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viernes, 29 de septiembre de 2017

Desde la azotea (septiembre). II

Muy en borrador.
(Blogger, si fueras tan amable deja de estar chingando.)
-¿Y si ya ni nosotros visitamos el cuaderno, abuelo?
-Me darán el Nobel en 3014 y no antes?

 
Sin salida
El pestillo, la carretera insoportablemente recta, la manija, jala de ella. Así pienso lunes con lunes en la mañana temprana.
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En Tiempo de Caminar digo que aquel día de mis treinta años contenía todo lo necesario para entender. 
Otro tanto vale contemplando estos a los viente, y antes Islas, sobre un momento de mis diecisiete, o su continuación a los veintidos, o Total, cuando tengo cincuenta, o X. 
Más que nunca les pido paciencia ahora, nietos. 
-0-
Jala la manija.
Se hace noche y descubro el silencio sin elocuencia, regodeo de los demonios que conozco desde niño, cuando cierran la puerta para el privilegio del amo, yo, proclaman, y los trescientos metros cuadrados son cárcel donde paseo certificando que existe la nada escarbada por el filósofo a quien rindo culto. En medio de ella, pienso, y me revuelvo contra la idea.
El vacío viene de fuera y encuentra el mío, sigo y vuelvo a dudar, atormentado, a los veinte años justos, como el hombre en la novela que clama por ellos marchándose lejos de casa, a otro mundo, donde las referencias no se vuelven añicos y vuelan por la ventana del tren, según hizo un segundo joven, él en un cuento. ¿O sí? No vivo de palabras y si los cito a ambos es buscando con desesperación a otros, mis pares, que andan aquí y allá en lo siempre ancho y ajeno. ¡Basta!, digo ante la tan distinta ventana: el patio de una antigua hacienda, hace mucho fábrica, y sus sombras humanas, que suben y bajan a cuentagotas ahora, durante el último turno, dos construcciones cuyos obvios, oscos secretos, se niegan a revelárseme.
¡No!, grito en silencio, no soy el par de muchachos en los libros entrañables. Yo vine al encuentro de quienes me llaman desde niño. 
Esa nada resulta absurda, se bien. Fuera, en el patio y todo más allá lo que hay es exhuberancia, y escapa a mis ojos y mis dedos, a mi humanidad entera, urgido de ella. ¿Está en verdad? Por la mañana usé la autoridad de la cual aseguran me invisten, para ordenar abrieran el monumental portón. Ahora tendría de una buena vez a los bien amados que entre los tróciles, las batientes, los telares me odian por respeto a sí mismos. Los
tendría con el inefable universo alrededor del campo en sus esencias. Y hubo sólo sequedad multiplicada y una llano que estruja, viento soplándome con asco y verdes matas en hileras hasta donde la mirada topa las espaldas de mis montañas madres, que eso hicieron, volteárseme como sino me conocieran. Pues si el hombre de la novela viajo miles de kilómetros, el hogar mío está apenas a una hora de distancia.
-0-
Volveré sobre estos días y de momento pido perdón por el galimatías que no nos ubica y atraviesan dos jóvenes fuera de lugar si me ciño a la historia(x).
Estamos en una fábrica-pueblo, nietos. Llegue a ella desde el monstrador del banco donde para su sorpresa, F me encontró. 
-Ven conmigo y en diez años ocuparás mi puesto -dijo y pensaba: Voy a enseñarte cómo escalar la pirámide, abriendo un abismo con tus supeditados. 
Era gerente de un consorcio secundario para quien tenía minas y acciones y demás por todo el mundo. 
La llamó fábrica-pueblo pues no había sino ese casco de antigua hacienda que ahora producía telas, rodeado por viviendas para obreros hacia poco rebeldes dispuestos a todo, al seguir quizás viejas enseñanzas. En eso se convirtió cuando cambiaron la vocación de las tierras cuya vista me frustraba. 
-0-
Estábamos a domingo, yo volvería del trabajo el sábado a mediodía y llamé a Ana pidiéndole una disculpa. Me avergonzaba de mí y mi espanto y confirmé: la pareja sería siempre algo a qué aspirar sin fortuna. 
Se preocupó tanto como su conocimiento demandaba y fue a casa de mis padres. Yo era un animalito temblando por dentro. Lloró horas enteras. La acaricié sobre mis piernas, de costado, hincado en el piso, por ver si el dulce tiempo entrando desde nuestro pequeño jardín, y a sorbitos me ayudaba con palabras.
-Era natural... Saldré, lo juro... Es mejor a solas...
A leía una y otra vez los papelitos que escribí en esos días. 
-0-
Aquéllos campos habían pertenecido a comunidades indígenas coloniales, como la absoluta mayoría en el país, y durante los años mil ochocientos terratenientes cercanos se echaron sobre ellos. Para rescatarlos surgió un movimiento peculiar pues tenía influencias anarquistas, que solo allí alcanzaron al mundo rural.  
No sé cuántas de las familias obreras a quienes yo desesperadamente quería alcanzar heredaron ese pasado, porque al trabajador industrial lo había caracterizado la movilidad. 
El padre de don Carlos tal vez pasó por allí, en su periplo iniciado junto al mar.
-0-
Don Carlos, su periplo, un mar que no ubico. 
Los beduinos escuchaban las olas en pleno desierto al narrarles historias de Simbad. Ustedes, S y E, deberían oir mis pasos con eso enrevesado que les doy en las viñetas, y a través de ellos, a sitios y tiempos.
x. Al recordar conservo la novela y lo que llamo cuento y no es, sino una autobriografía e intento de novela interrumpida, para recomendárselas: Aden, Arabia, de Paul Nizan, y Retrato, así, a secas, de Dylan Thomas.  

