve la aventura.
Con un fajo de cuartillas en la mochila hice el camino al Metro. Unas cavernas de la ciudad en dirección a otras, entrañables todas, bajé en una estación al azar.
El necesario paradero parecía dividir en dos el universo alrededor, inconcebible sin cada parte: a poniente el lío de puentes a no menos de ochenta kilómetros por hora con su avalancha de metálicos, gritones animales; a oriente la paz aquí sorda, allá plácida, de la colonia en improvisados parches que se montaban sobre antiguos poblados del valle sin desaparecerlos del todo.
Me senté en la rala hierba del camellón entre los pilares temblando por el peso arriba, un lánguido árbol herencia de quién sabe cuándo sirviendo de espaldar, y saqué a relucir a mis escritas comadres:
Entre el rezumo de los mirtos que el rocío se empeña en conservar, de lino y grana las ropas y la carne a las cuales se trasuda, un atormentado joven poeta para que no escape muerde con desesperación la noche de invierno y las astas de la luna, por ello más "cuernos de búfalos" sosteniendo el "cielo huerto", donde los astros florecen con "sus dorsos" de "ágatas y oro"(2).
-Puf -dije suspendiendo la lectura. El poeta de mil años atrás y su mundo para qué sirven aquí donde ni su abuela oyó hablar de ellos, ¿o no, señora que en el paradero hace sabios malabares con las bolsas a granel bajando del microbús? 
La mujer volteó y se detuvo en espera de que algo de utilidad saliera del discurso que de imaginación a imaginación le recetaba. Fue ahí que vinieron los años viejos y:
-¡Alabado, alabado! -exclamé de rodillas y la mirada al cielo no del Señor sino de otros divinos portentos que moran en lo alto y en muchos lados más. -Revelación, ya la libré. 
Para prueba bastaba el botón señora de las bolsas y los que con un giro de la cabeza en redondo descubrí pendientes de mi persona. Un cacho de pan les solté como entretenimiento, del poeta, claro:

¿Cuánto habré de esperar y cuánto tiempo
ha de quemar mi saña como brasa?
¿A quién hablar, a quién dar testimonio...? 

Mientras el recién adquirido auditorio tragaba de una imprecisable manera el mendrugo, en silencio hice el rito en versión resumida para apuros:
-Niño de Piedra, padre mío; deforme hija de Aoibheal, hermana, y Gualupita madre y compañera, de sus prodigiosos dones pasen un tantito y a mano me pongo con ustedes, ¿sí?
¡No, luego, luego vino la respuesta! Sobre los cerros a un paso con la magia de sus mocasines voló el Niño, el hada de monstruoso tamaño, los ojos sangre, chorreando lodo su manto se alzó de entre la tierra, y del primer al último tronco nacieron tallas de la Morenita.
A metro y medio del suelo mi cuerpo púsose a flotar y del paradero del Metro Constitución de 1917 me volví dueño. Chamacos, cuasi vestales en tránsito, chóferes, el rey y el tepo del barrio hicieron corro, y un cojo de la tercera edad y una taibolera en disfraz de ama de casa con un guiño se ofrecieron de patiños.
La providencia prestó un sombrero cuya presencia en el piso gritaba:
-No se hagan rosca con las monedas, que de algo ha de vivir este chango -y al ruedo ya sin más me tiré.
Ese fue mi empezar, años luz a estas alturas me parece, en la merolica obra de darle paz al alboroto de mis cajoneras y mi alma en vilo. Cruzada en regla fue y es, con abundancia de sobresaltos y harta muleta para amansar bureles de la variedad que monopoliza las afueras de las estaciones y los vagones.
Así mi rosarío de historias se abrió paso: que el 1492 del maléfico y sus prolegómenos, con frutos para mil jornadas; que mi abuelo -con todo y mucho respeto, me paro y quito el sombrero-, mi comadre el Grillo, Nabor, el sabio analfabeta, Magda y su Santa Utopía; que de montañas carmesíes y truchas arqueándose en un delirio de vida, por cielos a los cuales el trasiego de los llanos áridos dan una transparencia infinita, a isletas que surgen por doquiera de las aguas como canastillos flotantes”entre sauces llorones y chopos”, y un etcétera que mejor ni me esmero en recitarles. 
Todo entre los Oh, los Chale, los Ya está de vuelta el loco... 

2. Selomo Ibn Gabirol.
-0-
El Mero es mi segunda personalidad, Ohsis. Viene de Merolico, como llamaban en nuestro país a quien presentaba un espectáculo público para vender remedios de dudoso efecto.
Nos introdujo en otro de aquéllos cuadernos y desapareció luego: 
Hay buenos motivos para iniciar en la bahía de Santiago de Cuba una mañana de noviembre de 1517. Y también para hacerlo sin fecha en la tierra donde las montañas cambian de lugar a saltos, y desde un manto invisible, sobre mocasines alados, hace su aparición el Niño de Piedra, producto del guijarro que preñó a la primera mujer sioux.
No estoy seguro qué historia perseguimos. ¿La de una pasmosa revolución de los tiempos y los espacios humanos, cuyo resultado obra de diabólica manera todavía a comienzos del siglo XXI?
¿Complicó el asunto si les pido gracias al pueblo de Brian O´Donnel, a quien a estas alturas deberíamos conocer, pues las facultades con las que su fantasía nos inviste permiten los viajes a voluntad por cualquier época y lugar de la tierra? 
Juego, Ohsis nietos, como invitación a paseos extraordinarios para La Corte de Medianoche. 
Los coloqué a la cabeza del grupo por una foto. En ella de espaldas contemplan un mar muy al sur de los que hace medio siglo terminaron de formarme.
No llegaron allí por casualidad. Los conducía la infancia perdida de su ma, el recuerdo de los padres de ella y el gran secreto. Sin saberlo eran el Ulises que busca la vuelta a casa y nada tiene que ver con el célebre poeta de la antigüedad, sino con la Grecia traicionada tres mil años después de él. Allí nació uno de sus bisabuelos maternos, a quien la memoria familiar da un romántico aire.
Al ver la foto entendí: a ustedes se les revelarán los misterios de los que estamos hechos los siempre desdeñados, para nuestro reconocimiento desde el primer día, desde el primero. 

Trópicos
La ciudad muere pronto sobre la única mancha vegetal en cien kilómetros a la redonda de desierto, y al saludar el fin del malecón el sol no es el criminal que debiera, gracias a la brisa engrosada por las gotas de la rompiente.Los pájaros se agotan también, sin faltar las gaviotas y los pelicanos que no encuentran nada por aquí, donde nace el reino de los zopitoles.
Voy a solas pensando en los paseos con P al cerro ante mí, en busca de piedras presuntamente raras. En él remata la pequeña sierra que sigue la carretera, capricho del terco golpeteo del mar atemperado por la bahía baja, en cuya playa las ballenas y los cachalotes suelen vararse al perder el rumbo del canal.
Hace cuatro o cinco años papá vino a trabajar aquí, a mil kilómetros de casa, donde para mi lujo paso cuanta vacación señala el calendario escolar. La tercera planta del hotel que el hombre se empeñó en construir contra la voluntad de los dueños, quedará para siempre sin terminar, según parece, y la pandilla anda a sus anchas por ella, como por los tamarindos, de rama en rama, uno tras otro, o el filón de arena en el que nadie se baña de tanta restinga y tanta áspera piedra. O por el muelle donde contra un pilote la Mariana recibe a los marinos urgidos, Cinco pesitos, güerito, y el que sigue, con sus carnes entradas en años, ajada y simpática, de negro entre los calores, encendido rubor en la mejillas, el sombrerito hace tiempo pasado de moda rematando en fresca flor. O la boca esa de mar entera, incluida la corriente refluyendo justo en el canal trampa de los animalotes cuya agonía decimos disfrutar sobre sus lomos.
Un par de veces estuve a punto de morir allí, al borde del estolón frente a la ciudad-pueblo, en los paseos que dábamos en las planchas, como llamaban a las navecitas lisas con un par de remos.
-¡No, no pelees con ella!, ¡córtala! -gritaban los amigos o los hermanos, refiriéndose a la corriente, y yo creía hacerlo pero cada brazada, hacia la plancha o las rocas, cuanto más empeñosa, más me alejaba, obligando a que vinieran en mi salvación.
Cincuenta años después me preguntó por qué emprendo entonces la aventura de la carretera a solas, o crío a ocultas mi rancho de caracoles, o me escurro para las pesquerías. La pregunta es ociosa, claro, y completo los seis kilómetros y medio de cómicos, a ratos enternecedores saltos de las olas, hasta la playa que se anima nada más durante los fines de semana y así hoy y muchos días estará sólo para mí y para los pulpos, cardúmenes de infinitesimales criaturas, y demás, susto y gozo al hundirme por horas en ese otro mundo.
Qué torpeza mirar así, desde el futuro hacia el que entonces los días se fugan, cuando nunca lo hicieron. Uno a uno eran y sin destino, innecesario, insensato. Presente el mundo, reducido al cielo bajo de las raídas nubes a la mano y el azul gritón a fuerza de acaparar la vida cuya única motivo era aquélla inmensidad misterio puro, engrosando el aire con sus vapores, emborrachándolo todo: la espesura entre las ramas de los tamarindos, de por sí briagos por el aroma de los frutos, sudor de tierra agria; los hormigueros que no se daban abasto de tanta jugosa hoja; el tropezar un paso tras otro de los caracoles en su terror a la arena; nosotros, deseo descorchado, comiéndose la cola.

Andar
El carrín, según se dice en estos lugares a diez mil kilómetros de nuestra ciudad, es de Encarna, la entrañable peluquera. Lo maneja su adorado Marcelo, minero que se hizo mil usos de la albañilería, y en los asientos de atrás voy con el Roxu, pequeño y rubicundo, cuyo brazo izquierdo vacila en el recuerdo o la imaginación desde la voladura de una pared rocosa en uno de los pozos de hulla que a los catorce años el abuelo hizo su hogar.
Subiendo las montañas una penosa curva tras otra, el motor tose justo como un minero enfermo de silicosis, y la densa niebla alrededor contra los grises macizos de los Picos de Europa es melancólica dulzura transmitida por los ojos y los comentarios del Roxu.
-Qué hermoso ye estu –dice en la tierna habla de la región, donde por contraste todo es a tajos, a palabras gruesas, en un volumen brutal para los oídos de los extraños, Ohsis.
Vamos tras el rastro de Belarmo, un poco contra mi voluntad pues tengo la cabeza llena de historias sobre los del llano y del monte, sucedidas luego de la marcha de él.
Kilómetros atrás pasamos el pueblo de José Mata y Pepe Llagos. Al primero lo busqué antes de venir aquí. Vive en otro país, jubilado por la mina donde trabajo desde 1948, fecha de su rocambolesca fuga con un centenar de socialistas de ambos sexos, que el abuelo contribuyó a organizar. Allí me contó la historia de los fugaos; de quienes por miles se echaron a las montañas para escapar a las siniestras columnas que tomaban ese último bastión de la defensa de un sueño.
Todo dijo a la grabadora por la confianza en mi familia, y mucho pidió callar pues las heridas no cerrarían jamás.
Luego encontré a Llagos en la aldea de la cual no salió. Tenía dieciséis años cuando la derrota y la escuetísima experiencia política no le impidió encargarse de lo que nadie más podía: los restos de su organización política en la cuenca del río cuyo curso seguimos ahora. Pasarán tres décadas para que conozca a un hombre más roto que él, el de La piedra, de quien hablaré después.
Me desvío, como siempre, Ohsis, y regreso a la carretera cuando vemos bajar a una de esas incontables criaturas cuyas emociones se diría existen apenas, consumidas por la monótona persecución del pan. 
Su nombre es Sandalio, tiene veinte pocos años y forma pertenece a un gremio muy numeroso en cualquier tiempo hasta ahora: los viudos y viudas, que plagan los cuentos populares de toda Europa.
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Él, el padre de ustedes, nietos, que nació año y medio atrás, quedó en la ciudad frente al mar adonde llegamos hace poco. Quedó con Ella, quien ya está y no, pues de exilio cuanto hay en el cuaderno, el suyo inició sin saberlo.

Tiempo de caminar
La presencia de la mujer era abrumadora en cuanto el paseo distraído de los ojos recogía. En las representaciones del colgajo de collares, por ejemplo, o en las mariposas y las primaveras, como alguien me dijo se llamaban aquellos pájaros de pecho generoso, que coqueteaban en el marco de latón del espejo contra el nicho del armario de madera cruda, sencillo y luminoso. O en la imaginación de la que hacía de mesa de noche, que resultaba una incógnita en el celo por la austeridad aparente -la lámpara y dos o tres objetos más sobre el metro cuadrado de la hoja de madera-, desmentida por los mundos de la trama del rebozo improvisado de carpeta con sus fantasías de una geometría a primera vista de extrema sencillez, en la cual podían sospecharse siglos de secretos y fracturas heredados.
Ella a plazos apremiante y pospuesta, entregada y esquiva, y en verdad siempre inaprehensible, como entendí de nuevo al topar los dibujos de la cortina y el tiempo de principio a fin suyo que estaba en ellos, recreado hilada a hilada, donde parecía adivinarse todavía el tarareo en silencio que acompañó un paso tras otro de la aguja, incapaz de decidirse por pudor o miedo a reproducir la estampa clásica del ama de casa. Ella por todas partes, también en sus ausencias. De los sartales de la cajita destapada como por casualidad, que descubría el desbarajuste de anillos y aretes y pulseras, a las puertas entreabiertas del clóset por donde asomaban los bolillos de un vestido, un par de zapatos de tiras, el encaje de una manga, encontraba las mañanas en las que la radio, a un volumen que casi sólo ella escuchaba, daba la impresión de hablarle de cantinas y hoteles de paso y suertes de equilibrista, mientras el trabajo sirviéndole de pretexto se vestía una blusa volada, la invitación de las faldas de algodón que le ceñían los muslos al paso y el desafío de las grandes arracadas, preparándose para desaparecer hasta no había modo de calcular cuándo.



Sueño
El Nuevo es su tío, E y S, y las viñetas de Tiempo de caminar impiden que precise ciertas cosas sobre él, a quien en mi vejez escribo:
Te llamo Nuevo y tus fotos están en las paredes de mi casa con las de los demás por quienes la vida tiene sentido. Si tardo en hablar de ti es porque representas el punto más delicado de mi mayor tormento.
Te miro, te doy el tierno beso de siempre y entre la distracción deliberada de Él y mía te alejas gateando por la playa y entras al corral, donde los animales te reciben como a otro de los suyos, prodigio. Volteó luego al teléfono eternamente descolgado para no sentir tus largas ausencias y el miedo me alcanza.
Eres tú quien lo invoca sin saberlo, precipitando el que no te corresponde. El lirio seco en el frasco que sirve de maceta, la pila de libros y papeles, la tersura de la noche, mis manos en el teclado, ¿los invento?
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¿Es que en verdad pierdo todo? De nuevo una viñeta llama:
Pura impresión soy y no hay minuto del cual salga sin cabos de cuerdas que no sé dónde atar. En pedazos vuela el mundo apenas lo toco y llueve luego dejando alrededor un campo de batalla en abandono. Entre el lodo un trozo de nube reta al entendimiento. Le dedico la más amable de las sonrisas y echo andar incapaz de un grito o una pregunta.
Recuerdo entonces la estampa que recoge un escritor aterido no de frío sino por las calles de la ciudad entonces del abuelo, mamá, papá, la abuela: una mujer recoge el cuerpo de la hija y mientras se esfuerza por unirle el brazo, entre los escombros busca con desesperación la cabeza, para negar los últimos diez minutos.
Quitado el dolor que fulmina, soy ella repitiéndose cada día. 

Red de agujeros
Costa Grande, llaman en el estado de Guerrero a la región donde masacraron a los campesinos. Dos mil quinientos años llevan poblándola los yopes, en una historia que no para de transformarse, como todas, y desde luego incompresible sin muchos otros actores, empezando por los me phaa de la contigua Montaña donde la sierra termina de establecerse desde su nacimiento a unos cuantos kilómetros del océano Pacífico.
Traigo a mi compadre para que acudamos a la trágica trampa y yo suelte ideas de mi ronco pecho, sobre un proceso de dos siglos, que ahora sé son vagas.
Red de agujeros, con frecuencia Casa del horror, en la que vivimos. No conocía el poema cuando niño tropezaba repetidamente en la calle: “En los caminos/yacen dardos rotos,/los cabellos están esparcidos./Destechadas están las casas,/enrojecidos tienen sus muros.// Gusanos pululan por calles y plazas,/y en las paredes están salpicados los sesos./Rojas están las aguas, están como teñidas,/y cuando las bebimos,/es como si bebiéramos agua de salitre.//Golpeábamos, en tanto, los muros de adobe,/y era nuestra herencia una red de agujeros”(1).
Vale ahora aclarar porqué concentro mi atención en Guerrero. Escribí tres libros sobre la región durante diversos periodos. En uno de ellos varios hombres, sátrapas incluidos, se declaraban héroes. El dominante dejó su nombre para rebautizar la población que buscaban los campesinos masacrados siglo y medio después: Atoyac de Álvarez. Todos formaban parte de la Suave patria a la que me agarré como un desposeído, pues eso era. 
El tercer libro aparece por solicitud de quienes lo necesitan con apremio y entiendo así bien a bien la tragedia que contienen tierras sin cuyo aporte no habría esa Suave ni sus malditos. 