Evangelios
Chillidos que rasgan o juntan metal; soplos de fuego cuya fuerza parece salida de un cuento; muescas y cadenas chocando en su carrera sin pausa. Don Carlos puede precisar de donde viene cada sonido, no quiere y se hunde en el mar de ellos y su eco al rebotar contra los muros que se alzan treinta metros por el galerón enorme, mientras le baja a la fuente de calor. Y no es porque la caldera urja su atención, se esfuerce en no darle tregua y amenace con achicharrarlo.
Hace mucho aprendió que las máquinas tienen mucho de tiranas y mucho de niñas mimadas, y juega con sus ritmos sin temerles, de modo de darse tiempo para intercambiar noticias y chanzas, recordar esto y aquello, hacer cálculos para mañana y después de mañana. Todo, orgulloso del hombre en el cual se ha construido durante sesenta y dos años de vida, en buena parte gracias a lo aprendido del padre, de la madre, de los abuelos, que están ahí, al lado, más a lo cierto que si colgara sus retratos, como en las ciudades donde crecieron.
Don Carlos pertenece al Santo Lugar y no nos conocimos antes de mi marcha, a la cual no me reprondía aun cuando mucho después encontré lo que llamo patria prometida
Volví treinta años luego, intentando descubrir para otros aquel "barrio solidario del futuro"(x), como lo llamó un amigo. Hallé solo a Fidel, y Manuel, a quien apenas frecuenté entonces, me condujo al "viejo" y Leopoldo, cuyas vidas transcurrieron poco más allá de donde nosotros, Agustín, María, el Grillo, Nabor, etcétera, cumplíamos nuestra humilde, trascendente tarea. 
En ese momento se revelaron bien a bien Juan y sus compañeros, hacedores de la obra mayor, como terminé comprendiendo. 
Al contemplarlos juntos era claro que cada uno de ellos había creado un evangelio sobre el mundo obrero y no pude reconstruirlos sino a medias. Estarán en Para morir iguales, confío, y vuelvo a ver al padre de don Carlos por ciudades y pueblos que consumió con apuro para saberlo todo, se diría. Nuestro calderero guardaba con entero detalle aquellos pasos que más tarde dirigirían su propio andar. 
¿Cuánto se parecía a mi abuelo, diez mil kilómetros lejos, en un distinto tiempo?

Inesperada
Un domingo de mis sesenta y nueve años. 
-Evita el sufrimiento -dicen en misas profanas. Me pregunto qué habría sido no de nuestra relación sino de los dos al separarnos, si siguiéramos ese hoy universal rezo.
Renunciado a ti quisé olvidarme para siempre de los juegos amorosos. Alguien tocó a mi puerta, merecía la pena abrir y no me arrepiento: canto y nada se compara a eso. 
Cada quien cava su tumba, dicen, y resurgimos si hay amor suficiente por la luz.
Al separnos el mutuo dolor fue insoportable. No se trataba de sobrevivir y el futuro quedó allanado por lágrimas que cada quien a su manera recogería con cariño. Para esa Tic y este Cuac hay un juntos sin confines, porque lo sembraron.
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Fue P, la Inesperada, quien en mi vejez me guió hacia las jóvenes. Tenía veintidós años, yo sesenta y nos reunimos por accidente en esta casita.
Vivía dedicado a ustedes, nietos, hasta que no hubo manera. El Níger, el primer río al cual me echaría, estaba presente desde entonces y su aventura no se concretó hasta la marcha de P, también llamada Tic.
-0-
De amor cuanto había entre nosotros aun antes de la tarde en la cual tendiste el puente para la urgencia de los cuerpos-ventana. Eramos las dos pequeñas criaturas extraviadas a quienes el azar reunió. Apenas nos vimos me convertí en tío, padre, abuelo, cómplice, girando a solas con la joven provinciana veinticuatro horas tras veinticuatro horas.
Por la calle siempre el contacto de las pieles, normal según los papeles y tu miedo al exterior: de la mano, del brazo, recargando la cabeza en mi hombro o mis piernas, yo acariciándote el pelo o la espalda o los brazos, un beso si la desazón pasaba los límites usuales.