1. Visión de los vencidos. Compilación y traducción de Miguel León Portilla. 


Películas
Llevaba veinte años peleando con lo que pretendiéndose una novela no hacía sino buscar en mi vida. De cuando en cuando la mostraba a M, quien por cariño y prudencia guardaba sus opiniones. Finalmente la orillé.
-Es París, Texas -dijo, harta.
No importa si atinaba, sólo el mensaje. Bueno, pensé, en adelante cuidaré que mi historia personal no repita la fórmula de una gran película, o tendré que tirarla a la basura.
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Otro capítulo también debía borrarse. El responsable ahora del argumento no soy yo sino la muerte de una mujer, y el esposo y el hijo que disputan su cadáver para usufructuarlo políticamente. Como extra va la nuera tratando de meter en su cama a un cuñado chantajeándolo con descubrir el espectáculo al hijo de ella, cuya voz se escucha tras la pared. 
-Demasiado Vinterberg -diría M. -Y manido también el sabor final en la boca: sobrevivir o no al asco, a eso se reduce la cuestión. Bah.
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¿Cuántas grandes películas podrían hacerse con nuestras vidas? La propia M da para veinte y Esther tiene una ante cuya vista moriría avergonzado el director que creyó descubrir con cuánta sutileza procede la muerte.
De aquélla escondí una obra mayor en esta viñeta: 
Su pequeño, hermoso cuerpo servía sólo para soporte de una encendida imaginación. Así mi boca, mis manos, mi sexo, no bastaban y tuve que introducirme en la fantasía a fin de cumplir el interminable apetito que desde muy temprano me cavó el miedo.
Diez minutos después yo era el experto y ella la párvula, al menos en los cursos de primaria. Los superiores, hasta el postgrado, estaban en su cabeza entorpeciendo el juego a ratos hasta la imposibilidad. 
El doctorado cum laude lo recibió muchos años después en la procura del regreso al escenario. Cuando vino a mostrármelo literalmente caí a sus pies a pesar de la conciencia de que con él ella tocaba el infierno.

Demasiado humano
La Reina de la Roca Gris, la señora celta que se queja en los poemas irlandeses y que aún sin sus hermosos atavíos precristianos ha seguido cuidando por la provincia de Munster, contempla impotente cómo el fuego se ceba con los campos destruyendo cosechas, frutos y aldeas, y como los hombres enfermos de comer hierbas se arrastran por la tierra y mueren para que hambrientos lobos, perros y niños se lancen sobre sus cadáveres. El culpable no es el azar o la intempestiva, enloquecida reacción de un ejército enemigo. La obra forma parte de una concienzuda política de exterminio puesta en práctica al fracasar las horcas y los descuartizamientos públicos, “la instigación de hermanos contra hermanos, la gratificación a espías, delatores y asesinos, las altas recompensas por las cabezas de los caudillos rebeldes”.
Los anglonormandos han alcanzado Erin en los años mil doscientos, pero ellos y los colonos escoceses trasladados a allí se conforman con un extremo de la isla. Hasta este siglo XVI en el cual suceden las matanzas de Munster, cuando el occidente europeo anuncia dominar al mundo y el Cromwell que según un cuento en gaélico sirve de disfraz a Satanás, conduce a una nueva monarquía británica que sabiéndose rezagada, fuerte y libre a un tiempo se apresura a irrumpir en el reparto de los océanos por el Papa y comienza a crear su imperio en Irlanda.
La isla es botín y escuela para hombres que harán huella del otro lado del Atlántico. John Hawkins, el pirata cuyas asaltos aterrorizarán al Caribe, recibe sus primeras clases aquí, igual que Humphrey Gilbert, quien será el primero en declarar la posesión formal de suelo americano para Inglaterra, y su medio hermano Walter Raleigh. Se trata de personajes menores que en la isla se vuelven Sires y comienzan a hacer de su nación la tierra de las ultramarinas promesas y la avidez sin escrúpulos, dando forma a la mentalidad que permitirá toda clase de extremos con los pobladores del Nuevo Mundo.
“Los irlandeses fueron tratados de la misma manera con que más tarde se trataría a los indígenas americanos”, escribe un historiador alemán sobre la conciencia colonialista iniciada aquí y que hace familiares a los contemporáneos las frases puestas por Shakespeare en boca de Ricardo II, uno de los precursores de la tarea:
Era preciso exterminar a esos bárbaros y velludos kerns,
que viven como veneno donde ningún otro veneno,
excepto ellos, tiene el privilegio de vivir
El noble inglés que nos trae las escenas de la campaña de Munster, bien podría hablar del trabajo de las compañías coloniales en Norteamérica al exclamar horrorizado: “No se daba mayor importancia en aquella provincia a la muerte de un nativo que a la de un perro rabioso”. “¡Busquemos alguien que matar!”, era la frase de los oficiales de la reina Isabel, protectora del teatro, cuando el aburrimiento los alcanzaba o sentían enmohecer sus miembros, en los descansos de una empresa que copiaba a la de los adelantados españoles de las Antillas, de Mesoamérica o el imperio inca sin cargar Leyendas Negras. El Raleigh vitoreado por los libros de texto, que en breve despejará el camino a la fundacional Virginia de Norteamérica, comienza a labrar su destino en esta Irlanda, encabezando el degüello de 400 rebeldes para recibir en recompensa diecisiete mil nada despreciables hectáreas.
Gracias a estos esforzados y a sus seguidores, en poco más de cien años y a pesar de la constancia, la extensión y la ferocidad de la resistencia acaudillada por hombres a la altura de los legendarios guerreros celtas de la isla, todo habrá pasado a ser propiedad o derecho de alguien. Del gobierno, de la Iglesia y de los terratenientes ingleses, antes que nada. Aunque no es sino el principio del despojo y de la rabia del pueblo, para quien más que nunca el pasado y la patria adquirirán hermosos, enormes y desgarradores tamaños.
Es entonces que no se sabe si un poeta presagia o promete:
El mar será un fluido rojo y el cielo como sangre
Sangre roja de guerra teñirá el mundo hasta la cumbre de los montes...
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Nuestra Red de agujeros, hoy Casa del horror, E y S, está íntimamente relacionada con esa Irlanda donde nació Brian O´Donnell. Nada escapa a lo representado allí, cuando Todo lo sólido empezó a desvanecerse en el aire (1).
1. Carlitos Marx.

"Sur, geografía profunda"
Prometo pasar la nota que para ustedes, nietos, hice una madrugada frente a un lago, dos mil kilómetros al sur. 
Apenas regresé las hermanitas me convocaron, no hubo tiempo para contarles y el día siguiente amanece con cuatro parejas y media durmiendo como pueden y quieren en la casita. 
Sombras, todos iluminamos... la sombra, claro, y cada una a su modo. Yo parezco estar allí y cada vez más ando en otra parte y ruego se marchen los demás para ocupar de nuevo mi soledad.
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Este apunte no debería estar aquí, E y S, donde sólo cabe lo trasegado. ¿Simplemente me equivoqué o nos conduzco a un punto oculto también para mí?
Las primeras búsquedas, a los veinte años, fueron hacia el norte. ¿No había o no entendía el abismo?, pregunto al yo de entonces, que no puede contestar así estemos cara a cara, en presente los dos. Presente perfecto hoy, aclaro, pues apenas contengo la necesidad de hablar con la Inesperada.
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En sus vacíos y su lenguaje cifrado los cuadernos terminan asemejándose a una novela, creo. En el primer miércoles mis sesenta y nueve años saben por fin sin dudas que son uno, este a la vista. El resto apenas se insinúa, sin importar lo mucho detrás de ellos.
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Sur, geografía profunda(1). Saco de la maleta los papelitos que encontré en el cuarto de hotel cuando esa madrugada una semana atrás no había más donde escribir. Huelen a trópico húmedo, mil seiscientos metros sobre el nivel mar, deducimos entre la niebla, pues los cafetales necesitan altura y de mañana hubo una visita a ellos:
El lago frente a mí tiene una calidad fantástica con su cordillera al fondo. ¿Existe o es nuestro hotel quien nada en la imaginación, sólido que se desvanece en el aire contra esa terca tierra bien enraizada en milenos de historia, como las montañas que un volcán corona?
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El Sur geografía profunda está por todas partes un mes después del viaje y basta con andar por nuestra ciudad. Lo encuentro en las charlas con Armando, Emilio, Fernando, o al buscar a Aldebundo entre rutas un poco enredosas, y a sus miles de compañeras y compañeros, o en el campamento que se vuelve mi segundo hogar y representa a multitudes. Aparece también durante las nuevas pláticas sobre el joven sin rostro.
Me muevo allí sin dejar huella, S y E, pues no hago sino acurrucarme. Si algo aprendo no servirá para nada ni nadie, incapaz como soy de traducirlo y tengo a la edad en contra. Ocasionalmente lo que me pasaba desapercibido se descubría madurando dentro de mí. Ahora lo aprovecho por instinto. ¿Para qué? Imposible saber. 
Sigo en la azotea a mis ocho años. Sólo llegan reflejos. Entre el campamento Lupita es una nueva Felícitas.
1. Armando Bartra.

Calzada
La Inesperada es el gran amor de mi vida y pudo venir sólo cuando envejecí.
Si soy un cronista que jamás fabula, nietos, a ustedes toca discernir cómo cumplo el oficio esta vez, les digo en un diario dedicado a ella. 
La declaración sirve ahora, al detener nuestro ya único cuaderno. Continuaré mañana, claro, pues lo necesito, consciente de que sólo por casualidad me leerán. ¿Fallé? 
Una viñeta da explicaciones. Pensaba dejarla fuera y como el plan se alteró, la sumo:
De joven dejé creer a los amigos que en cualquier momento me presentaría con una novela. Un día fui puerta por puerta deshaciendo el enredo. Era tarde y corrió la especie de que la autocrítica me devoraba y a la basura o a cajones bajo llave iban espléndidas o prometedoras cuartillas. Ni asomos de eso existía. La confusión la originaron centenares de hojas sueltas garabateadas desde la infancia, que aún conservo. 
Pruebas de cariño se empeñaron en llevarme a las editoriales y apareció una decena de libros, todos en mayor o menor medida sin pies ni cabeza. Había una porción de buenas cosas allí, como en las roscas de reyes del pan de cada día donde colaba la vocación de cronista -de modo que las patronales se encontraban de súbito mordiendo al santo niño y cargaban a paraguazos contra mí persona.
Al reunirse la pedacería tenía cierta correspondencia y en casa iba creciendo lo que al decir de Juan no pretendía narrar sino entender. Lo hacía gracias a la prodigiosa facultad de las palabras. Persiguiéndose unas a otras sin un continente yo capaz de apresarlas, revelaban el mundo a mi alrededor. 

Hoy éstas y aquéllas gritan por un lugar a propósito, no importa si las atestiguan o las tiran a locas.
Juan contempla el espectáculo y echa lazos. Le tiene sin cuidado si el asunto termina con pastas y lomo. Lo que vale es el paseo por la Calzada de los Misterios.
(La Calzada existe, S y E, con doce túmulos para postrarse ante los bíblicos actos de fe. La construyeron hace casi quinientos años sobre una de las tres que unían con tierra firme a nuestra hoy ciudad monstruo, y así superpone visiones encontradas del mundo y misterios, justamente, pues la civilización que quedó oculta jamás se nos develará bien a bien. Por eso la visito cuando cada poco los cuadernos preguntan.)
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A buen entendedor bastan dos docenas de líneas, S y E. 

De cunas
Un nombre, sólo eso tengo: Teresa. No sé incluso si te veo, a tus ocho años justos en la aldea a tiro de piedra del mar tempestuoso, donde crecerá tu nieto y abuelo mío. Hay por allí macizos de álamos, abedules, castaños, "cónicos húmeros”, campos de trigo y maizales, pero no donde tú, niña, que andas a cielo abierto, los pies eternamente mojados por la esa sí “tupida hierba fresca, jugosa, oscura, aterciopelada”.
¿Juegas camino a la leche que los vecinos te dan para llevar a la ciudad, según figuro? Casi puedo tocarte y ni eso preciso. Tampoco tu cuerpo que huele y sabe a lo que no descubriré jamás, tan una pregunta como tu andar, el modo en que te abres a la sonrisa o tu rostro, de piedra, se resiste a ella, o en el que tus brazos se extienden y recogen o te llevas la mano al cabello húmedo por la lluvia menuda y sin descanso.
Eso, de agua y tierra te compones doscientos años antes que yo, sustancia por entero distinta a cuantas topo en mi realidad a un océano de distancia, no menos ancho y ajeno para un mortal que "el giratorio curso de los cielos".
Te miro y no consigo dibujarte ni a lo incierto, presencia indiscutible que no hay modo de atrapar, cuando no te caben en la cabeza, y por lo tanto no existen, no lo harán nunca, quizás, Cándida, tu hija, ni el hombre a quien persigo posiblemente con la misma falta de fortuna, y menos, claro, el yo que en la silla se borra tal si le pasarán una goma encima.

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Cuando nacieron empecé para ustedes, nietos, lo que en este caso se nombra a lo exacto: un diario. Los veo casi sin falta las tardes de lunes a sábado, y escribo y escribo en el cuaderno.
De todo cuento a su futuro. Hoy les digo que en mi cuna de niño pienso contemplando las suyas, y miento. Cierto que t
anteando su fortaleza trepo el barandal de la E, me echo y lo primero en atraparme es el olor, pues paso la nariz por la pequeña almohada y el potro de peluche al que se abraza para dormir y no puedo clasificarlo, como luego en de la de S, igualmente distinto e imprevisto.
Mi memoria está por entero ahí, extrayendo sólo lo necesario para ajustar al tiempo al cual me introducen ustedes, los gemelos. Poco antes de llevarlos a la guardería E retaba a la gravedad por vez número mil en diez meses, en persecución de la arisca gata por un barandal. ¿Intuyo lo que descubriré muy pronto: la ardua conquista de la libertad, conculcada otra vez apenas lo logre para empezar de nuevo el ciclo?
Mientras, S, potencia pura, desde el juguetero continúa la experimentación cuyos resultaron consultan juntos en los diálogos sin sentido a nuestros torpes ojos, incapaces de descifrar el juego de murmullos, miradas, gestos, demostraciones  través de objetos, justamente de cuna a cuna.
Es eso y muchas cosas más las que me capturan cuando el lugar queda en suspenso, esperando su regreso, sin faltar las motas de polvo y su bailoteo a la luz del ventanal a la calle, hermanas suyas en sabiduría.
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Uno mira sesenta años un retrato. Lo mira de día y de noche, casi siempre sin darse cuenta, en eso que llaman el subconsciente. Del hombre que aparece allí ha escuchado hablar a la esposa, a unos cuantos viejos amigos, a las hermanas, los cuñados y los hijos, de él. Los ha escuchado repitiendo el puñado de anécdotas que su memoria seleccionó.
Hay también una docena de fotografías dibujando sin variar a un ser de mediana estatura para su tiempo y clase, en el cual se dibuja una insobornable voluntad cargada de silencioso, cumplido orgullo. Con las fotos va un batallón maletín marrón de cuero, dentro del cual reposa una veintena de cuartillas en máquina de escribir, que quedaron a medio camino en el intento de hacer un parco resumen autobiográfico.
Veo otra vez la fotografía que le escogieron para ser famoso. Está de pie, el pecho y los hombros parecen no caber en ningún traje, de tan generosos y altivos, como los brazos sueltos a un lado, de piedra, se diría. Hay un detallista esmero por la apariencia personal, un rostro tallado a lo Picos de Europa y una sonrisa apenas esbozada en la boca y los ojos, que hablan de sencillez y resultan un misterio. 

No juego al cuaderno, realmente lo intento. Al capricho hago capítulos, S y E, al capricho termino el primero aquí y para anunciarlo uso cursivas. Estoy más loco que lo previsto. Si siguen leyendo aguanten otro poco, antes de tomar una decisión juntos.
Doy una batalla y si la regla dice que es mejor retirarse a tiempo, no debo hacerlo en este punto, pues me toma a medio camino. Cuando lo decida, empezaré otra vez. Se aprende caminando, ¿no dicen?, y de porrazos sé mucho.  

II
Volver
¿Me miento buscándome a pocos días de nacido? No sé si los olores están o vinieron en préstamo. La cuna sí es esa, de madera que se torna, hecha ex profeso, vacilando en sus pretensiones de prosperidad. Las sábanas blancas de algodón, una colcha tejida por mi abuela a lo sabio y sencillo, con sonrisas primitivas en las austeras grecas que la salpican. La cuna, cuánta soledad, digo, si bien ahí nada se nombra por más que se precise, digo desde el escritorio, la ventana, el patio, el medio día de donde imaginariamente me traslado. ¿Me ve quien voltea a un lado y otro?, ¿él sí, atravesando la ruta con sus incontables desvíos por minuto?
Qué sé yo, pienso, temblando al escuchar los pasos en pantuflas de mi madre acercándose para darme el pecho. ¿Quién tiembla, el de la cuna o el de pie, que puede voltear, adelantarse a la entrada de ella con un par de pasos hasta el pasillo?Vienes en bata desde la cocina, ma. No tienes idea de que te observo y ahora la expuesta eres tú. Nunca nadie sorprendió tu intimidad así. ¿Me vengo del temblor que despiertas en la cuna?

Para morir iguales
De plúmbago, sin amenazas, las nubes casi al alcance de la mano corren rápidas en el día que suda sobre el caserío, donde la sal de mar hace cuatro siglos estampa su huella. Por la vía del tren, entre un millar de paisanos en alharaca, dos costeñas maduras, firmes, desparpajadas, se regodean en los gritos.
-¡Huevo de gallina, no de granja! ¡En Espinal hay hombres, no chingaderas! -refiriéndose al hombre pequeñito, de voz aflautada, que acaba de salir de prisión y encabeza la marcha: Demetrio Vallejo.
Es el sábado 12 de mayo de 1972 y cuantos hay allí llevan un mucho acunadas y otro mucho a cuestas dos o tres décadas de trabajos por Utopia, que no está en el santoral ni tiene altares en la Iglesia de Salinas Cruz, cuya torre domina la vista, ni en ninguna más del Istmo de Tehuantepec, del resto del estado de Oaxaca o donde sea en el México de tercos rezos por ella apenas Hernán Cortés terminó su obra.  A comienzos de 1959 ese par de mujeres sin duda estaba entre quienes defendían del ejército el local del sindicato ferrocarrilero, cabeza del gran esfuerzo de trabajadores y trabajadoras por deshacerse del monstruoso aparato corporativo construido para ellos.
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Una mañana de otoño de 2009, en Saltillo comparto cuarto de hotel con Alfredo Domínguez, un antiguo trabajador de la metalmecánica que lleva medio siglo organizando luchas sindicales y a quien conocí en los tiempos de aquélla marcha ferrocarrilera. Sin duda sabe cuánto lo respeto y mientras nos vestimos vuelvo a dar gracias por la oportunidad de estar de nuevo con él y su gente.
Le hablo del desbordado optimismo que vino el día anterior en la conmemoración de treinta y cinco años de la ejemplar lucha de CINSA-CIFUNSA en esta ciudad, y de las charlas con Nelly Herrera, con María, su hermana y la hermana de Isaías.
-Almirante -le digo-, esas mujeres parecen cristianas primitivas. Ni su abuela las detendrá jamás en la búsqueda de la utopía.
Sonríe de esa especial, como misteriosa manera qué tiene, y suelta una de sus geniales frases:
-Llegará un día en que los cristianos se coman a los leones.



Siluetas
La policía agitaba sin contemplaciones la alcancía de la noche, Padre ordenaba cada mañana la muerte del hijo, las flácidas carnes de Mamá lloraban de vergüenza frente al espejo, Ella era miel pura, sonreía como una niña y me clavaba el puñal hasta la empuñadora, al compás de Los Rebeldes del Rock.
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Tengo quince años y entro al último de los cursos preuniversitarios. En el anterior desapareció el yo que pasaba el tiempo tentando las aristas de nuestro no tan pequeño mundo escolar, en el frontón, en el recoveco al fondo del campo de futbol, los baños o cualquier espacio poco frecuentado donde me aceptaban los rudos que probaban el carácter.
En su lugar se hace presente un personaje en busca de reflectores. El éxito es rotundo y allana tanto la vida que prometo ajustarme al modelo para siempre. Aun así me toma por sorpresa el montaje de miradas y risitas nerviosas dirigido a mí desde el rincón donde durante las semanas de inicio los de primero, recién llegados al edificio, se confinan en respeto a las jerarquías.
Muchos metros de gentío me separan del juego ese que, sin embargo, hecho con todas las de la ley no tiene dudas de alcanzar su objetivo. Más temprano que tarde voltearé, hasta terminar encontrando en medio del coro a la jovencita más hermosa que he visto.
La celestina tiene clase y gran parte de culpa en la elección hecha por su ama. Sólo merced a su tolerancia hacia las torpezas con que respondo al juego, paso la prueba para encontrarme no frente a frente a la belleza esa, sino a la manera que se debe: semiescondida entre el aleteo de las súbditas.
En verdad puedo morir en el momento: se me abren las puertas a una princesa de estilo clásico. Llega a la edad de enamorarse a la manera de la gente de bien, pensando que ahí está el único hombre permitido mientras viva, con el cual compartir un idílico romance y luego un bien provisto hogar. Está eso y no otra cosa, según entiendo cuando su padre se sorprende al verme por primera vez y atinar y prevenir: el mozalbete descansa en nada y si el tiempo incumple su obra, se precisará una pequeña ayuda.
Yo ni sé ni me entretengo. La vida ha sido muchas cosas y entre otras, dolor, que no merece tratarse al paso. No decido si asomarme a través de él o alejármele a toda velocidad. Las vacaciones entre cursos antes de sacar partido de las luminarias, ha sido una mañana tras otra de espanto ante el espejo. Algo terriblemente oscuro aparecía en el rostro aquel, deformándolo. Por eso me agarro ahora a las miradas de los demás como a una droga, y la oferta de la princesita es la promesa de que todo andará bien de ahí hasta el fin.
Andará bien entre el desastre general. La frase suena gorda pero me parece justa y el título de la historia viene de ahí. Cuando mucho después descubra a un célebre director de cine, entenderé su obsesión por la música popular de estos tiempos, nacida en su país por primera vez para los jóvenes. En la pobrísima modalidad nuestra hay un matiz nada despreciable. Fuera de la docena de tonadas hechas en casa, al traducirlas las melosas letras resultan perfectas tonterías.
Aunque el premio mayor se disputa seriamente, creo que Siluetas lleva la delantera. La voz de uno de los invariables remedos de cantantes dice debatirse entre y la vida y la muerte, al descubrir tras una ventana las sombras de una amartelada pareja en la que un ridículo coro denuncia la traición. El tipo repite la historia para terminar descubriendo, ni más ni menos, que equivocó la dirección del amor de sus amores. No importa el despropósito, pues la quejumbrosa melodía y las apasionadas palabras sueltas dan de sobra para que los escuchas pongamos el sobrante, salido de nuestras entrañas que buscan con desesperación caricias y delirios imposibles de cumplir.
Al menos entre las crecientemente gruesas clases medias, sólo las más suicidas jovencitas se atreven a prestar otra cosa que manos, bocas entrecerradas e insinuaciones de pechos y muslos. Suicidas, he dicho, y de nuevo parece un exceso y no es.
A mis ojos nadie lo ejemplifica mejor que la hija de la peluquera del barrio. Una mañana veo a quien fue una niñita disfrutar mi sonrojo exhibiendo, antes que un par de espléndidos pechos, una sonrisa de reto e invitación. Meses después el vecindario masculino pulula por la esquina a la cual se abre el salón de belleza, desde donde la madre de ella se asoma con un matamoscas. Al poco creo que la mujer se salió con la suya, sólo para descubrirla a punto del infarto por el fracaso en deshacerse del Rey, cuya presencia basta para alejar a los competidores. La señora da inútiles voces, la pareja se cansa de escucharla y se aleja abrazada por la cintura. Pasará un año para ver a la joven con un bulto en el vientre, todavía envalentonada, y otro para que sus alardeos se vuelvan triste mansedumbre, sentada en el escalón del negocio con la criatura y vagos vestigios de sus encantos de cometa.
Mientras, nuestras baladitas languidecen, suspiros, chorritos de miel de maple, y a miles las nudilleras, las botas, las cadenas, los bates y una que otra pistola se disputan lo mismo una fiesta que una mirada.


Demasiado humano
Vayamos a un inicio distinto a los planeados: las columnas de Hércules o de Melkart, si quieren, en 1325. Más bien, a un centenar de kilómetros al oriente de ellas, pues nuestro guía, Ibn Battuta, abandonó hace días la ciudad erigida frente a aquél brutal encuentro del Mediterráneo y el Atlántico, en la cual nació.
Vayamos sin pretensiones de gran sabiduría y una carcajada por quienes las tienen con tan pocos méritos como nosotros. 
No conozco Marruecos ni Argelia más que a través de una maravillosa película y las descripciones de diarios más o menos contemporáneos a la época en la cual estamos. Para ayudarme busco fotografías y redondeo la imagen de una tierra mágica. Battuta, nuestro personaje, descansa en una llanura cerca del mar, que en estos tiempos no cultiva la agricultura. Parece el eco del desierto del Sahara, muchos kilómetros a sus espaldas. En las fotos la tierra es rojiza y le crece una rala hierba. Por aquí las caravanas pasean hace cuatro mil años quizás. Las dirigen los bereberes seminómadas, cuyos rostros en las estampas de mi computadora muestran como seres salidos de un cuento. Visten túnicas muy bellas en su sencillez, y se cubren la cabeza y parte del rostro con telas de colores muy vivos: azules, anaranjados, rojos. Sus miradas guardan secretos que les dejan innumerables generaciones transitando a veces sin encontrar a nadie en días o semanas enteras.
De no ser de noche, al fondo nuestros ojos distinguirían el filo del mar, y el cielo sólo se iguala en riqueza al de los sioux del Niño de Piedra, a quien me refería antes. Sin duda como éstos, los pastores trashumantes guían más sus jornadas por el mapa de estrellas que por el ciclo del sol.
El perfume de los árboles de dátiles lo conozco bien, porque pasé parte de mi infancia cerca de ellos. Emborrachan un poco, ¿saben?, de dulcísima, penetrante manera.
Battuta cubrirá tres veces la distancia que hará famoso a Marco Polo, el paisano de Cristóbal Colón cuyo diario de viajes alimentará el descomunal apetito de quienes dirigirán la conquista del Nuevo Mundo.
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Saltemos cuatro siglos para encontrar al costado norte del Mediterráneo a un hombre singular para su época. Se llama Miguel de Montaigne y está en el estudio donde huye de su especie, pareciera, al fondo de una rica casona. La ciudad se llama Burdeos y 
pertenece a la Aquitania francesa, en la frontera con la España vasca. Nada más sé de ella y es una pena pues la región tiene una riquísima, enigmática historia. Hay muchas cosas allí que servirían a nuestros intereses y debo pasar de largo. 
Montaigne crea un nuevo género literario: el ensayo. Así, Ensayos, se llama la obra que escribe cuando queremos dar con él. Uno de los trabajos que van allí contempla asombrado la expansión ultramarina europea, que en esta primera etapa se concentra en la no hace mucho conocida como América, que también llaman Indias Occidentales en memoria y continuación de los delirios de Cristobal Colón y quienes lo apadrinaron. Imaginación sin control, ésta, que nace con Marco Polo. 
Don Miguel, el francés, dice entonces unas líneas soberbias: “Nuestros ojos son más grandes que nuestros estómagos, y nuestra curiosidad es mayor que nuestra capacidad de entender; creemos asirlo todo y apretamos sólo viento”.
Para él eso hacen sus congéneres en el cuarto continente que conquistan a una velocidad de vértigo. Y el vértigo, creo, es la explicación del fenómeno perseguido aquí desde la caravana berebere. Bueno, una de las explicaciones. La otra relaciona íntimamente las palabras de Montaigne con una frase de Carlos Marx: "Todo lo sólido se desvanece en el aire". 


Sin salida
El pestillo, la carretera insoportablemente recta, la manija, jala de ella. Así me digo lunes con lunes en la mañana temprana.
Ahora es noche y descubro el silencio sin elocuencia, regodeo de los demonios que conozco desde niño, cuando cierran la puerta para el privilegio del amo, yo, proclaman, y los trescientos metros cuadrados son cárcel donde certificar la nada escarbada por el filósofo a quien rindo culto. Estoy en medio de ella, pienso, y me revuelvo contra la idea.
El vacío viene de fuera y encuentra el mío, sigo y vuelvo a dudar, atormentado a los veinte años justos como el hombre en la novela que clama por ellos marchándose lejos de casa, a otro mundo, donde las referencias se vuelven añicos.
No vivo de palabras y si los cito a ambos es buscando con desesperación a hombres sin albafeto, que parecieran a mi mano ahora, al mirar por la ventana, y de día, transcurriendo entre ellos, y que se me escapan, con sus mujeres e hijos, cuyas hogares a espaldas mías no he visto siquiera.
No dejo de mirar desde la elegante celda: el patio de una antigua gran propiedad rural, hace mucho fábrica, y sus sombras, que suben y bajan a cuentagotas ahora, entre el par de construcciones cuyos obvios, oscos secretos se niegan a revelárseme.
¡No!, grito en silencio, ¡no soy el filósofo ni el muchacho del libro entrañable! Yo vine al encuentro de quienes me llaman desde niño… para topar y no lo mismo que ellos, pues uno halló, se halló, por fin.
En cualquier caso esa nada resulta absurda, sé bien. Fuera, en el patio y todo más allá lo que hay es exuberancia, y escapa a mis ojos y mis dedos, a mi humanidad entera, urgido de ella. Por la mañana usé la autoridad de la cual aseguran me invisten, para ordenar abrieran el monumental portón. Ahora tendría de una buena vez a los bien amados que entre los tróciles, las batientes, los telares, me odian por respeto a sí mismos. Los tendría con el fascinante universo alrededor del campo en sus esencias. Y hubo sólo sequedad multiplicada y un llano que estruja, viento soplándome con asco y verdes matas en hileras hasta donde la mirada topa las espaldas de mis montañas madres, que eso hicieron, volteárseme como si no me conocieran. Pues si el hombre en la novela viajó miles de kilómetros, el hogar mío está apenas a una hora de distancia.
Fiel a la costumbre, en un pequeño escritorio doy cuenta del momento y sin saberlo el par de hojas que resultan comienzan un viaje a esta vejez temprana donde les busco acomodo para ustedes, Ohsis. Formarán parte de una breve serie sobre mi estancia en la fábrica-pueblo.

Red de agujeros
Contemplaba en las colonias alrededor el cada vez distinto éxito de generaciones campesinas para apropiarse aquella realidad nueva, convirtiéndola en un criadero de ceremonias de la fe, de los cuerpos, de las palabras: un culto secular renovado con los más disímiles recuerdos y meras ocurrencias; formas de andar, de usar una banqueta, un poste o una barda para exhibir o encubrir retos y recatos; estados de ánimo, creencias, giros que buscaban una sintaxis propia, y nombres que se tomaban prestados de esto para confundir o revelar aquello, o que quedaban volando a medio camino para invocar u ocultar ambos.
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Escribí esa viñeta en el departamento donde Él y Ella, y no sé bien cómo relacionarla con nuestro viaje por la Red.
Viejo, Agustín renguea por una pierna y la mitad de su dentadura se perdió hace años. Me mira siempre más a través del ojo cuyo iris perdió casi niño trabajando.
Andamos tras quien dio apellido a la pequeña ciudad adonde se dirigían los campesinos masacrados, dos siglos atrás ahora: Juan Álvarez.
Es febrero de 1818 y debería estar cien kilómetros al noroeste en línea recta, donde el casi interminable nudo serrano baja al gigantesco altiplano. 
Cubrimos así jornadas entre cuatro lenguas y muchas variantes dialectales, por montañas y valles que nunca son los mismos y a ratos gotas de agua parecen idénticas y tienen sellos inconfundibles cada vez. 
Nuevamente necesitamos a los hombres y mujeres que nos las traduzcan y se nos escabullen sin más o a la vista, vueltos sobre sí y contemplando cuatro mil años que nadie sino ellas y ellos conocen un poco por la memoria colectiva y otro mucho a través de la piel.
A medio camino encontramos uno de esos mercados comarcales en que cada tanto los poblados intercambian sus productos. Apenas puede creerse la riqueza de ropajes y telas donde se meten compradores y vendedores. En ningún otro lugar hay colores y motivos como esos, celebración y reconocimiento del universo propio, distinto en cada caso y único, en pelea con el vecino. Cuánta viveza y alegría y miedo entre azules, rojos, amarillos, inflamados de sol bravo y así tenues, dulces, que parecieran evitar la rica trama vegetal alrededor y serían, entonces, imaginación pura.
No lo veo entre los doscientos hombres organizados en guerrillas que fortifican un cerro cerca de Taxco, rica ciudad. El líder es Vicente Guerrero y el movimiento independentista en agonía le encargó su dirección desde estas tierras, cuyos secretos conoce pues lo vieron nacer y lleva siete años y medio combatiendo en ellas. Hasta aquí tengo respeto por él y no sé cuánto lo conservaré si miro a fondo, según piden algunos amigos.
Hay un momento supremo en la historia de la Red, Ohsis: el famoso que todos conocemos por los libros escolares, cuando el cura llama a una insurrección y en días arrastra a miles de familias campesinas, peones urbanos y mineros. 
Para el Sur donde nos movemos, la revuelta es contenida muy pronto. Desconozco con precisión las zonas en que se produce y así no puedo seguir el rastro de la iniciativa de los pueblos indígenas y negros cuando José María Morelos echa a andar un distinto proceso, conforme a nuestro amigo, A: el de los propietarios privados, pequeños y medianos en general, que inician las épicas campañas. 
Van a ellas, siempre al decir de A, con sus peonadas, "africanos, naturales y mestizos que a una orden del patriótico amo transitan de la condición de mano de obra a la de carne de cañón. Los negros y pintos de Galeana acompañan a Tata Gildo a la batalla como antes lo seguían a la pizca y a la zafra. Los ejércitos insurgentes reclutados en esta región no son, pues, voluntarios sino forzados; acasillados que pelean en guerra ajena como de ordinario trabajan por cuenta del patrón en tierras que no les pertenecen(2)."
Por justos motivos A exagera, creo. Al menos una parte de esos peones tarde o temprano guerrean por convencimiento, juraría, al menos sobre un tema: tomar venganza. El combate a los soldados realistas es subversión contra cuanto oprime, aunque no se aspire a la auténtica libertad. 
¿Los pueblos que avituallan y protegen a don Vicente lo hacen por interés o miedo? No, seguro. En castigo las fuerzas realistas se ceban en ellos, quienes una y otra vez repiten sus solidarios actos. Al menos en ciertas zonas, castigadas particularmente por el conflicto. Quizás eligen entre dos males. 
Se encuentre donde se encuentre hoy, el Juan Álvarez cuya huella rastreamos es lugarteniente de Guerrero. Gana así una posición y un prestigio que con la Independencia lo convertirá en cacique y caudillo regional. Revisemos a sus pares del futuro. Florencio Villarreal, hoy oficial de su majestad, llegará a la región invitado por Nicolás Bravo, sobrino y colaborador de los tres hermanos que sirvieron a Morelos. En 1853 Nicolás apostará todo a los conservadores y el mismo camino habrá hecho Tomás Moreno.
Sus tendencias políticas cambian, pues, según las circunstancias. Sólo Álvarez se mantendrá liberal. Luego atraerá a Villarreal, azote de las comunidades, para lanzar una revuelta glorificada en nuestra historia nacional. El tercer involucrado en ella, Ignacio Comonfort, entonces habrá ganado fama reprimiendo a la rebelión indígena más terca por estos rumbos.
Resumiendo: los cabecillas reunidos en febrero de 1818 por Guerrero se preparan a asaltar el escenario político para su beneficio privado, si prospera la insurgencia, claro. Aquél no, me parece.
¿En todo caso lo que importa, considerando a las mayorías, es separarse del imperio español? En cinco o seis décadas pierden casi cuanto tienen, y dos siglos después están más pobres que nunca, mal defendiéndose del terror. Sus usufructuarios inmediatos son descendientes de Álvarez y socios.
-Ay, carnal, ya ando discutiendo con la Historia Patria -le digo a Agustín.
-Sí te pasas, compadre. Ni tus nietos, ni yo, ni toditita la Corte, entiende de qué hablas. 
Sentados contra un amate amarillo, que es una chulada de árbol más o menos común por estos lugares, para levantarnos nos ayudamos uno a otro. Silba una bala y un racimo de hojas cae junto a nosotros.
La imaginación es gran cosa, Ohsis, y la realidad peor, como se acostumbra decir en nuestra Red magnificando algo. ¿Cuánto sucederá en este instante ya ni siquiera entre guerrilleros y militares, sino en los surcos y las casitas que se desparraman cerro abajo? 
-No me acuerdo de dónde era Felícitas. ¿La volvemos guerrense? 
-¿De cuál región y cuál habla?
-No haga preguntas incómodas, compadre. 