Ríos
-¿Estás loco? ¿Qué coño vamos a hacer allí?  
-¿Pensaste alguna vez en venir a México, abuelo?
-No.
-¿Y no es genial el país?
-Pa enredarme se necesita uno mil veces más listo que tú, crío.
-Jejeje.
-¿De qué te ríes?
-De tu insistencia en llamarme crío cuando tengo casi siete años más que tú.
-Sí, pero para mí siempre serás eso. Para mí y para cualquiera, que parece que sigues jugando en el arenero.
-¿Me pasas las camisas que están sobre la cama?
-Si piensas que ya me diste la vuelta, estás más loco que una cabra. Y mira el desastre este. ¿Así se dobla la ropa? Cago en Dios. Y para de reírte o te meto un carrujo de dinamita ya sabes dónde.

-0-
Así inició la discusión con Belarmo, que tal vez irá completa en otro cuaderno, como el extenso diario a la Ineseparada, de donde entresaco un momento: 
P conoce mis viajes "exóticos": Fez, Argel, algo de Mauritania. Solo a ella se los conté en detalle a veces excesivo por sus preguntas en secuencia interminable. Anecdóticamente podían resultar pobres pues si era fácil que me aceptaran, duraban poco. De lugares y personajes fantásticos había sobra, claro, y en ocasiones la Tic neceaba con que imaginara historias. No siempre atiné a bien hacerlo y algunas veces deliraba sin más.

Por fortuna tenía estupenda literatura reunida para la larga investigación aquella. Toda "medieval" o antigua, repasamos librerías buscando autores argelinos y marroquís más o menos contemporáneos y para nuestra sorpresa había varios.
Ella leía en voz alta a viejos y nuevos, mientras veíamos hasta el cansanció una película cuyo gran escenario era el desierto creciendo al pie de las ciudades imaginarias. Por ello cubrió nuestro futón con pasminas y chales hindúes.

-A África -decía maniáticamente y de allí vino el Níger.
El viaje anunció ser más que metafórico cuando acepte una oferta por casualidad. El extraño contrato nos llevaría a lo largo del río más extenso del mundo, para auxiliar en un proyecto muy complejo. Involucraba a una persona y la Inesperada podría acompañarme sin cobrar y con mi boleto de regreso.
Locura de proporciones mayores, resultaba muy Tic-Cuac y se hizo humo por un súbito giro en los organismos que convocaban.

Como sea, a P le esperaba casi enseguida otro desierto con beduino incluido. No habría camello sino una destartalada camioneta avanzando por los llanos áridos de Nuevo México.
Entretanto yo vivía lo sugerido por esta viñeta:
 Esta vez me di a los derroches y a principios de agosto ya empieza la sequía. Para aguantar de aquí a diciembre del año que viene junto periódico, hago colección de colillas, busco un zagúan a propósito y practico la más rentable forma de estirar la mano.
-No, señora conmiseración, deje de pasearse por aquí. No ve que disfruto también dormir a cielo abierto y tener pretexto pa platicar con los que sueltan la moneda y con los que se la guardan, da lo mismo. Y total, sigo holgando, ¿no?
"De pilón los nietos se divierten como locos en las pijamadas con la Jornada y El Universal de manta, descubriendo los secretos de la noche gorda.
"En la última temporada como ésta fue que el Emi se enamoró pa siempre de la luna y el Sebas aprendió a tocar la armónica.

"No, qué hueva si siempre pudiera ir al súper, dormir en cama, rasurmarme y peluquearme, enverdecer por falta de aire y sol."
-0-
Luego cursaría el río Magdalena, que corre entubado por nuestra ciudad entre la extraña guerra, y finalmente gracias a un tercer curso, el Abajo, llegué a esa patria prometida por los cantos de Felícitas desde la azotea. 
Una amiga cree encontrar un sencillo sistema de símbolos en mis tales aventuras. Toda proporción guardada, otro tanto sugirieron a algunos los viajes de Gulliver, y puedo asegurarles que su autor pasó por ellos visitando las provincias irlandesas siglo y medio atrás, según bien sé por O´Donnel y sus compañeros, a quienes ustedes conocieron en Para morir iguales    