Tiempo de caminar
En la mañana del departamento, junto a la figura recreada de Ella andan las muchas pequeñas criaturas mías acumuladas en el cuarto, el común atribularse de los olores rancios de la cama revuelta contra la paz en la cual el día se detiene cargando sus primeras como fáciles horas de registrar fachadas, ramajes, tableros de asfalto, y las trabajosas de poco después a punta de mujeres batallando, de puertas que se abren y cierran, de prisas, de tumultos, de niños en marañas de mundos y hombres conmovedores en el esfuerzo de aparentar que no conocen el miedo.
Es una paz tendida en la pequeña franja de sol entrando por debajo de la cortina, a través de la cual el patio interior del edificio se planta: el rezumar remolón de la sombra, el jugar a solas con el sobrante de los días en las ventanas traseras: el eco de las peleas y las voces llamando, el sacudir de manteles y mantas, los rostros que asoman de cuando en cuando. A la placidez la atraviesa la angustia por el tiempo. Como en los pasos de una mujer camino a la azotea ahora: el centenar de escalones difíciles, esforzados, ayudándose del pasamanos para poder con la tina y los años rumbo a la azotea, un momento en vilo, sin antes ni después, creación pura del patio universo que enseguida, contra la constatación del cielo inmenso, impávido, hace conciencia de su propia pequeñez y su marchitarse –el yeso descarapelado, los agujerones, las trozaduras- e intenta aliviar las fatigas de la mujer animando los trinos, los guiños de la luz en la pared.
Más acá el apenas perceptible canturreo de la vecina que señala el misterio bien guardado de la recámara, creciendo a lo repentino desde la penumbra que como siempre debe estar allá al fondo, donde casi no alcanza la mirada, por las disputas del comedor -la mera convención de los manteles de flores, el genuino orgullo del frutero, el vacilar de la vitrina entre las pretensiones del juego de cristal cortado y el vivo recuerdo de olores de los tarros descapuchados-, a la cocina, a un par de metros de mi cuarto, para celebrar la hora de mujer contagiando el chirriar de la hoja del anaquel, el caer del agua en el pocillo.
Como antes me pregunto qué será de todo eso en sí, en mí y en Él, agrego ahora, cuando al día siguiente nos marchemos para hacer de nuevo posible la vida.

Fantasmas
Treinta años vivió en México Luís Cardoza y Aragón abrazado al árbol de su infancia, en el centro del jardín familiar de un barrio de La Antigua, Guatemala, que el exilio dejó tras una barrera infranqueable. Al regresar, el árbol había desparecido, con la calle, que era una irreconocible otra. El escritor no se levantaría jamás de una muerte que hacía vacilar en la nada los treinta años.
Para entonces Pablo Neruda había escrito muy lejos de casa:
"Les contaré que en la ciudad viví
en cierta calle (...)
No se podía ir y venir,
Había tantas gentes (...)
Todo me pareció brillante (...)
y era sonoro.
Hace ya tiempo de esta calle,
hace ya tiempo que no escucho nada..."
Dulce nostalgia la suya, que podía ignorar la calle impresa en sus compatriotas repartidos por el mundo tras 1973: vuelta silencio y dolor.
Más de tres décadas atrás Victor Serge se paseaba por el bullicio de una noche en la Alameda Central de la ciudad de México, y entre la reposada, sonriente feria de familias se le venían una y otra vez las estampas del último en la serie de exilios que era su vida, y el reclamo de los rostros de los compañeros que quedaron en la Francia ocupada por la Alemania nazi.
Yo no sabía nada de Cardoza, de Neruda, de Serge, cuando en los 1950s crecía en aquella misma ciudad entre dos padres que no abrían la boca para hablar de la Guerra Civil española, sino cuando se trataba de aligerar el drama, y sin embargo estaban y no en la casita de dos pisos donde nos criaban. Mamá se afanaba cada mañana en recoger hasta la última mota de polvo en la sala, el comedor, lo que pomposamente llamábamos biblioteca. Me obsesionaba su estampa desdibujándose a lo fantasma. Era Penélope que no esperaba, repitiendo el rito para espantar sin éxito el recuerdo del viaje no de su hombre, sino de ella, suspendido casi al empezar.
Batía el trapo contra el brazo de un sillón, daba un paso, volvía sobre él, lo expurgaba de vuelta y se rendía, empezando a parpadear en mis ojos que no podían seguirla a la cuenca minera a diez mil kilómetros de distancia, para ofrecerse a cuidar los burros de los campesinos en domingo y dar gracias por las monedas con que pagar la función del único cine en veinte pueblos y villas alrededor. O para trepar a los destartalados camiones que harían la excitante ruta de los mítines en los cuales lucía la joven.
Mamá se adelantaba treinta años al Humberto Costantini que miraba por la ventana la luna mexicana, “chanta”, mentirosa, porque la de verdad no había salido de Buenos Aires, como él casi justo en el momento en que ella, mi madre, hacía las maletas para volver a la España sin Franco y ser de nuevo de carne y hueso, otra vez mitin tras mitin, para con su adolescencia refrescar al maltrecho partido en el cual se había convertido el suyo... y recibir de tarde en tarde la visita de los hijos, a quienes veladamente miraba con extrañeza: ¿de dónde habrán salido?
¿Pero qué tan sí misma era también ella, regresando sin regresar? El país que había dejado y en el cual anduvo trasterrada mucho más años que en el real, apenas y se reconocía en el de 1976. Un poco antes en la serie de artículos La Habana vista por un turista cubano, Alejo Carpentier contrariaba el lugar común nacido entre el boom de la literatura latinoamericana, que rezaba: marcharse es la mejor manera de ver el lugar de origen. 
Alguien revisaría luego la crítica del escritor: "Los exiliados de Carpentier habitan un ámbito atemporal -una suerte de estado de suspensión… Con esta práctica [equis] el exiliado, espera recuperar su ser original y despojarse de su nueva y extraña identidad, que se ha convertido en un código mudo que no le pertenece, un cuerpo petrificado, carente de voz"(x).
Al volver, pues, mi madre se movía entre las sepulturas donde habitaba la España que recreó durante treinta y ocho de sus cincuenta y ocho años, y entraba en un nuevo limbo, en el cual debía reinventarse. Tal vez también por eso, y no sólo por el extrañamiento de sus miradas, que a los hijos nos hacía vacilar sobre el suelo, mis encuentros con ella resultaban en grandes grescas. Eran de fantasma a fantasma.


Madres, princesas, Monelles...
I
"Monelle me encontró en la llanura, por donde yo andaba errante, y me tomó de la mano:
"-No te sorprendas -me dijo- soy yo y no soy yo. Me volverás a encontrar y me perderás”
"Una vez más volveré entre vosotros; pues pocos hombres me han visto y ninguno me ha comprendido.
"Y me olvidarás y me reconocerás y me volverás a olvidar (1)."

II
Termino de hacer las cuentas, madre, y faltas. Hablé ya de la última vez juntos, con mi espectáculo en el restaurante al que solías ir, entre una ancha mesa de tus más queridas amigas y amigos. Dije cosas terribles de ti a grito limpio, marché y nos esquivamos cuando llegaste a tu casa poco antes de yo tomar el avión de vuelta.
Mujer sin tacha, decían cuantos te conocían: proba, solidaria, esforzada, sin maledicencia para nadie, fiel a cabalidad a los tuyos y a tus principios... Y eso que no valoraban en mínimos justos términos tu con mucho mayor obra.
Pecabas de lo de cualquiera, de ser de carne y hueso y no corresponder así por completo a la imagen que te hacían. De ello te acusaba en el restaurante. O tal vez justo, y sobre todo, de tu gran mérito: el valor, que entre otras cosas te hizo soportar el destino de ama de casa cuando en la cabeza no te cupo antes nada parecido, mientras sin que pasara día en treinta y seis años construías la oportunidad de cumplirte y cumplir al marido volviendo a donde los echaron a palos.
Te fuiste, ma, cuando no encontraba el modo de voltear a las madres por las cuales te cambié apenas tuve ocasión de huir a la azotea, menos de un metro de alto y una batita encima, dije. Sin ti no había más a quien apelar, nadie delante, y quedé a solas.
-0- 
Fuiste tan blanda y a la vez y sin querer tan dura. Huías ante mis ojos, luego de hacerlo ante mi boca succionándote el pecho.
Un sábado de mediodía, cuando tenía trece años, por la ventana mirando a un amigo de mis hermanos saliendo de su casa frente a la nuestra, a lo instintivo dijiste:
-Ese es un joven guapo. Como los de mi pueblo -pues era a lo cuadrado, al modo de los mineros.
No lo veías con antojo y lo que me sorprendió no me hizo polvo porque de alguna manera lo sabía desde cuando te me ibas por el pecho -imagina, ma: el niño de brazos en ti, por ti, entero, que a lo repentino no sabe cómo cae en el vacío y aprieta con boca y manos y no hay sino seca carne, des-almada.

III
La mañana cuando en el patio de la escuela se descubrió tras el capullo abierto de sus súbditas, la princesita resplandecía de arriba abajo: el suelto, largo cabello amielado, los ojos de avellana, los pródigos labios, los brazos duros, frescos, jugosos; las perfectas pantorrillas, la insinuación de los muslos y su cuenco, el permanente aire de recién salir de la regadera, la sonrisa de niña pícara e ingenua.
Apenas podía esperar para hacerme de aquella piel, de su aroma, del peso de su cuerpo contra el mío, del sabor de la boca, y del alma que insuflaba todo eso. Mía sin rastro de duda, deseaba, y la constatación no era un invento. Para mí, por entero, de entonces hasta la eternidad, que juro existía. Tanto, habría de comprobar durante el siguiente año y medio, que no costaba entender la decisión de Romeo y Julieta: impedido aquél, darse la muerte era el único, obvio paso para asegurar su tenencia.
Antes de ella el mañana había empezado a instalarse por primera vez a mí alrededor. Era a él a quien daba de patadas la primera generación de adolescentes en el país. Yo dejé de hacerlo, no tenía caso: no había más que ella, principio y final, no importa si nos veíamos sólo entre clases, el fugaz momento en que esperaba la recogieran al terminar y una tarde cada dos o tres meses, cuando el padre a su pesar se condolía.
Nos quedaban las diarias horas al teléfono, atravesadas por silencios mucho más elocuentes que las palabras, en el mundo que no iría a ningún lado pues no tenía dónde: estaba en el modesto, armonioso rincón hecho por mama para acunar su rotura. Por la encortinada ventana al dulce oriente de la tarde, las ramas en sombra de la jacaranda sin flor a su frente se columpiaban en la síncopa permanente reinventada por el viento, circular regreso al origen, a la manera de los pájaros para quienes el día era nuevo cada vez, según me descubrió el hermano pequeño. Por la raja imperfecta entre el par de telas, un rayo de luz también siempre nuevo encontraba objeto volviéndose el escenario de las motas de polvo, bailarinas que se reían de la gravedad, al péndulo del reloj cucú. 
Conciente todo de su único servicio: acompañar de mi lado nuestra historia sin historia, pues pasado y futuro no existían aun como espera de la mañana para vernos. 
En el regazo de la princesita vivía, con su cara de dulce pegada a mis ojos, columpiándome en su sensación, de día y de noche. No había espejo. La imagen que me devolvía regresaba con tal prontitud a su presencia o su sugerencia, que ni un fino papel cabía en medio, instante obturado.
La princesita daba la impresión de compartir el sueño –digo sin la menor duda de que era así, L; lo digo no a ti sino a las reservadas letras en quienes hago el viaje a solas-. Al menos eso parecía decir su mirada, la forma en que alojaba el cuerpo en mi costado o giraba la cabeza al intuirme, la voz de campanitas o en desmayo, sus manos, la escueta boca que permitía dejar contra la escueta mía, prudentes ambas por el convencimiento, creía yo, quizás los dos -de nuevo el absurdo titubeo duda, L-, de que tendríamos mil años para esculcarnos.
Te convoco ahora, en el momento y no en el recuerdo, y aunque me convenzo o quiero convencerme de que las palabras salen sobrando entre los dos, no puedo evitar decirte que el término es exacto: te adoro de la cerril manera de quien contempla lo que cree imprescindible para garantizar su estancia. Me completas, sin ti vacilo y te siento desdibujarte si no me tientas de algún modo.
Me detengo frente a nosotros recargados en la barda, nos miro fijo y apostaría mil a uno a que no está la pareja de jóvenes a un metro, quien pasa por detrás rozándonos, el resto del río alborotado al salir de clases, los gritos que nos dirigen, la urgencia del claxon de tu hermana.

Nudos
A sus cuarenta y tantos años mi abuelo Belarmino firmaba telegramas como este:
“Comisión permanente del Consejo de la Sociedad de las Naciones. Aviación (…) asesina diariamente cientos de mujeres y niños destruyendo pueblos enteros con su metralla (…) Mundo civilizado debe intervenir cese tanto crimen (...)  Caso contrario no respondo pueda pasar cinco mil prisioneros tenemos cárceles (…) Aun cuando hago todo posible es difícil contener pueblo…”
Se refería a los aviones del proyecto que daba sus primeros pasos para ensombrecer la tierra -otra vez-, retándola en los lugares de él.
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-La vida es una mierda –dice el Hombre de piedra en la ruinosa fuente del patio donde gusta sentarse a platicar con mis veintiún años recién cumplidos, que lo imaginan disparando a bocajarro entre una treintena de hombres atados de manos que sangran por las golpizas durante su detención, en el yerbal a espaldas de la aldea de unos para mí entonces inexistentes Mata y Llagos. 
Confiesa que luego abrió con otros a pico y pala la primera de muchas fosas comunes, para al poco marcharse al frente temido por los más rudos soldados bajo las órdenes de oficiales como el de los campos cuyas historias son incapaces de narrar sus supervivientes:
“...los que no han vivido esa experiencia -dice uno- nunca sabrán lo que fue; los que la han vivido no la contarán nunca; no verdaderamente, no hasta el fondo”(x). Y otro: "No puedo encender el fuego, no conozco la plegaria, ya no sé cómo encontrar el sitio en el bosque, ya ni siquiera sé como contar la historia. Lo único que sé hacer es contar que ya no sé cómo contar esa historia”(x).
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Pasa casi medio siglo desde aquellos días con el Hombre de piedra y otro me lo recuerda. Es su par en la colección que reúne a miserables almas dispuestas a todo y abundan esta noche en las misma tierras que visito con Agustín. 
Para encontrarlo nos trasladamos cien kilómetros al oriente, anocheciendo, por las afueras de Iguala, otra ciudad, cuando comienza el horror y el tipo escupe recargado en su patrulla.

Calzada
Los papeles, esos que escribo desde niño y nos sirven aquí, se cuentan a miles y no tienen orden. Buscar entre ellos es tarea ardua y generalmente infructuosa, así estén frescos en la memoria. Había una serie sobre mis plácidos paseos infantiles en bicicleta, descubriendo el valle y su salpicadura urbana. 
Otros recogían nuestros juegos y el anochecer siempre maravilloso, que alborotaba las calles pintadas por lucecitas de hogares y negocios, autos y camiones al paso, sombras de sirvientas bajo los árboles con novios inconcebibles durante el día, escabulléndose colonia adentro; de osados muchachos que se amparaban en la oscuridad para sus pillerías. ¿La vivíamos todos y los demonios desaparecían? 
¿Cuándo hice esta viñeta a continuación? 
Mi casa estaba al pie de la avenida rematada en lo que no era ya campo sino pelea entre llanos vírgenes, huertas, maizales y la nueva vocación de orillas de ciudad, presente en el tiradero de materiales para construcción, la ladrillera, su miserable, hosco vecindario y la promesa de futuro vacilando en lo alto.
Con el trajín de los camiones de pasajeros, los siglos a montones del centro urbano resultaban un eco tanto más lejano cuanto más desaparecían los lotes baldíos. Para quienes vivían fraccionamiento adentro eso era verdad sin tacha. Para los de la avenida, no. Tras un premeditado vacío descubríamos un barrio antiguo que se montaba sobre los restos de un pueblo cuyos orígenes no podían precisarse en el tiempo. Invitación irresistible, nuestros viajes por allí descubrían con azoro una calzada de proporciones dos veces mayores que las orondas de la modernidad.
En claustro, los amigos de las calles traseras sucumbían al resentimiento de sus padres por mil ofensas reales o ficticias, condenándolos a perpetuar lo más oscuro del país. Nosotros, sobre la avenida, enloqueceríamos o saldríamos corriendo, o ambas cosas.
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Les aclaré por qué voy a la Calzada de los Misterios, nietos. Mi visita ahora es para preguntarme cómo entre esa infancia convivían placidez y terror. 
No sé dónde escribí sobre las mañanas tempranas cuando oculto en el baño bajo de nuestra casa, rogaba al camión escolar que silenciara su claxon y me olvidara. Escaparía así al yo reflejado por el espejo, para alcanzar la azotea donde tras un breve mohín Felícitas se preparaba a recibirme. 
Allí mis demonios personales descubrían a sus hermanos de la colonia, desapareciendo luego todos ante el valle.
La historia se repetiría tercamente.
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Los demonios los conocí en la cuna, mi hermano pequeño contra su voluntad me descubriría otros, y aparecerían a cada nuevo paso. Unos se colaban semi imperceptiblemente desde el pasado de mis abuelos y padres o desde nuestra Red, los demás eran traídos por el diario asesinato del deseo.
En el Santo Lugar, Nabor nos contaria sus historias.  
  
Evangelios y más demonios 
Chillidos que rasgan o juntan metal; soplos de fuego cuya fuerza parece salida de un cuento; muescas y cadenas chocando en su carrera sin pausa. Don Carlos puede precisar de donde viene cada sonido y se hunde en su mar que rebota contra los muros del enorme galerón, mientras le baja a la fuente de calor. Y no es porque la caldera urja su atención, enforzándose en no darle tregua y amenace con achicharrarlo.
Hace mucho aprendió que las máquinas tienen mucho de tiranas y mucho de niñas mimadas, y juega con sus ritmos sin temerles, de modo de darse tiempo para intercambiar noticias y chanzas, recordar esto y aquello, hacer cálculos para mañana y después de mañana. Todo, orgulloso del hombre en el cual se ha construido durante sesenta y dos años de vida, en buena parte gracias a lo aprendido del padre, la madre, los abuelos, que están ahí, al lado, más a lo cierto que si colgara sus retratos, como en las ciudades de Puebla y Veracruz donde crecieron.
Don Carlos pertenece al Santo Lugar y su relato es una suerte de evangelio, que con otros once debería completar el Libro. No conseguí hacerlo. 
Nabor, el Sabio Analfabeta, nos daría un segundo. 
No sé si conocí alguien tan inteligente como él. Ya muchacho empezó a leer y escribir con ayuda de un silabario, y cuando éstos dejaron de usarse se negó a continuar el aprendizaje y concentró su atención en ver, oír y reflexionar sobre grandes y pequeñas cuestiones.
Creo que disfrutaba constatando que los demás nos dábamos cuenta de cuán profundo era, y por eso estaba siempre dispuesto a pasar un buen rato con nosotros al terminar la jornada.
Íbamos a la fábrica donde trabajaba para gozar del calor que faltaba en la calzada. El lugar tenía plácidos aire de ranchería.
Cruzando la autopista se entraba a una arbolada calle sin pavimentar, y a veinte o treinta metros había otro todavía más corta, con sólo la fábrica y una tienda frente a ella, adornada en la parte trasera por flores y una rocola para servir de merendero y despachar cervezas clandestinas. Allí eran nuestras charlas con Nabor.
En un estilo parsimonioso y como si se refiriera al precio de los chiles o las tortillas, soltaba sentencias o tejía cuentos breves que nos dejaban en suspenso, de modo de mostrarnos que hasta lo más simple en apariencia podía observarse desde varios lados. En ciertos momentos sugería así ideas idénticas a las de grandes escritores y filósofos. Dos se me quedaron
grabadas.
Sin saberlo en la primera reproducía, palabras más, palabras menos, una frase cumbre de un famoso pensador francés: El infierno son los otros (1); es decir, los hombres y las mujeres que nos rodean y ante quienes nos desvivimos para que nos reconozcan, buscándonos desesperadamente en el espejo de ellos. Por el padre, la madre, los hermanos, la pareja, los hijos, los compañeros de trabajo, los vecinos y los que nos dañan, vivimos; para que nos quieran, nos respeten o teman. Y cuando no encontramos en ellos lo que creemos haber sembrado de nosotros, no podemos soportarlo y sufrimos las mismas torturas que si nos condenaran a las llamas eternas. Tal fue, en resumen y mal contado por mí, su razonamiento.
La segunda gran idea que recuerdo se refería a la culpa y la religión, para coincidir casi exactamente con el momento culminante de una gran novela rusa, que no intentaré explicar: Si Dios no existe, todo está permitido (2).
Nada le llamaba más la atención que los "diablos" en persecución nuestra. Según él eran representaciones de cuanto intentábamos no percibir, aunque estaba dentro o fuera de nosotros permanentemente. Decía que tenían distintas formas: la de un gigantesco velo negro o una gruesa sombra; un descomunal hombre a caballo agitando un machete, o sólo el caballo, con ojos color sangre, que escurría babas y se levantaba para echársenos encima; una luz de brillo criminal, una grotesca máscara carcajeándose o un agudo sonido que destrozaba los oídos.
La peor de estas criaturas se hallaba por todas partes, en todo instante, y hacía vacilar la tierra que pisábamos, amenazando con abrirla y tragarnos.
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¿De dónde sacábamos los dos tantos demonios, si nuestras vidas, por ardua que a veces pareciera la suya, estaban hechas de cosas sencillas y en buena medida gratas

Miradas 
Según todo menos la realidad indicaba, estábamos a sólo diez meses para mi título de economista. En uso del momento de felicidad que le correspondía cada par de años, el día anterior mi padre entró en casa ululando la noticia:
-Hijo mío, te aseguré una beca de maestría en otro país.
Criminal don R, no midió los factibles, mortales efectos de sus palabras en plena comida. El trozo de milanesa pasó apenas sin tránsito del tenedor al gañote y no quedé allí sólo porque Utopía, la diosa familiar, me tenía en gran estima.
Con licencia así para quitarse de encima la abominable parquedad del ama de casa a la cual la condenó el exilio, mamá saltó sobre la mesa y a taconazos por bulerías arruinó de paso la sopa y el guiso por cuya pobre factura el rey de la casa sin duda la fustigaría, a la manera de todos los días.
Tarde y noche en vela pasé en los cafetines de costumbre endureciendo la piel que recibiría el castigo, y esta mañana estaba preparado para el literal Calvario, pues había de parecer producto de la farisea incomprensión. "Más tranquilo que una mujer que miente", según una de las mil extraordinarias imágenes de Aimé Cesaire, ante el coro familiar en pleno solté:
-Me perdonarán, pero hasta aquí llega la farsa. La vocación de escritor me impide continuar con la vileza del académico estudio.
¡Ay, Dios!, recitaba sin parar mientras la gruesa mentira salía por mi boca, en ocultamiento de cuatro años de vividor profesional, que juntos no reunían media docena de boletas que me aprobaban. Y continuaría la letanía recordando adonde fueron a dar las colegiaturas por mi inexistente título en inglés avanzado, mirando como mártir puesta a mi padre y el humo del incendio que inopinadamente se esforzaba el controlar.
-Pero, J -repetía una y otra vez mi ma incapaz de salir del pasmo por lo demás absurdo, pues no llegaba jamás antes de las tres de la mañana ni abría un libro de la carrera, debido a una sencilla razón: nada semejante había en casa, que muy para mejores cosas estaban los dineros a ellos destinados. -Si te falta ya nada -se decidía a agregar conmovedora y convenientemente ingenua. -Si en teniendo el diploma... -y aquí trastabilleaba recordando la oferta del día anterior- te dedicas a lo que quieras.
Más la asombró la reacción de mi padre: sepulcral silencio. En mi par de hermanos mayores los ojos no paraban de girar en las órbitas y yo sentía descender de los cielos una paz de la que ni memoria quedaba.
Esa tarde R apareció con un escritorio en regla, dos estupendas colecciones de clásicos, una máquina de escribir recién desempacada y papel en abundancia.
Fue ahí cuando el susto se hizo de veras susto y congelome, hasta hoy.
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Esa viñeta atina y a un tiempo oculta años sin los cuales no se explica la historia del Idiota. Hay otra escrita en el momento:
“Tenía veinte años y jamás permitiré que digan que es la edad más hermosa”(x), leo y levanto la cabeza golpeado por esa primera frase a la entrada de un libro. Apenas cumplí los diecisiete y el mundo giró ciento ochenta grados desde cuando meses atrás encontré por primera vez el gigantesco jardín en el que ahora mi mirada se pierde. Un nuevo salto en la nada, pienso sin pensar, como siempre, aferrado a una especie de presente perfecto cuyo abismo descubre la frase.
Y enseguida, de vuelta sin saberlo: 
-Hasta ayer por la mañana me sentaba a la misma hora en el mismo lugar que hoy, el cigarro en una mano y en la otra el más reciente de la veintena de gruesos volúmenes con la cual pasear entre calles y seres semifantásticos de tan lejanos. Ahora no hay fuga posible, sé de alguna vaga, segura manera, luego del par de líneas que esperaba, creo.
Regreso la mirada al libro, sospecho el tiempo por venir y no importa ya, a diferencia del resto de los días, cuánto falta para que abran la cafetería donde encontraré a mis torpes iguales. A la espalda la pila de salones de clase una vez promesa y los jóvenes hombres y mujeres en quienes encontré la realidad desde hace mucho perseguida.
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Mucho más tarde buscaré en V una referencia para el yo de esos días. Tenía una procedencia semejante a la mía, lo conocía un poco y nos rencontraríamos poco después, cuando descubriera mi Santo Lugar y él las sierras indígenas. Y escribo:
…golpeo con desesperación cuanto se cruza. V hace otro tanto y sabiamente es voluntario en una ambulancia. Nos topamos al fin con el reino de la injusticia que nos obnubila desde niños. Él tiene arredros para comprobar en clases cuán triste destino espera a nuestros nuevos compañeros. Yo leo mientras abren la cafetería.
En una frase digo entonces: recién me descubro condenado al éxito. Hay algo de verdad en ella. Apenas algo. Desacierta menos esa sobre nuestros condiscípulos, que no recibieron como nosotros una educación relativamente esmerada. Querernos y que rechace por ello el apapacho de los maestros no basta para explicar mi conducta.
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Perdonen al abuelo y su caos, que busca.   

El hombre de Arán 
Arán es un isla al noroeste de Irlanda, que el furioso Atlántico del Norte intenta vencer hace milenios (x). Un corazón de roca, pues, limado hasta no quedar sino los acantilados que resisten alzándose treinta metros o más para evitar apenas la insistencia o el coraje del mar, cuyas lenguas alcanzan las alturas y amenazan llevarse a los desprevenidos. Así, el estruendo de las olas estallando sin pausa, es la Arán fiel a la demostración del poder terrible de los elementos y del tesón y la capacidad de sacrificio de los hombres y las mujeres, que saben que la tierra es madre, amiga a ratos, y por encima de todo, fuerza desatada, sin conciencia de los seres pequeños como ellos.
A media tarde, en el único cuenco en la pared donde un pequeño rompiente modera lo poco que puede el fragor del océano, entre el estruendo ensordecedor una mujer y un niño estiran los brazos como si con ellos avanzarán por encima de las piedras y la espuma los tres mes metros que el sentido común les impide, siguiendo con mirada de pájaro el bamboleo sin mesura de una barca que tantea la lógica de la corriente embrutecida por sus impulsos hacia atrás y hacia adelante. Un poco antes de donde la ola se decide tres hombres protegen con un instinto animal olvidado por el resto de los europeos, la cosecha de peces recabada en días de trabajo y la madera que la desolada perspectiva de la isla, sin memoria de algo parecido a un árbol, explica es la diferencia entre la vida y la muerte.
Hay en la mujer un gesto que recuerda a los indígenas mexicanos y a esa suerte de naturalidad que los occidentales califican de infantilismo. Incapaz de hurtar las ideas, su rostro, hablando sobre todo por los redondos ojillos claros, pasa sin tránsito del pavor a la ira, entre la más entrañable conmiseración y la conciencia de la necesidad de mantener la cordura, mientras el hijo se esfuerza en imitarla y, por instantes, vencido por la fuerza del mundo se atribula.
La barca aprovecha como puede un empujón y esquivándola busca saltar la primera línea de la rompiente. Se vuelca expulsando su carga y mientras los hombres la someten, la mujer, ancha, pesada, que no se aviene al ritmo del agua, deshaciéndose del hijo se afana tras la red enrollada en las rocas. La tiene, hace por salir, la pierde, vuelve a ella, trastabilla, cae, persiste, gana unos pasos, tropieza de nuevo, la malla se le va de las manos, no sabe más qué hacer. Los hombres la ayudan, escapan todos, la mujer no deja de mirar hacia atrás calculando la pérdida. A salvo, ellos delgados, nerviosos, juntos se conduelen un momento, alcanzan los cinco metros cuadrados de la playa y sonríen recordando los revolcones de ella, a quien vuelve a iluminársele la cara. 
Es otro día y el niño se alela contemplando la cara de su madre, el tono rojizo de la piel trabajada por el viento y el agua, el par de mechones que escapan a la ristra del cabello, en un canto a la vida contra las nubes que pasan rápidas, bajas, en hilachas. El niño da la vuelta y es inmensamente feliz al moverse por los escalones de piedra lavada, para pescar con su cuerda desde veinte metros de altura.
Para él la vida es así y también el disfrute de la vista de una ballena sujeta al costado de otra barca, que comparte con las familias todas del promontorio, ahora seguras de que habrá aceite suficiente para sus lámparas y carne y sebo y gruesa piel para muchas cosas más, y que se apuran a meterse al agua en la ceremonia de formar una misma, sola entidad, repartiéndose entre chanzas las labores de llevar a tierra al animal. 
Brian no sabe que el aislamiento preserva a su isla de los grandes cambios y conserva lo desaparecido aún en la Irlanda cuyos ojos miran siempre hacía atrás. Allí el momento singular se retrotrae ante el tiempo largo, de montañas y ríos, de mares y estrellas, igual que lo individual frente a la colectivo, así más íntimamente reivindicado, sin olvidar nunca su pertenencia a algo superior: Erin y sus desgracias.
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Vine a dar a estos lugares casualmente, nietos, y no termino de congratularme por ello. Me condujeron O´Donnell y sus involuntarios compañeros, a quienes encontré pagando una injusta condena de la historia, que los hace andar sin pausa entre nuestros interminables llanos áridos del norte.
En él y su gente encontré un nudo entre Para morir iguales y Demasiado humano.  