T 
Los hijos regresaron a mí y con un cheque modesto pero en sólida moneda extranjera y religiosamente a fin de mes, cuánto de fantástico estímulo recogía entre semana se apuraba a explayarse el viernes por la tarde.
El hacedor de milagros me creía y decidí seguir los pasos de V, quien un buen día dijo Total, y aunque muriera en el trayecto se entregó perdidamente a una de esas criaturas cinceladas en el alma por las películas y los boleros de la vieja época. La esquiva, pues, siempre como de noche con un cigarro recargada en el piano que cantaba sólo para el lujo de ella y sus satánicos ojos prometiendo estrellas y sangre, pongamos a lo dramático.
Mis gracias no daban mayor resultado por sí solas y el empeño fue inútil hasta que los amigos crearon una aureola en torno mío y me condujeron a un lugar frecuentado por mujeres hermosas, despiertas, eufóricas a su vez. De mañana escuché una voz y levantando la cabeza estaba frente a mí quien me pareció cumplía a la perfección los requisitos de la mortal dama.
Tenía bastantes años menos que yo y se me dio el equivocado informe: Se separa de su pareja. De saberla la verdad me habría detenido, llegó tarde y contribuyó a colocarme donde quería.
Era o parecía una explosiva mezcla de altanería y piedad y sus favores o sonrisas se procuraban universalmente. Al mes de coqueteos para ella naturales y así para mí infructuosos, renuncié con una tristeza que la conmovió.
Esa noche, lejos de consumar el entendimiento terminamos en los escalones a la calle con la ternura de mi hombro ganando el derecho a abrir las puertas de ella por algo más que un rato.
No tenía modo ni ganas de evitar el amor por su compañero y la soberbia infinita y tuve que emplearme en regla, no importa cuán a solas plañidero y extraviado me volviera. De modo que aquello se convirtió en una ruda pelea, ejemplificada en el regreso de un paseo a las afueras. En su auto toda ella gritaba alternativamente y sin parar Quédate para siempre y Casi no contengo el vómito, ¡baja!
Años después me vendría un placentero sueño. Era la extensión de la vez en que rumbo al cine, contra su bravucón estilo y sin motivo pidió escogiera el camino y como niña a la deriva remató con lo que los días siguientes confirmarían:
-Vamos por dónde tú quieras.
No había más afán deportivo ni personajes de película hablándome al oído. Había un hombre agradecido prometiéndose cuidar de aquélla generosidad, así la disfrutara por los diez minutos tras los cuales T volvería a su justo sitio.
-0-
Sesentón, una nochebuena recordé a las mujeres de mi vida, como acostumbra decirse. Les puse siglas y el enlistado era corto, siendo monogámigo a rajatabla aunque Ella desapareció cuando yo tenía treinta años. 
Pueden buscarlas en La ilusión viaja en travia, Ohsis, y en este cuaderno sirven para asomar a momentos que de otra forma no tocaría.

Monelles y no
Están allí la Niña de quien les hablé, Ohsis, y la Inesperada, Mía y Purple Rain, y la ¿Me perdonas?, la Imprecisable, La ya sabes quién de mi graducción y la Mal nombrada. Entre en plena juventud cuando entro a la vejez y no sé si confirman los buenos motivos de mi obsesión en precisar los géneros.
Vivo obsesionado con Monelle, la joven descubierta por un gran escritor como hermana de la prostituta que un emperador encontró a las puertas del palacio real para descansar su atribulada alma. 
Monelle me encontró en la llanura, por donde yo andaba errante, y me tomó de la mano:

"-No te sorprendas -me dijo- soy yo y no soy yo. Me volverás a encontrar y me perderás.

"Una vez más volveré entre vosotros; pues pocos hombres me han visto y ninguno me ha comprendido.
"Y me olvidarás y me reconocerás y me volverás a olvidar".
La sabiduría de la joven, a la cual volveré a referirme, se me escapa, y aun así me declaro representación suya.

Lo femenino y lo masculino existen en verdad, juraría, S y E. El cómo es un misterio. A ratos no sé cuánto contradicen las identificaciones tradicionales y a cambio apostaría resultan realmente del exilio insobornable de nuestra especie.
En el departamento donde Él y Ella descubrí el ritmo de la tierra, afirmo en Tiempo de caminar.


El Santo Lugar
Juan y Filiberto son los hombres a quienes me siento más próximo, aunque al último lleve treinta y tantos años sin verlo. No hay nada de extraño, creo, en que ambos tengan una íntima relación con el catolicismo y yo venga de una familia de comecuras que jamás mencionó en voz alta al Señor.