El Santo Lugar
Juan y Filiberto son los hombres a quienes me siento más próximo, aunque al último lleve treinta y tantos años sin verlo. No hay nada de extraño, creo, en que ambos tengan una íntima relación con el catolicismo y yo venga de una familia de comecuras que jamás mencionó en voz alta al Señor.
Del tiempo del cual hablo a los tres nos azotaban las mismas tormentas y si ellos no buscaban un alero donde protegerse, por las goteras del mío caían auténticos ríos. Se entendía, por ejemplo, que Filiberto y yo hiciéramos de gemelos, él cerca de las oficinas de un sindicato en el barrio fiero de una ciudad del interior, y yo en un departamento de clase media de la gran capital. Uno extraviándose entre sí y el otro exiliado contemplando la tierra natal por la ventana.
Todos sabíamos de viajes internos y externos, momentos de un sólo suceso. Para Juan, para mí y para al menos algunos de los que formábamos el Grupo, los años anteriores a aquellos en el departamento donde Él y Ella, autobuses, unos cuantos trenes y caminos a pie, igual si duraban dos días que veinte minutos nos condujeron a un paseo por las estrellas, de todo tan desconocido.
Así llegué al Santo Lugar. Iba en los pericos, como se les llamaba por sus colores. Formaban parte de los camiones que zangoloteaban matando gente entre la gran ciudad y los entornos devorados por el apuro de la industria.
De ida observaba a través cómo desaparecía el orden y la abundancia que presumía la capital en sus regiones bien publicitadas, para saltando la sierra norte descubrir un segundo valle, semivacío, en caos, despreciado, fuera de las fábricas que aventaban sus deshechos sin preocuparse por los hombres y mujeres cuya presencia requerían en torno suyo.
Los pericos resultaban entrañables también por sus pasajeros, que en esos viajes de ida, pasado el mediodía, eran sobre todo mujeres. En sus calmudos rostros que delataban un tinglado de pensamientos; en sus trenzas o sus recatados cabellos sueltos; en sus rebozos o sus modestos suéteres con años de trajín encima, y en su paciencia o sus reclamos al chofer por el maltrato que nos daban, con la vocación de sacrificio sin límite encontraba complejas humanidades. Me decía que el año pasado entre obreras, campesinas y posesionarias de predios urbanos, dispuestas a cualquier cosa, revelaba una voluntad de trascender el papel al cual por milenios se las reducía. Y me equivocaba y no: cumplían el ancestral papel.
Conforme recorríamos el valle y los montes que lo cercaban o salpicaban, intuía pequeñas y grandes dulzuras detrás del seco, pobre exterior de las casitas improvisadas aquí y allá. Las había encontrado antes en ciudades provincianas: vagones de deshecho del ferrocarril convertidos en hogares que rebosaban tiestos y jaulas; salas convertidas en jardines colgantes por costureras...
Filiberto me guiaba sin saberlo y sólo Juan entendería mi presencia allí. Llegaba con otros cuyos motivos parecía compartir, y no era así. Como don Carlos, entre las calles colgaba fotos de Teresa, Cándida, Sandalio, el abuelo.
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Viejo escribo un diario a la Inesperada. En cierto momento digo:
Para los demás sigo jugando a las escondidas contigo. ¿Existes?, ¿estabas y no volvió a saberse de ti? Parecieras muchas o ninguna. 
Acompaño el texto con imágenes que advierten ser frecuentemente de una película y un pintor -les aclaro allí, nietos-. Otras, según mis declaraciones, pertenecen en verdad a ella y yo. Es el gran amor de mi vida y pudo venir sólo ahora. Si soy un cronista que jamás fabula, a ustedes toca discernir cómo cumplo el oficio en este caso.
La advertencia vale para nuestro cuaderno, siempre que se refiere a mí.

La casa del horror
Acostumbro comprar cigarros de madrugada, caminando unas cuadras. A veces el paseo se extiende hasta La Parada, por calles alegres sobre todo si es fin de semana. Voy sin miedo y cuando hay suerte topó con un personaje en desgracia que me vuelve su cómplice. Continuo así mis viajes nocturnos desde la adolescencia, entre altercados mayormente chuscos, si acaso.
No conozco a nadie más que lo haga. La Mal nombrada, por ejemplo, apenas llegan las sombras mira el reloj calculando cuánto le queda para volver a casa sin riesgo de violación y muerte. La Inesperada en su pueblo costeño jamás osa bajar los peldaños hasta una playa donde en diez años desaparecieron diecinueve personas, y Marquitos, muchos kilómetros al sur frente a ese mismo mar, ni loco asoma siquiera a la ventana, pues una bala perdida o certera por diversión lo dejaría ahí mismo o invalido para siempre. 
¿Qué haría si viviera todavía en aquella ciudad provinciana donde hice un paraíso con Él y el Nuevo, si hoy a pleno sol camionetas levantan hombres y mujeres para que no vuelva a saberse de ellos o días después los arrojan sin vida en las propias calles, y cada poco al amanecer cuerpos decapitados cuelgan del primer lugar a modo como mensajes escritos por no se sabe quién para destinatarios imprecisos o aparecen fosas comunes que obvian las advertencias, mientras los niños juegan a ser sicarios o violadores? 
Vine al mundo para constatar la gran guerra y la silenciosa que se libra cada día, declaro, y una se me hurta y debo seguir buscándola en los entrepaños.
El abuelo regresó de sus tierras y desespera. Sabe que nunca debe pararse, así se tenga el triunfo en la mano.
Me acompaña en los paseos y llegando al gran parque cruzamos a un extranjero que no conoce, que murió cuando él y es exilio personificado. Ambos cargan derrotas y compañeros a cientos de miles o millones, vivos tal vez todavía en los infiernos donde quedaron. 

No sé dónde está el abuelo de ustedes, S y E, comprendo ahora. Quien les habla es uno más entre la Corte de Medianoche.
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Hasta que fui viejo la gran guerra obró poderosamente en mí pues sentía su temblor donde quiera que tocara, fuera o dentro. Y solo eso. La terca violencia alrededor mío no estallaba sino a ratos. Una veces, lejos, como en el vado al cual acudo acompañado por Agustín. Otras me hacía correr con desesperación mientras miles de jóvenes eran cazados entre sonrisas y en número que jamás se conocerá.
Después nuestra Red se vuelve Casa del Horror en una variante.
La violencia en México toca todos los ámbitos, a veces sin que públicamente se perciba. Forma así un circo, uno solo, con muchas pistas.
Eso escribí al creer terminado el trabajo de cinco años. Entonces llegaron las sombras entre el 26 y 27 de septiembre en Iguala, Guerrero, y la trama se exhibió brutalmente.
“En México y América Latina hay un nuevo genocidio en curso. Estamos asistiendo a una auténtica shoah”, la “solución final” que concibió el régimen nazi e incluía los campos de exterminio, afirma un especialista. 
En el proceso, un fenómeno que yo creía observar tras una charla sobre La casa: Vivimos un narco Estado, dicen; y una narco sociedad, debe agregarse simplificando. Gran parte de la población nacional sabe quiénes pertenecen al crimen organizado, calla los actos de corrupción alrededor y tal vez conoce el rostro y hasta el nombre de los secuestradores de los niños y las mujeres cuyas fotos circulan por la internet, o el de los violadores y feminicidas.
Un psicoanalista opina que sus colegas han equivocado el punto de arranque sobre los torturadores. No son seres a-sociales, dice. Entonces tampoco quien corta cabezas y demás. ¿La realidad se volvió de revés?
Poco después un mismo día aparecen dos noticias sobre el mismo estado. En x ciudad una niña de siete años es atacada por varios compañeritos. “Jugábamos a la violación”, dicen ellos. La madre denuncia y la maestra contesta: ella “tenía algo de culpa por ser la más bonita y coqueta del salón”.
Un poco al norte el gobernador inaugura calle en honor a fundador de un cártel.
Forman parte de un fenómeno muy extendido. Hace ya años una periodista informaba que en una pequeña población los preadolescentes jugaban a ser sicarios. 
Hay una guerra en curso y los números hacen dudar si debe llamarse “de baja intensidad”. El presidente de la república basó en mucho su campaña electoral prometiendo descender dramáticamente las cifras de la violencia y dos años después su secretario de gobernación declaraba que el problema “se ha reducido a su mínima expresión”. En agosto un medio especializado respondió que "el actual sexenio supera al previo en número de muertos”. Las cantidades varían de una fuente a otra por la dolosa documentación gubernamental, y en cualquier caso oscila entre cuarenta y cincuenta diarios.  
En cuanto a las desapariciones, se elevaron a trece por día, asegura una revista considerando solo las denunciadas.
Faltan otro tipo de bajas. Las relacionadas, pongamos, con los temas laborales. 
Un cuerpo sin cabeza en las guerras entre las mafias criminales y el Estado, va a los titulares de la prensa. El cadáver de un suicida no es noticia ni tiene presunto autor intelectual. En los últimos diez años el número de quienes se quitaron la vida duplica el decenio anterior. En los hombres mayores de doce años representan el 71.7 por ciento de los casos. ¿Las principales causas? Angustia económica y desempleo.
“…el suicidio provoca más muertes que los asesinatos y las guerras”, dicen las cifras de la organización intecional dedicada al tema. En México es la tercera causa de moralidad. Habría que sumar los catorce mil intentos fallidos.
Cuando en Y entidad un estudio mostró que el fenómeno se había multiplicado trescientos por ciento en relación a años previos, de inmediato los diarios lo atribuyeron a la inseguridad pública. Los médicos rieron: Eso produce paranoia; el problema reside sobre todo en la “falta de oportunidades, de integración a la vida productiva o de formación académica”.
La problemática laboral suele pasarse por alto en términos de violencia, y de cuando en cuando escupe con sangre. En los setenta y nueve mineros muertos por una explosión, debido a la confirmada negligencia y omisión de empresarios y autoridades del trabajo. Hoy da patadas con los jornaleros de un valle, cuyo levantamiento descubre “la existencia de millones de trabajadores del campo en condiciones de semiesclavitud, sin derechos, con jornadas excesivas, hostigamiento laboral sexual y trabajo infantil”.
En las listas de muertes no se incluyen desde luego a quienes reposan en fosas clandestinas, ¿y a los centroamericanos que buscando los Estados Unidos son asesinados en nuestras tierras, luego de extorsionarlos, intentar que trabajen para las mafias o pedir rescate por ellos, secuestrados? En un día a setenta y dos se los ejecutó como “represalia porque se habían negado a convertirse en sicarios. Apilaron los cuerpos en un terreno baldío. En los periódicos (...) la nota se publicó hasta la página siete", "para no molestar" a una mafia, "pero fuera de México se convirtió en escándalo internacional. Para no llamar tanto la atención, los explotadores de migrantes prefirieron después las fosas secretas o las incineraciones con diésel”.
Fosas… La noche de Iguala descubrió veintiocho cuerpos localizados en las primeras, que la autoridad afirma no pertenecen a los normalistas; los restos en el río San Juan, de los cuarenta y tres desaparecidos que falsamente afirman se quemaron en el basurero El Papayo; los otros diez hallados después durante las investigaciones que dirigen los padres de las víctimas hacen exclamar a un hombre en búsqueda de su mujer y sus hijas: “todo el cerro seguro es un panteón”.
“Sus identidades empiezan a surgir –escribe una periodista-, así como las historias de dolor que han dejado detrás.
“Un cura africano asignado a México, un taxista que fue migrante, una familia (un hombre con su hijo, una sobrina y un sobrino) que viajaba a Iguala a un velorio (…) La mayoría fueron detenidos por la policía municipal de Iguala y desde entonces no se sabía de su paradero.”
-No sabemos cómo se va distribuyendo, respetando o tensando el poder de una cúpula policiaca, de una cúpula militar, de una cúpula de narcotráfico, de una cúpula de derrame de los fondos públicos (...) Ese mapa es clandestino. Sólo quienes están dentro de esas cúpulas saben cómo respetar, cómo apartarse, cómo enfrentarse a las cúpulas contiguas.”
Así dice en 2002 un gran escritor al entrevistarlo sobre la muerte de Digna Ochoa, la defensora de derechos humanos. Quien pregunta se refiere a Guerrero en específico.
-¿Estamos hablando de un fenómeno de colombianización de este estado?
-No, todo lo contrario (...) Lo que estamos es ante el caso típico que debemos llamar estado de Guerrero.
¿El fenómeno en el conjunto del país entonces no alcanza los grados de esa entidad?, ¿y de ser así, cómo evolucionó con tal rapidez en apenas trece años?
En todo caso el mapa donde se observa cómo se tensan las cúpulas responsables de nuestra violencia, ya no es clandestino y cualquier puede observarlo tras Iguala. 
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El hombre recargado contra una patrulla y su par a quien me recuerda en la fábrica-pueblo, a este su abuelo le permiten creer que realmente vine para constatar las dos guerras. 


Entre el rebozo voy metido, contra el cuerpo de Ella, y el mundo se posa. Quizás es por el propio rebozo de insolados colores, el ritmo de nuestros pasos, que ella guía, y su canturreo imperceptible al descubrirse no sé de qué segura manera, como más tarde en los dibujos de la cortina del cuarto.
Así, con el asombro mío, sin la conciencia suya, subimos y bajamos por el país de pozos que se imbrican y se desconocen, y no temo ya, por lo tanto, al temblor hacia el cual trataba inútilmente de dirigir la atención de mamá.
Lo hago en la gran avenida, digo y paro, pues la ciudad monstruo las tiene a montones. Ni siquiera apelando a la edad vale destacar esta, pues otras son tan o más antigua. La gran avenida, aclaro entonces, que escojó para Ella la tarde de nuestra primera cita y para mí a solas hoy, veinte años de por medio, a mis cuarenta y pocos..
La avenida, pues, cuando ha caído, al modo del barrio de La Parada y quién sabe cuántos más, y no es sin embargo mero desperdicio por el río de gente que ahora la usa no de imán y pasarela sino de camino, a pesar del parque a la vera, nutrido de robles, álamos y abetos con siglos dentro, fuentes, calzadas, a punto de la desolación.
Delante de mí marcha un hombre de hosco continente tras el cual pretende defenderse sin fortuna, que no hay quien no descubra en él al habitante del purgatorial último círculo del servicio público. El traje lustroso a fuerza de ser el segundo de los dos al que tiene derecho, lo exhibe, como el par de zapatos clamando por la docena de junturas a punto de reventar hace rato, cuidadas por el meticuloso andar consciente de que todo tiene un precio impagable fuera del séptimo año de los ahorros previstos.
Se hace ojo de hormiga el personaje en la avenida, y sin duda también en la oficina y el hogar, donde desde muy pronto debió renunciar a la implantación del consabido reino. Y así está en el polo opuesto de la mayoría del país, aquí a medias representada, a la que jamas apenan las señas de la miseria porque jamás se compara con quienes a su lado pueblan una nación extranjera.
Él sí y por ello no más de dos docenas de palabras al día le salen por la boca, apuesto, la mitad de Sí, señor, y el resto en monosílabos que despotrican. Es justo el mutismo el que revela la espesura de su bosque de justificaciones, quejas, caprichosas interpretaciones de cuanto sucede en el mundo, de la guerra en Medio Oriente a la conquista del espacio. Como un cadáver se mueve entre nosotros, y en el interior se agita más que ninguno.
Afino el oído, la avenida resulta un casi insportable concierto de voces corriendo por las cabezas, en medio de las cuales mis pozos y demás se pierden, y vuelvo a la quietud en que Ella me envolvía con su callado canturreo y yo con el mío insitiendo en la frase de una canción: en la ciudad y en el campo ríen como nosotros. Rién y gimen, digo esta mañana.
-Mi, mí, mi, y tú, tu, tú, hombre de unos metros delante y traje lustroso; madre e hija de la mano, que rozo al cruce; jardinero inclinado hacia las margaritas en el parque, payaso en infortunio, flaco círculo en torno tuyo, joven mujer de la tienda de discos que por la ventana evitas el trabajo, coro de la avenida toda, en silencio levantándose a la manera que bien conoce mi mes universo en la cuna.
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Esther vive a la vuelta de mi casa a solas con tres hijos. Media los treinta años y dejó al único hombre de su vida cuando no pudo más, y eso es mucho decir pues soportó todo. 
Lo soporto por un amor sin límites y luego por el llano miedo al que la vida le dio la razón apenas decidió dejar atrás el pasado. 
No tengo mejor amiga desde el ofrecimiento de poner en orden mi departamentito de tanto en tanto. Fue el único trabajo a su disposición al venir a la ciudad apenas se le insinuaron los pechos.
Tras la decisión aquélla, el literal primer refugio contra la tormenta lo encontró en mi decoroso espacio anexo en la azotea de la privada, donde jamás hubo nada parecido a un cuarto de servicio. Allí, entre los niños, nuestra amistad hizo a un lado las trabas.
Ella me introdujo a las intimidades del barrio y sus erisipelas, que venían rebotando por décadas. Yo, un recién llegado, los oteo en los diarios paseos de la recámara a la sala, a los cuales me introdujo el departamento donde Él y Ella, y en la plena conciencia sobre el sistemático asesinato del deseo. En ellos pregunto de paso por Brian O´Donnell y James Kelley, uno de sus compañeros en la involuntaria aventura, y por Jennings, el contemporáneo compatriota de ellos a quien no conocieron y fue presentado ante un tribunal para vagabundos. 
Pregunto también por doña Josefina, la trabajadora de los baños en la Central de Abasto de mi ciudad, que conocí luego de la ejemplar lucha allí. Y por la infancia de Marta, entregada a unos tíos para serviles de pastora a cambio de un magro alimento y una cama de hierba en el cobertizo. Y por N pasando del pariente violador al cinturita que la obligó a hacer las más triste calles.
Pregunto por Teresa, Cándida y Sandalio y por el recién nacido en el río a sus pies a la deriva sobre una canastilla, cuando con ocho años mi abuelo se contrataba en una mina de arena.
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¿Cómo es el universo interno de Kelley, con sus miles días y noches acumulados? Imaginemos, por ejemplo, unos cuantos minutos por la mañana a sus dos años de edad. Las paredes, el techo, el piso, todo en el modestísimo hogar de la familia huele a una tierra que, como cualquier otra, despide perfumes y tiene tonos y calidades sólo suyos. Las tres o cuatro sillas y la mesa que hay allí, con historias privadas relatadas por sus cicatrices, están tan dentro de él como el padre, la madre, la media docena de hermanos y hermanas. Mira a la más pequeña dormir, luego al triángulo de luz viscosa estirándose desde la puerta abierta, a cuyo pie descubre una vara que lo hipnotiza. 
Mientras cumple la decena de pasos hasta ella, cae girando remisa en el aire una hoja, el reflejo de un cuchillo estalla en sus ojos, por el rabillo descubre cómo una araña repta apurada, la nariz se queja por granillos terrosos, canta un mirlo, un mirlo y no un pájaro a secas, cuyo trino no delata todavía a un ser concreto y es un trozo más de eso incomensurable a lo cual también él pertenece. Se agacha para tomar la vara que escapa en una mano inesperada y enseguida descubre a su propietaria, socarronamente divertida con el efecto que produce en él, quien así continúa las lecciones sobre el mundo en disputa. Ella da la vuelta con un aire triunfal coronado por el vuelo del cabello largo y castaño, acto de encantamiento al cual por años quedará sometido. 
¿Dónde están en 1846 para Kelley la hermana que duerme, la tierra, el triángulo de luz, el canto del mirlo, la vara, la cabellera agitándose? ¿Y cómo andan en él sus padres, la obligada mujer y los obligados hijos e hijas de sus treinta años de edad, si viven todavía?
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James Kelley, nietos, acompañaba a O´Donnell en su aventura americana. 

Última función
Ser un loco en nivel prudente tiene su encanto y ayuda a la percepción del mundo.
Eso me digo al despertar, siempre con cruda por el día anterior, como viejo equilibrista que no conoce de alcoholes.
Olvidé cuántos años llevo sobre el alambre, cayendo cada tanto, a veces rompiéndome la crisma.
Prodigio de supervivencia, no hay madrugada sin borrachera. Mí Mismo se llama lo que por litros consumo en soledad.
La Inesperada, la Mal nombrada, la Hermanita, el Doc, me velan, hasta hoy con relativo éxito. ¿Y mañana, que empezó hace dos horas?
¿Ocho seguidores y ciento treinta mil entradas a un blog en seis meses? Así es el viento o mundo virtual durante estos primitivos tiempos que ustedes, nietos, contemplarán sonriendo al llegar a la adolescencia.
Doce treinta y cinco p.m., dice mi pantalla, y abrí los ojos media hora atrás y sólo porque el novio de la hija adoptiva irrumpió en este departamentito cuya puerta no cierro al dormir. 
La resaca es severa y por un instante me sentí borrado del planeta. Ni quien se sorprenda incluso hoy que inicia la larga carrera por el proyecto personal y colectivo. Tengo miedo, creo. Miedo virtuoso, advirtiéndome.
-¿Preparó algo, don, o hará como siempre? -preguntó anoche la Mal..., con un jjj final. 
-Un guión. Se lo paso. Está rarísimo, jjj.
Nos referíamos al jueves, cuando hará cabriolas para acompañarme al taller número quince. El de esta tarde, espléndido Dos, está bajo control... por ahora, pues nos echamos un gran reto a cuestas.
¿Qué mejor última función para quien diez años atrás se echó al Níger en compañía del abuelo? 
Mi camino fue siempre hacia dentro y no hacia afuera, recuerden, Ohsis.
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Perdí cuenta de las veces que declaré mi derrota en este empeño por dejarles algo, S y E. Hoy quiero claudicar otra vez. 
Cierto, no importa si el cuaderno se hace libro, físico o virtual. En cambio, que les llegue como Santa Utopía quiera y desapercibido entre los demás, es mucho decir incluso para un equilibrista.
Seguiré porque no tengo alternativa y la soledad, así se disfrute, a ratos necesita en qué emplearse. 

Viñetas
No recuerdo cuándo la vigilia y el sueño se reconocieron. Vi entonces mis días en su imaginación como un cuarto cuya parte trasera es sótano con ventanita a la avenida del mundo. Por enfrente encuentro el callejón de los próximos y jamás alguien permanece dentro más de un minuto. Sólo vaga idea, pues, tiene cualquiera del cuarto mismo.
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Viñetas por el estilo tengo a montones:
El producto vuela siempre que uso la etiqueta Hombre Bueno. No importa si lleva años en exposición, si de él comieron los ratones, enmoheció, perdió el aroma, se agrió. Sobra dónde lo coloque, en la vitrina o el último estante. Viene incluso mejor que esté en un rincón, asomando apenas, y el cliente crea que lo topa al azar, o más aún, que lo descubre, pieza única, enjoyada sólo a sus ojos.
De modo de no gastar el truco, suelo hacerlo una de cada tres Navidades. Lleno la caja y huelgo el resto del año. De nada más que uno, claro. Los otros dos, ni modo, paso hambres.       
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Eso tenía continuación:
Esta vez me di a los derroches y a principios de agosto ya empieza la sequía. Para aguantar de aquí a diciembre del año que viene junto periódico, hago colección de colillas, busco un zagúan a propósito y practico la más rentable forma de estirar la mano.
-No, señora conmiseración, deje de pasearse por aquí. No ve que disfruto también dormir a cielo abierto y tener pretexto pa platicar con los que sueltan la moneda y con los que se la guardan, da lo mismo. Y total, sigo holgando, ¿no?
De pilón los nietos se divierten como locos en las pijamadas con la Jornada y El Universal de manta, descubriendo los secretos de la noche gorda.
En la última temporada como ésta fue que E se enamoró pa siempre de la luna y S aprendió a tocar la armónica.
No, qué hueva si siempre pudiera ir al súper, dormir en cama, rasurmarme y peluquearme, enverdecer por falta de aire y sol.
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Ocurrente abuelo que continuará el Desde... 
Veo la película de un director cuya música escucho maniáticamente. Nada se iguala a sus planos secuencia y yo no puedo hilar dos instantes siquiera. 
-¿Hay algo a cambio?
-Mis horas. Piénsenlo, no está mal. ¿Sienten las manos tecleando?, ¿distinguen si es día o noche cuando les hablo? ¿En qué año escribí tal cosa?, ¿y la música de cada vez?, frente a esta milagrosa ventana...
Una mañana despierto súbitamente apocalítico. Si vendrá para todas y todos lo experimentado siglos atrás por indígenas americanos, comunidades asiáticas, pueblos del África negra, a qué el angustioso tictac en espera que estalle nuestra Red o yo, siempre pendiendo, o este dichoso cuaderno.
Sobran razones, claro, aunque así fuera. 

Andar
Dejé al bisabuelo Sandalio apenas encontrarlo cuando viudo joven abandona su pueblo. La revolución es larga y va de acto en acto, pienso andando tras él.
Por insistencia del Roxu y mía, Marcelo detiene el auto.
-Tira pa allá -dice nuestro minero manco a su hermano.
-¿Y dónde os veo?
-En casa.
-Están llocus.
Y ahí vamos los dos entre helechos y esos "cónicos húmeros" del escritor, serpeteando al azar, como las vereditas o caleyas, conforme llámanlas aquí, digo contagiado por el habla del fiel compañero.
De tu pueblo no te hecha el hambre, como asegurarán, bisabuelo. Hay allí esos pozos de carbón que empiezan a subvertir la vida, y como otros campesinos puedes contratarte en ellos por periodos para completar el pote de fabes y papas, leche y panes hechos con maíz. O hacerte minero sin más. Y no, marchas.
Los lerdos seguirán encontrando, como entre todo el bajo pueblo, una simple respuesta al infortunio. Sé positivamente que son estúpidos y al referirse a ti me encrespo por partida doble. Pues si te guías por el tren de vía estrecha no hace mucho inaugurado y la carretera al lado, tendrás al río siempre a tus pies y así mina tras mina para tentarte, y donde ellas terminan, una metalúrgica que crece y crece. El miedo a los socavones no puede detenerte, si vestirás un burdo traje de buzo cuando en breve asientes pilotes para el muelle que cien kilómetros allá remplazará al levantado por antiguos romanos.
No, el miedo no, es otra cosa, ¿verdad? ¿Y por qué no pruebas en las ladrilleras o trabajando como albañil? Perdona mis preguntas. Desespero al tratar de entender cómo terminas más allá, entre una región donde los forasteros hacen río, con sus desconocidos acentos. ¿Bajas recto, por las veredas que ciertamente conducen a mucha mayor velocidad, si buscas el gran puerto provincial? Pero no das allí, sino en un villorio del camino. 
-¿Qué coño hizo? -pregunta el Roxu al detenernos donde las montes no descienden ya a saltos ante un suave lomerío en declive, desde cuyo borde se podría contemplar el mar si la necia niebla lo permitiera. 
-Aquí nació mi abuela, la mujer de Belarmino -le digo.
-Y esu que tien qué ver con esta historia. 
-Nada, imagino -respondo sabiendo que miento un poquito y sólo si dejo volar la imaginación.
¿Buscas una mujer y no un trabajo?     
  
Demasiado humano  
Imposible imaginar el mundo en los ojos y en la cabeza de Ibn Battuta. La religión no se resume, a la manera en que lo hará después, a ceremonias con las cuales se cree comprar un lugar en el cielo, exorcizar las ideas de nuestros enemigos ciertos o inventados, o conseguir trabajo y amor. 
Todo, incluidos la ciencia y el pensamiento empírico, están traspasados por el supra y el inframundo, y la compañía del dios o dioses de cada cultura y las criaturas maravillosas acompañan a la gente las veinticuatro horas del día. Por lo demás, el universo se dibuja de extraños modos en la mente, de acuerdo a donde se nace.
Batutta emula a la larga corte de viajeros musulmanes que dejan registro de sus andanzas en el peregrinar a la ciudad santa, con frecuencia desviando momentáneamente la ruta.
No resisto la tentación de la ciudad cuyas murallas dejó días atrás: Tanger, puerto lindero de la fantasía. A literal tiro de piedra, la Andalucía todavía joya de la humanidad, por más que no sea ya la de un siglo antes. Y a sus pies el extraordinario espectáculo de ese Mare Nostrum precipitándose de golpe al océano, circundante mitad de la esfera hace buen rato certificada por los estudiosos, como su diario giro, sus polos, etcétera.
Misterio infinito el de esas aguas de monstruoso volumen y un exudar a tal punto denso que los rayos del sol no penetran en él, de acuerdo a un genio a punto de nacer no muy lejos de aquí: Ibn Jaldun.  
De acuerdo a este gran historiador, geógrafo, filósofo, Tánger ocupa la "primera fracción" del tercero de los siete climas de los cuales está compuesta la tierra habitada, que se agota trasponiendo el Ecuador por el calcinar de la vida a manos del sol -la existencia al sur de zonas templadas o frías sería factible, y por lo tanto, de vegetaciones, animales, seres humanos, si a los continentes no los cortara casi de inmediato el océano, África incluida. 

Después y con una estúpida soberbia reirán de estos conocimientos mientras los reciclan, según veremos. 
No sabemos cuánto la visión de Jabdun sobre el planeta circula por la cabeza de Battúta al iniciar el largo paseo. Se despide de los padres de noble cuna y ocupa el puesto privilegiado en una de las caravanas que aprovechan el primer tramo de la ruta comercial a China.
Los pastores del campo trashumante que completan sus haberes con el pago en especie o moneda por la guía y protección a los mercaderes y peregrinos, en su movilidad acortan las distancias de las tierras a las que acaba de echarse nuestro viajero, de otra forma insoportablemente lentas y trabajosas.
El diario no registra mayor cosa de esas superficies semiáridas a lo largo del norte africano. Los motivos podrían entenderse considerando que Battúta escribe al fin de la experiencia, con un sinnúmero de estampas a la espalda sobre lugares asombrosos de suyo y en particular para él y ese occidente del Islam al cual pertenece -dejen para después lo que no entiendan, nietos y Corte.
¿Influye también la monotonía aparente? La exuberancia vegetal es una obsesión para los herederos de los pueblos árabes y bereberes. Pero a sus ojos los países desérticos o de trashumancia tienen una extraordinaria dignidad histórica y religiosa.  
Los guardias-pastores de seguro intuyen que ante los citadinos la naturaleza de estos llanos y montañas enmudece. De tal modo nuestro viajero parece condenado a caminar sobre la nada y no lo hace del todo gracias al tiempo, aquí perezoso, que permite a los sentidos apropiarse de formas, colores, texturas, sonidos, perfumes. Poco a poco distingue peculiaridades en comarcas a primera vista iguales.
Sin saberlo o confesarlo al menos, constata las divisiones de las cuales hablará Jaldún. Aprende también costumbres de sus guías y vigilantes y algo intuye del mundo dentro de ellos. Y con una y otra cosa se habitúa a los pequeños cambios, preparándose para los de mayores dimensiones. Aun así, no pocas veces adelante será presa de un asombro que enfebrece la mente y le da material con qué fantasear en el diario.
Supongamos ahora, Ohsis, que el viajero corre la aventura sobre una nave por el Mediterráneo. Desde luego, lo que mal o bien percibe en la caravana simplemente no existiría y en consecuencia no habría mediación entre Tánger y Alejandría, digamos, el puerto con el cual comienza el encanto del diario. Sin tránsito pasaría de una ciudad donde el esplendor del Islam occidental cubre el sólido sedimento fenicio, a un adelanto del Medio Oriente puro. 
(Perdonen este tipo de acotaciones que de paso presumen falsamente un prolijo conocimiento. Inicié la aventura hace mucho y duró ocho años. Lo hice aprovechando un descuido.)
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¿Damos un brinco mucha más descomunal de lo que puede calcularse, para hallarnos tres siglos después que nuestro viajero, al borde de un río cuyo nombre se perderá para la historia, conocido después como Savannah, en la costa sureste de Nortemérica? Una pila de aventureros españoles cree descubrir allí a una reina de cuento, por el séquito que la lleva en andas, y no duda un segundo. Basta el collar de perlas entregado por ella al capitán en señal de cortesía, para que a punta de mosquetes, espadas y puñales se le ordene llevarlos a la aldea, donde tras expurgar el último rincón la rabia no se detiene ante nada, ya que no hay allí ni una perla más ni huella de las piedras preciosas que el delirio despertó.
Los tipos siguen un comportamiento nacido apenas Colón encontró lo que llaman Antillas por derivación del nombre dado a una mítica isla cuya imprecisa imagen rebota en la mentalidad mediterránea desde la antigüedad y una vez residencia de las áureas Siete Ciudades de Cíbola
Sintomáticamente los asesinos del
Savannah buscan esas Siete, con la misma febril locura que sus primeros antecesores en el Nuevo Mundo. Cuanto éstos hallaban estaba tocado por un delirio fantástico que junto a sirenas como las certificadas por el propio Almirante, manifestaciones de San Miguel Arcángel en aliento suyo, y cosas así, creían ver oro y joyas a granel. Por eso bautizaron las tierras a su paso como Puerto Rico, Costa Rica, Villarica, etcétera, según comprobaremos más tarde, si tenemos tiempo, claro. 
En la segunda década de la ocupación antillana, otro puñado de conquistadores abandona Santo Domingo tras rumores de abundatísimos depósitos de oro al occidente. Según algunos estudiosos, la región, a la manera de las islas antillanas en su conjunto, es rica en seres humanos. 
Ni rastro queda de ellos tras la furia que produce asesinatos masivos. Esa mitad de la isla queda desierta en un santiamén y se repoblará más tarde con esclavos que la negritud entrega a los costos quizás más altos en la historia.  
¿Qué clase de sarcástica, dolorosa mueca se dibujaría en el rostro de Montaigne si asistiera a los eventos? Solo viento en las manos que aprietan hasta el ahogo.
Se cumple "la mayor revolución jamás habida en el tiempo y el espacio humanos"(x), afirma quien pasó décadas trabajando el tema. El algo no comparable siquiera con la futura exploración espacial, dice otro.

Total...    
Tengo cuarenta y nueve años y me decido a la que luego sabré es una arriesgada apuesta laboral. No lo parece pues todo sobra y debo cuidarme incluso de la relativa pequeña fama que detesto y así adquiero en esa ciudad pequeña y afable.
El único riesgo está calculado y desaparece al final con un correo electrónico: decidimos apoyarle. No aburriré con los detalles. La cuestión se reduce a recibir menos de lo que solicito, con argumento equivocado y así, confío, revocable: sobran las bondades del proyecto. 
Viajo para aclarar el problema.
-Faltan mis ingresos. Invertí cuanto tenía y ustedes estaban enterados. 
Ofrecen disculpas, se atarean buscando una solución y no encuentran.
En mis manos, entonces, aplausos y ni un peso para comer. 
Días después emprendo el exilio dejando atrás nuestro paraíso, donde por fortuna quedan los hijos, a quienes veré en miserables dosis impuestas. Soy, en resumen, un fracaso socialmente certificado.
Quiero morir y en los meses siguientes aparecen a mis ojos miles en condiciones semejantes. Prometo recordar siempre el momento y no para evitarlo. 
Que el país se haga cada vez más brutal y por montones expulse a quienes ganaron de sobra un modesto sitio, no basta como razón.
Pasan veintiséis años y despierto con el sabor que deja una pesadilla. No amanece todavía y la mitad de mi gigantón urbano ya está en pie. 
En una o dos horas veinte de veinte seis millones seremos un hormiguero río arriba sobre nuestras maltrechas barquitas. 
Tampoco ahora todo se explica por nuestra conversión en La casa del horror.  
La vida, bisabuelo Sandalio, es tan fría como cuando tú pedías trabajo para el hijo de ocho años en una mina de arena.
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Cuento mal, E y S, y a la primera oportunidad filosofo como borracho con los amigos.
"Supongo que diez o quince de nosotros cantaban: Este tren no lleva tahúr ninguno ni mentirosos o trotamundos orgullosos. Este tren va con destino a la gloria."
Cantaban donde luego quien escribió recordaría: "Vi hombres de todos los colores, rebotando en el vagón de carga. Nos pusimos de pie. Nos echamos al suelo. Nos amontonamos uno junto al otro. Nos utilizamos los unos a los otros como almohadas. Olí el sudor agrio y amargo que penetraba mi camisa caqui y mis pantalones, y la ropa de faena, los monos, los trajes aflojados y sucios de los otros tíos. Mi boca estaba llena de una especie de polvo mineral gris..."
Ese hombre murió a los cuarenta y cinco, luego de muchísimos años de ser diagnósticado como esquizofrénico y tras un largo encierro en un psiquiátrico. O sea, trece antes que mi guía, el abuelo, que para entonces llevaba más de una década lanzando mordidas al desarraigo.
Cómo a los casi setenta no sentirse viejamente viviendo de prestado.
¿Debí dejarme morir a los cuarenta y nueve? ¿Quién velaría por aquellos dos muchachos a fin de que algo mínimamente parecido al paraíso volviera?
Minitauros hay para cualquiera en este genuino valle de lágrimas, dice repentinamente el yo que no lee a los griegos ni conoce palabra del sagrado libro. Como sea, nuestra ardua existencia como especie la certificó cada pueblo desde sus orígenes. Donde las montañas saltan cambiando de lugar, al Niño de piedra lo envía su madre, primera mujer, para que venza al oso tamaño nube que con gruñidos de trueno arroja sioux contra el veneno de ramas serpientes, que los inmovilizan y permiten a una roca caer sobre ellos y así engrosen la pila de cadáveres secos.