Del tiempo del cual hablo a los tres nos azotaban las mismas tormentas y si ellos no buscaban un alero donde protegerse, por las goteras del mío caían auténticos ríos. Se entendía, por ejemplo, que Filiberto y yo hiciéramos de gemelos, él cerca de las oficinas de un sindicato en el barrio fiero de una ciudad del interior, y yo en un departamento de clase media de la gran capital. Uno extraviándose entre sí y el otro exiliado contemplando la tierra natal por la ventana.

Todos sabíamos de viajes internos y externos, momentos de un sólo suceso. Para Juan, para mí y para al menos algunos de los que formábamos el Grupo, los años anteriores a aquellos en el departamento donde Él y Ella, autobuses, unos cuantos trenes y caminos a pie, igual si duraban dos días que veinte minutos nos condujeron a un paseo por las estrellas, de todo tan desconocido.

Así llegué al Santo Lugar. Iba en los pericos, como se les llamaba por sus colores. Formaban parte de los camiones que zangoloteaban matando gente entre la gran ciudad y los entornos devorados por el apuro de la industria.

De ida observaba a través cómo desaparecía el orden y la abundancia que presumía la capital en sus regiones bien publicitadas, para saltando la sierra norte descubrir un segundo valle, semivacío, en caos, despreciado, fuera de las fábricas que aventaban sus deshechos sin preocuparse por los hombres y mujeres cuya presencia requerían en torno suyo.

Los pericos resultaban entrañables también por sus pasajeros, que en esos viajes de ida, pasado el mediodía, eran sobre todo mujeres. En sus calmudos rostros que delataban un tinglado de pensamientos; en sus trenzas o sus recatados cabellos sueltos; en sus rebozos o sus modestos suéteres con años de trajín encima, y en su paciencia o sus reclamos al chofer por el maltrato que nos daban, con la vocación de sacrificio sin límite encontraba complejas humanidades. Me decía que el año pasado entre obreras, campesinas y posesionarias de predios urbanos, dispuestas a cualquier cosa, revelaba una voluntad de trascender el papel al cual por milenios se las reducía. Y me equivocaba y no: cumplían el ancestral papel.

Conforme recorríamos el valle y los montes que lo cercaban o salpicaban, intuía pequeñas y grandes dulzuras detrás del seco, pobre exterior de las casitas improvisadas aquí y allá. Las había encontrado antes en ciudades provincianas: vagones de deshecho del ferrocarril convertidos en hogares que rebosaban tiestos y jaulas; salas convertidas en jardines colgantes por costureras...

Filiberto me guiaba sin saberlo y sólo Juan entendería mi presencia allí. Llegaba con otros cuyos motivos parecía compartir, y no era así. Como don Carlos, entre las calles colgaba fotos de Teresa, Cándida, Sandalio, el abuelo.


De cunas
Un nombre, sólo eso tengo: Teresa. No sé incluso si te veo, a tus ocho años justos en la aldea a tiro de piedra del mar tempestuoso, donde crecerá tu nieto y abuelo mío. Hay por allí macizos de álamos, abedules, castaños, "cónicos húmeros”, campos de trigo y maizales, pero no donde tú, niña, que andas a cielo abierto, los pies eternamente mojados por la esa sí “tupida hierba fresca, jugosa, oscura, aterciopelada”*.
¿Juegas camino a la leche que los vecinos te dan para llevar a la ciudad, según figuro? Casi puedo tocarte y ni eso preciso. Tampoco tu cuerpo que huele y sabe a lo que no descubriré jamás, tan una pregunta como tu andar, el modo en que te abres a la sonrisa o tu rostro, de piedra, se resiste a ella, o en el que tus brazos se extienden y recogen o te llevas la mano al cabello húmedo por la lluvia menuda y sin descanso.
Eso, de agua y tierra te compones doscientos años antes que yo, sustancia por entero distinta a cuantas topo en mi realidad a un océano de distancia, no menos ancho y ajeno para un mortal que "el giratorio curso de los cielos".
Te miro y no consigo dibujarte ni a lo incierto, presencia indiscutible que no hay modo de atrapar, cuando no te caben en la cabeza, y por lo tanto no existen, no lo harán nunca, quizás, Cándida, tu hija, ni el hombre a quien persigo posiblemente con la misma falta de fortuna, y menos, claro, el yo que en la silla se borra tal si le pasarán una goma encima.
*Armando Palacio Valdes. La aldea perdida.
 