Tiempo de caminar
Tenía treinta años apenas pasados y no olvidaba la confusión profunda cuando Ella me llevó allí en un acto de sentido común enteramente desconocido para mí, ni el agradecimiento por el delicado ciclo de la ancha luz, la perspectiva de las montañas al poniente del valle, la cercanía de la gigantesca zona de fábricas y colonias obreras y la animación de la miscelánea, el taller de sastre y la carnicería en los bajos. Había imaginado el lugar naciendo más o menos cuando yo en aquel extremo de colonia señorial a que dio paso la Revolución, contra una inevitables esquina juntando estanquillos, sobre los cuales se levantaban edificios que debían guardar cierto decoro y no atreverse a más, y aun así flirtearon con la prosperidad y las promesas de futuro ya en esa la enorme paz de unas ventanas desde donde entonces se recrearía el país urbano orgulloso de sí mismo, para contagiarse un poco del entorno con su par de puertas separando el tránsito de la intimidad por las cocinas, de la dignidad del pasillo de las visitas, aislado por una escalera oculta del vulgar camino a la azotea; inútilmente, por lo demás, porque si podía excusarse la estrechez de los portones del edificio y un sin fin de detalles similares, no la falta de cocheras, que había condenado las rentas despejando el camino a una población cada vez más modesta conforme la cultura del automóvil se abría paso, y a la cual el departamento, disciplinado y comprensivo, habría ido acostumbrándose. 

La Suave Patria       
Cuando los encontramos a fines de 1845, O´Donnel y Kelley pertenecen al ejército estadounidense que inaugurará la política internacional todavía valida en el tercer milenio, con la invasión a nuestra Red de Agujeros. 
Tras dos años "perdemos" cincuenta por ciento del territorio que heredó la Colonia y un brillante hombre y un periódico coinciden en sus afirmaciones y preguntas: “En México, no hay ni ha podido haber eso que se llama espíritu nacional, porque no hay nación”. ¿La mexicana “es realmente una sociedad o una simple reunión de hombres sin los lazos, los derechos y deberes que constituyen aquélla?”
¿No se habían dado cuenta?, pensé al leerlos para luego buscar ejemplos de eso obvio. A estas alturas, creo, al cuaderno le sobra lo que atisbamos entre Aguas Blancas y Taxco. Sobre el tiempo aquél busqué en la costa contraria. 
Antes de la anexión de Texas en marzo pasado, una flota de la Unión Americana se apostó amenazadoramente frente al gran puerto veracruzano, y allí continúa. Mirándola desde un balcón José María Bocanegra, durante las últimas dos décadas responsable de una docena de altos cargos públicos, incluidos cinco ministerios de relaciones exteriores, conoce con detalle los motivos. 
Aunque don José María se ha retirado de la vida política, escribe unas memorias sobre la historia del México independiente y permanece atento al desarrollo del problema. Absorto en reflexiones, no hace caso de los extranjeros que pasean por las calles para dar con la noche un respiro a la opresión de la tórrida ciudad. Vienen de Inglaterra, de Francia, de Alemania, en la riada que durante el siglo ha hecho costumbre asomarse al exotismo de los países más allá de la Europa centrooccidental, para hacerlos lente de las nuevas ciencias, para buscar sus riquezas o para la llana aventura. 
Los viajeros comprueban que no llegan a siete mil los habitantes del puerto debido, se afirma universalmente, al insalubre clima en el cual encontraron un hogar a modo las fiebres del Viejo Mundo. No discuten el abolengo de la plaza, que sin embargo varía de acuerdo a sus miradas. En las de unos las filas “de nobles edificios” de la plaza principal y las viviendas “por lo general extraordinariamente bien adaptadas” al trópico húmedo, entre rectas calles “bien pavimentadas” hacen un armonioso conjunto de “techos planos”, “toldos parcialmente teñidos de color” y un “despliegue de flores y mujeres en los balcones”, justo escenario para el célebre carácter de los porteños, desparpajado y musical. En contraste, a los ojos de otros el lugar ofrece un “aspecto de melancolía y desolación”. 
Tras pasearse por allí en general los visitantes copian la ruta de Hernán Cortés, siguiendo el camino a la capital de la república. Transitan así por un corredor mestizo cuyas espaldas se vuelven al Veracruz grande, rural e indígena, deteniéndose machaconamente en Xalapa, joya de la región –tan “trozo caído del cielo como Nápoles para los italianos”- y en la villa de Perote con su triste vocación de punto de paso.
Alguno, sin embargo, explora el norte por caseríos totonacas semiextraviados entre vastas, ricas propiedades nacionales y extranjeras, hasta topar con Papantla, “la aldea india (que) apenas si tiene un habitante blanco, de exceptuar al cura y unos cuantos comerciantes”, sin decidirse a avanzar las dos leguas por las cuales se sube a la Huasteca. Si se atreviera hallaría una población indígena relativamente vasta, de lengua perteneciente al tronco maya y por ello rodeada de cierto misterio.
Un segundo viajero penetra el centro del estado hacia el Pico de Orizaba, yendo un asentamiento tras otro de pueblos originarios, y certifica la variedad de costumbres y hablas. Y muy arriba, donde la presencia humana debiera agotarse casi por entero, halla un poblado, San Juan, sólo un poco menos denso que él magno puerto veracruzano. 
Un tercero busca hacia el sur por encima de las costas mulatas, viendo caseríos dispersos, una buena cantidad de ellos popolucas o tenidos por tal, y otros de orígenes étnicos diversos que volvieron suyo el nahuatl, la lengua del imperio mexica cuyo avance propició la Colonia. 
En buena cantidad de casos los modernos exploradores no pueden hacerse entender en absoluto, por mucho que dominen el castellano, y en los demás conversan con la pequeña porción de hombres, y sólo excepcionalmente mujeres, que conocen de aquél sólo lo indispensable para el trato comercial con el exterior en moneda, cuando lo hay, y para la defensa de los títulos en los cuales las autoridades novohispanas reconocieron su derecho a tierras, aguas y bosques. 
Y es que a trescientos años de la conquista material y espiritual, de los cerca de 475 mil habitantes registrados en la entidad unos 375 mil se clasifican como indios. El promedio “nacional” de indígenas es menor, sesenta por ciento, y según todo indica más de la mitad de él no entiende el español y tal vez otro veinticinco o treinta por ciento experimenta el dispar, complejo proceso de decidir cuánto toman de este idioma oficial de la república para las esferas de la vida pública, reservando las privadas, las religiosas y de la administración tradicional a una de su centenar y medio de lenguas y dialectos.
A los tres paseantes aquéllos que no se conforman con el camino trillado, les lleva quince, veinte o más días recorrer treinta o cuarenta kilómetros a lomo de animal y a pie. Por el contrario, quienes cubren en diligencia los trescientos del puerto a la ciudad de México, a buen paso gastan una semana, a pesar de las escabrosas serranías entremedio.
La tierra se allana de la capital hacia el norte y de seguir al Bajío estarían allí en un santiamén, digamos. Si lo hicieran rumbo a Texas tardarían unos cuarenta días, y rumbo a Oaxaca sus ojos los engañarían tanto o más que en Veracruz, pues el camino corre apartado de las estribaciones y huecos serranos a los cuales se remontaron sus comunidades tras la Conquista.
Así de desiguales son las comunicaciones en un país donde las carreteras propiamente dichas no rebasan una docena y siete millones de habitantes se extravían entre cuatro millones de kilómetros cuadrados muy disparejamente ocupados también, si la mitad concentra el noventa por ciento de sus pobladores. 
A los grandes propietarios yucatecos la histórica lejanía física y de costumbres a la capital del país, les hace desear convertirse en una república aparte, como en este diciembre en que inician dos años de intentonas separatistas, y a los chiapanecos les convendría mejor ir comprar a Filipinas que a la ciudad de México. ¿Cuánto saben sobre el problema con Texas y los Estados Unidos no ya los mestizos de sus centros urbanos, sino los mayas de ambos estados? ¿Y los popolucas, huastecos, totonacas, nahuas, veracruzanos, o los mixes, triquis, huaves, mixtecos y demás, oxaqueños? ¿Escucharon siquiera nombrar a Nuevo México o California? 
Nada de ello registrará en sus memorias José María Bocanegra, pues conocido más bien por disciplinado y acucioso, lo da por entendido así no lo comprenda, y porque su única preocupación es el azaroso, arduo proceso político en que una república improvisada trata de salir adelante.
¿Cuál Suave o agria Patria, pues, entonces y ochenta años luego, cuando se escriba el poema?
           

De los últimos que serán los primeros
Una tarde rumbo a nuestro localito en el Santo Lugar topé con los perros que la pandilla infantil se divertía en espantar. Eran mis amigos, creí, y cuando el primero de la fila giró para espiarme le puse cara de hombre triste. Se cobró cuanto le debían. 
Los cincuenta metros a continuación fueron una tortura, con él haciéndome apurar el paso a fuerza de ladridos cada vez más envalentonados y los colmillos de sus compadres cercándome, ante la mirada del vecindario a quien dejaba intimidarse por tan pobres seres.
Entendí cuán cerca estaba el fondo y sólo la aparición del Grillo y sus compañeros me sacó al menos por unos meses de lo que Nabor llamaría el infierno.
De los muchos momentos bien grabados que me quedan, escojo el de la vez en que en el local yo trataba inútilmente de barrer la tierra del piso de cemento, cuidando con la mirada al hijo, quien tenía un par de meses, cuando escuché el rugir de los motores. En segundos los tres camiones aparecieron en la esquina, rechinando las llantas.
Ni en sueños había visto una estampa tan maravillosa: un centenar de macheteros sonreían presumiendo su rudeza, entre el zangoloteo de las plataformas que los choferes traían a mal traer, como se debía.
Con mi “comadre” al frente, bajaron de un salto para entre bromas saludar al chiquito y darme efusivos apretones de mano. Hasta valiente me volvería, con tal de pagar ese cariño.
Era así porque ellos se lo merecían y porque desde muy pequeño en mi cabeza andaba la devoción por los hombres y las mujeres recios. En particular, mi abuelo, un líder minero de otro país, muerto veinte años atrás.
De modo que para mí acercarme a los trabajadores y participar de sus luchas, representaba mucho más que una decisión política o un acto de solidaridad. Era volver sobre un pasado familiar que habría querido vivir, entre seres de una vitalidad infinitamente superior a los de aquellos con los cuales había crecido en mi colonia y con quienes parecía condenado a estar hasta el fin.
Y cada día en el Santo Lugar confirmaba mi deseo, con momentos como ése de ver llegar a Simón y sus compañeros resueltos a que dejara de tratárselos como brutos.
Mientras se acomodaban armando el mayor alboroto posible, entre escupitajos que el Grillo reprimía por los posibles efectos sobre su ahijado, se entendía a la perfección que se ganaran la justa fama de ser unos cafres, echando sus gruesos camiones y carcajadas sobre los automovilistas. Por orgullo era la cosa, igual que venir al localito donde planeaban cómo bajarles los humos a los patrones y al líder sindical. Nada más parecido, aunque fuera en miniatura, a las mejores historias que había escuchado sobre mi abuelo.

Pueblo sombra 
En el ancestral universo secreto del pueblo y dentro de la revolución que para 1890 está en curso, van nuevos ideas, lenguajes, actitudes, geografías que el poder político y económico no descifra y a veces no advierte siquiera. Es ese universo el que da sentido a mi abuelo, quien se moverá por sus vericuetos como muy pocos, en uso de las virtudes y ventajas del pueblo oculto, surgiendo desde la nada exclusivamente si necesita, para mejor tomar por sorpresa a sus enemigos.
Pueblo sombra, pues, tanto más cazador furtivo cuanto más se lo cree incapaz de algo distinto a tenderse en el prado pensando en la inmortalidad del cangrejo.
Del don de hacerse fantasma Belarmino se apropia apenas nace, hasta convertirse en un experto. Niño, días a miles viaja con la familia o solo entre su pueblo y el gran puerto marino provincial, y miles también recorre éste al modo del simple paisaje que las probas familias ven en pescadores, alarifes, asalariados de las fábricas, en sus mujeres y sus pequeños.
Entonces en Lavandera una tarde Sandalio se lía a golpes con un peón ferrocarrilero y no las tiene todas consigo hasta que el otro da en tierra repentinamente. Al caer queda a descubierto Belarmo con la más grande piedra que le permiten coger sus nueve años de edad, con la cual tundió al insolente. 
Y es que el guaje, el niño, aprendió sobradamente el arte de la transfiguración. Bien lo sabrá la autoridad cuando tras la huelga general de 1917 lo busque sin éxito en la suerte de trampa que parece la cuenca minera escenario de su historia.

Más Calzada
Pocos componen obras y todas y todos hacemos una con la vida. Se trata de cosas muy distintas. No importa cuánto intentemos estructurarla, nuestra existencia es imprevisible, azarosa, desafina. Su armonía salta cualquier regla y para muchos queda trunca apenas inicia o cuando menos esperan.
De ésas les hablo aquí, nietos, tan imperfectamente como evolucionan. Molley Mahony, a quien veremos al paso, sin esperarlo se encuentra con un joven. Prometen estar juntos para siempre, tan pronto él regrese de donde tramitará el futuro. Día tras día ella aguarda, dándole mental forma a la oferta. Es martes cuando no puede más y da media vuelta. ¿Su enamorado murió, tomó el barco a solas, encontró otra mujer, apareció el miércoles y también se sintió traicionado?
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Soy un cronista, no fabulo, les digo aquí insistentemente, E y S. Miento, desde luego, siguiendo a medias el consejo de escritores que piden hacerlo, mentir, por sistema. A medias, sólo, pues trato con hombres y mujeres reales nacidos en muchos sitios y tiempos, empezando por mí, de quien no intento dejar una autobiografía sino sugerencias.  
Ese es el secreto con todo: lo silenciado. 
Fracaso e importa y no. Viejo equilibrista obligado a ser joven hasta la muerte, discurriré una forma para que el cuaderno permanezca más allá de los blogs.
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La Mal nombrada me presentó una canción al respecto. No puedo ponérselas. Tampoco fotos de ella y el resto de mis hermanitas y hermanitos, quienes velarán por este Desde...
Realmente soy un viejo destinado a andar entre jóvenes. 
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Pertenezco a una AC muy famosa. Cada poco me piden textos allí para que mi participación luzca y no sea sólo en sombras. Por animarme publicarían hasta estas locuras. Desde luego, ni las menciono.
Sombras, dije, S y E. Qué casualidad, ¿no?
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Compruebo cuán poca fortuna espera a quien convierte su existencia en materia narrativa. El pudor lo persigue como perro rabioso y deja fuera toda posible obra mayor. (Perdonen, grandes señores del género. Me falta su cinismo o mi vida no es suficientemente apasionada o a lo llano carezco de oficio y mínimo sentido común, jeje.)
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Fin del capítulo dos y vuelta a las cursivas para anunciarlo.
No vamos a ningún lado, entendemos los cuatro, incluyendo a Juan, que quién sabe dónde estuvo desde su primera llamada. 
Ni modo. Para sobrevivir cada una y uno libra batallas, insisto. Cuáles y cómo es cuestión personal y en esta los involucro a ustedes.
Podría decirles que no hay tiempo de otra cosa. Menudo motivo o pretexto. 
Nacido para ganar, termino derrotado. Bien, ¿verdad?, conforme a nuestras reglas. Sobre todo si se combina con la victoria de lo importante. Prometí tendrían un menos terrible país y a Santa Utopía en renuevo. 
"Un, dos, tres por mí y todos mis compañeros" decía nuestro juego infantil.
-¿Y este?
-¿Es batalla o juego?
No te quedes callado, Juan.
-Levanta la cosecha.
-Está toda gorgojeada.
-No me refiero al cuaderno.
-¿Podemos ir a ensayar, Pupa?
-Luego nos cuentan en qué quedaron.   -Sí, Piojos.
El amigo levanta los hombros en un clásico ademán.
-¿Te acuerdas de cuánto todo lo hacías a diálogos o revisabas diez veces la misma cuartilla borrando?
En el departamento donde Él y Ella pasaba las noches escribiendo para exorcizar los días de espantos.
Eso está en una viñeta.
-Te recomendaba emborracharte semana completas.
-Soy el Idiota, carnal.
-Más bien el Autista.
-Siempre desde la azotea. 
-Todo quieres cuadrarlo a lo fácil.
-¿Iniciamos un nuevo "capítulo"?
-Tú dale -dice y sonríe.
Batallas. Qué exagerado. Caprichos.