De cunas
Papá y yo nos despedimos para siempre en el cunero del hospital y no es por ello que este cuaderno le dedica apenas unas líneas. Jamás faltó a casa ni tuvo otra, como se acostubra en nuestras tierras, e inexiste aquí a la manera de mis hermanos mayores, pues no me autobriografío. 
El que en batita y apenas supo andar subió a la azotea de la cual no saldría nunca, escribo al principio, ¿recuerdan?, y vaya a saberse dónde agrego: y en sueños baja a la calle a hacer la vida. 
Sé sombra, me dijo el abuelo y lo pedían también mis auténticas madres, Filiberto, Agustín, sus compañeros y el poeta que habla a nombre de millones y escucharán luego. Esta viñeta viene a cuento ahora:
Tenía una pregunta hecha fotografía: un sonriente pequeño de tres años está a horcajadas sobre el hermano mayor, que mirá melancólicamente a cámara. Un día se respondió diciendo: cuánto diera porque pudieran levantarse rumbo a la calle tomados de la mano y dejar para siempre atrás nuestro peso muerto.
Son Él y el Nuevo al poco del departamento donde el segundo no está cuando para librarnos del pasado preparo la marcha con el primero.
Confundo los sujetos, nietos. Virtuoso error que buscando a dos involucra a otros cuatro cuya existencia quisiera negar.
En todo caso, finalmente queda el par de niños levantándose rumbo a la calle para emprender solos su viaje.

Ustedes tenían dos años y medio cuando marché al Níger y así piense que nunca quedé mejor sembrado en otros, al hacerlos acompañarme aquí no aspiro a encontrarlos durante su futuro con letras.




Una cuadra más acá no sería el mismo 
Mi casa estaba al pie de la avenida rematada en la esquina donde no era ya campo, sino pelea entre llanos vírgenes, huertas, maizales y la nueva vocación de orillas de ciudad, presente en el tiradero de materiales de construcción, la ladrillera, su miserable, hosco vecindario y la promesa de futuro vacilando en lo alto.
Con el trajín de los camiones de pasajeros, los siglos a montones del centro urbano resultaban un eco tanto más lejano cuanto más desaparecían los lotes baldíos. Para quienes vivían fraccionamiento adentro eso era verdad sin tacha. Para los de la avenida, no. Tras un premeditado vacío descubríamos barrios antiguos que se montaba sobre los restos de pueblos cuyos orígenes no podían precisarse en el tiempo. Invitación irresistible, nuestros paseos por allí descubrían con azoro una calzada de proporciones dos veces mayores que las orondas de la modernidad.
En claustro, los amigos de las calles traseras sucumbían al resentimiento de sus padres por mil ofensas reales o ficticias, que los condenaban a perpetuar lo más oscuro del país. Los de la avenida enloqueceríamos o saldríamos corriendo, o ambas cosas.



Fantasmas
Treinta años vivió en México Luís Cardoza y Aragón abrazado al árbol de su infancia, en el centro del jardín familiar de un barrio de La Antigua, Guatemala, que el exilio dejó tras una barrera infranqueable. Al regresar, el árbol había desparecido, con la calle, que era una irreconocible otra. El escritor no se levantaría jamás de una muerte que hacía vacilar en la nada los treinta años.
Para entonces Pablo Neruda había escrito muy lejos de casa:
"Les contaré que en la ciudad viví
en cierta calle (...)
No se podía ir y venir,
Había tantas gentes (...)
Todo me pareció brillante (...)
y era sonoro.
Hace ya tiempo de esta calle,
hace ya tiempo que no escucho nada...(x)"
Dulce nostalgia la suya, que podía ignorar la calle impresa en sus compatriotas repartidos por el mundo tras 1973: vuelta silencio y dolor.
Más de tres décadas atrás Victor Serge se paseaba por el bullicio de una noche en la Alameda Central de la ciudad de México, y entre la reposada, sonriente feria de familias se le venían una y otra vez las estampas del último en la serie de exilios que era su vida, y el reclamo de los rostros de los compañeros que quedaron en la Francia ocupada por la Alemania nazi.
Yo no sabía nada de Cardoza, de Neruda, de Serge, cuando en los 1950s crecía en aquella misma ciudad entre dos padres que no abrían la boca para hablar de la Guerra Civil española, sino cuando se trataba de aligerar el drama, y sin embargo estaban y no en la casita de dos pisos donde nos criaban. Mamá se afanaba cada mañana en recoger hasta la última mota de polvo en la sala, el comedor, lo que pomposamente llamábamos biblioteca. Me obsesionaba su estampa desdibujándose a lo fantasma. Era Penélope que no esperaba, repitiendo el rito para espantar sin éxito el recuerdo del viaje no de su hombre, sino de ella, suspendido casi al empezar.
Batía el trapo contra el brazo de un sillón, daba un paso, volvía sobre él, lo expurgaba de vuelta y se rendía, empezando a parpadear en mis ojos que no podían seguirla a la cuenca minera a diez mil kilómetros de distancia, para ofrecerse a cuidar los burros de los campesinos en domingo y dar gracias por las monedas con que pagar la función del único cine en veinte pueblos y villas alrededor. O para trepar a los destartalados camiones que harían la excitante ruta de los mítines en los cuales lucía la joven.
Mamá se adelantaba treinta años al Humberto Costantini que miraba por la ventana la luna mexicana, “chanta”, mentirosa, porque la de verdad no había salido de Buenos Aires, como él casi justo en el momento en que ella, mi madre, hacía las maletas para volver a la España sin Franco y ser de nuevo de carne y hueso, otra vez mitin tras mitin, para con su adolescencia refrescar al maltrecho partido en el cual se había convertido el suyo... y recibir de tarde en tarde la visita de los hijos, a quienes veladamente miraba con extrañeza: ¿de dónde habrán salido?
¿Pero qué tan sí misma era también ella, regresando sin regresar? El país que había dejado y en el cual anduvo trasterrada mucho más años que en el real, apenas y se reconocía en el de 1976. Al volver se movía entre las sepulturas donde habitaba la España que recreó durante treinta y ocho de sus cincuenta y ocho años, y entraba en un nuevo limbo, en el cual debía reinventarse. Tal vez también por eso, y no sólo por el extrañamiento de sus miradas, que a los hijos nos hacía vacilar sobre el suelo, mis encuentros con ella resultaban en grandes grescas. Eran de fantasma a fantasma. 

A lo vil
Madame Ring, ring me comparó con el personaje de una novela, sin salida en el rincón de sí mismo. Monté el cólera pues daba una lucha en regla contra cuanto el hombre representaba, empezando por la autoafirmación que desdecía al mundo. Bueno, a final de cuentas su residencia eran quinientas cuartillas y yo tenía una vida.
Me lo encontraba cada poco, compartíamos ruindades y cada vez que él iba a asesinar a la anciana agiotista, servía de señal para mis sesiones de conventual disciplina y los paseos a la familia que ella echó a la calle, y a su gusto por los románticos, oscuros nichos, contestaba yo con cursis o anodinos pájaros y luces.
Dos caras de la misma moneda, pensaría cuando mucho después la corte me exigiera encabezar el reclamo a alguien muy cercano acusado de una infamia. Vería en el acto la misma miseria que llevo a la amiga a compararme con el personaje.
A la vista mis malas obras se reducían a las de un ratón royendo en los demás sin mayores consecuencias. No era así, entendí en el departamento donde Él y Ella, y a ratos el viejo miedo allí ante el espejo descubría una horrible deformidad.
Cierto que quizás y sólo quizás la primera vez el monstruo en el espejo no era yo sino el mundo tras el plácido rostro alrededor, desnudado por la condena al hermano menor. ¿Cuánto conocía de horrores entonces? Todo, desde apenas nacer. Unos obraban lenta, silenciosamente, y otros a estrepitosos golpes.
El monstruo contra el cual en casa, en la calle, en el interior de cada uno y una se levantaban mámparas quién sabe cuánto para expulsarlo y cuánto para su mejor guarda, cayó sobre el indenfenso niño de nueve meses. Tomó tiempo que volviera a su rincón, y no más, y años luego huía de la sospecha de encarnarlo por entero. Mis sueños eran de una meridiana elocuencia: un campo de exterminio, yo en uniforme disfrutando el paso de las pilas de huesos.
Por eso la cólera frente a las sentencias de la amiga -Madame Ring, ring, lleva por apodo- en su cueva, donde la alharaca del día se hacía lija y ella, rumiando asco y soledad, rondaba atenta al descuido de una espalda.

-0-
Mi optimismo es proverbial, viví en el paraíso con Él y el Nuevo, de profesión equilibrista caigo siempre parado y tengo por segunda personalidad al Mero, a quien recordaré después para otros pues ustedes, E y S, lo llaman abuelo. 
¿Cómo pude entonces concebir viñetas como la anterior?
El diario asesinato del deseo, escribí en el departamento donde Ella y Él, siguiendo por años con esmero la vida alrededor, para de noche contemplar los cadáveres dejados por cada jornada, y mucho después en la despedida a una mujer dije a lo melodramático: En este viaje en el que al deseo le cae dentellada tras dentellada…
Viejo, tengo una charla con Quien nunca pierde el estilo, la más mortal mujer que encontré en mi vida y por ello reverenciada. Quiero transmitirle un mensaje y busco los peores momentos que sufrí. Se asombra y le aclaro cuán fácil me fue sortearlos, porque estaba bien fundado desde el origen. 
-Conozco la soledad y jamás estuve solo pues pertenezco al todo, especialmente tras nacer Uno, no importa cuán personal pareciera su martirio. 
Si el horror alimenta al horror, Ohsis, según creo redescubrir en Ojos bien cerrados, hay también lo que Teresa Panza argumentaba al marido, cuando éste le ofreció ser gobernanta de una ínsula: "Siempre, hermano, fui amiga de la igualdad, y no puedo ver entonos sin fundamentos  (…) viva la gallina, aunque sea con su pepita". 
Esa mujer, como supe por mis abuelos, pertenecía al linaje de la mujer y el hombre pequeños que así son y así se conciben porque sólo así el cosmos puede conservarse, como ellos en padres y madres, uno a una y otro a otra, siglo tras siglo, sosteniendo con cada acto, pequeño, por fuerza, el mundo entero, su cadena, rota si alguno falla.

El perseguidor

A los dieciocho años Ana y yo vivimos juntos. Eso resulta muy precoz para la época, al menos entre las clases de donde procedemos. Nadie vendrá al rescate, puede creerse: mamá, papá, el valle, dieron cuanto les corresponde; ahora toca bregar solos, entre la tormenta cuya furia acabará con nosotros en cualquier descuido; en resumen: nos sumamos a los millones obligados a encontrar una respuesta donde no la hay.
El "caminamos porque tropiezas", que ella acostumbra decirme, medio en broma, medio en serio termina encontrando un nombre para mí, tomado a un famoso cuento, El perseguidor(x). 
¿Cuánto persigo y cuánto me defiendo o escabullo el bulto?, es la discusión que evito con ella, y callo también cuán poca verdad hay en nuestro desamparo, porque una y otra cosa parecen obvias y al mismo tiempo sostienen la genuina audacia de A, criatura superior y necesitada también de alguien como yo, pues por origen padece ceguera, entiendo y comprobaré después con sus pares.
¿Después? El futuro no existe para mí, por fin convertido en el presente perfecto que caracteriza a la generación. Ana quiere darmelo y no sé dónde meterlo. Cuando pronto nos separemos sin separarnos, conforme al singularísimo romanticismo de ella -¿lleva cargándolo siglo y medio, como su fábrica y su asombrosa conciencia histórica?- volveré a la angustia profunda, que conozco desde niño y tiene ahora un nuevo sentido. 
En papeles, forros internos y paginas legales de libros, habrá entonces muchas notas semejantes a esta: 

“Tenía veinte años y jamás permitiré que digan que es la edad más hermosa”(x), leo y levanto la cabeza golpeado por esa primera frase a la entrada de un libro. Apenas cumplí los diecisiete y el mundo giró ciento ochenta grados desde cuando meses atrás encontré por primera vez el gigantesco jardín en el que ahora mi mirada se pierde. Un nuevo salto en la nada, pienso sin pensar, como siempre, aferrado a una especie de presente perfecto cuyo abismo descubre la frase.
Y enseguida, de vuelta sin saberlo:

-Hasta ayer por la mañana me sentaba a la misma hora en el mismo lugar que hoy, el cigarro en una mano y en la otra el más reciente de la veintena de gruesos volúmenes con la cual pasear entre calles y seres semifantásticos de tan lejanos. Ahora no hay fuga posible, sé de alguna vaga, segura manera, luego del par de líneas que esperaba, creo.
Regreso la mirada al libro, sospecho el tiempo por venir y no importa ya, a diferencia del resto de los días, cuánto falta para que abran la cafetería donde encontraré a mis torpes iguales. A la espalda la pila de salones de clase y los jóvenes hombres y mujeres en quienes encontré la realidad desde hace mucho perseguida.
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Mucho más tarde buscaré en V un referente para el yo de esos días. Tenía una procedencia similar a la mía, lo conocía un poco y nos rencontraríamos después, cuando descubriera mi Santo Lugar y él las sierras indígenas. De ahí este apunte: …golpeo con desesperación cuanto se cruza. V hace otro tanto y sabiamente es voluntario en una ambulancia. Nos topamos al fin con el reino de la injusticia que nos obnubila desde niños. Él tiene arredros para comprobar en clases cuán triste destino espera a nuestros nuevos compañeros. Yo leo mientras abren la cafetería. 
En una frase digo entonces: recién me descubro condenado al éxito. Hay algo de verdad en ella. Apenas algo. Desacierta menos esa sobre nuestros condiscípulos, que no recibieron como nosotros una educación relativamente esmerada. Los quería, aprendieron a quererme, y por eso rechacé el apapacho de los maestros, no basta para explicar mi conducta.
Y Ana... ¿Qué perseguía yo, amor?, ¿mi desesperación? ¿Y qué V, quien pasado el tiempo parecería renunciar a la apuesta? ¿Teníamos realmente algo en común? Solo el ahogo. 
En Última función, nietos, cuento esos años con Ana, y La ilusión viaja en travía los observa de muy otra, ligera forma, también cierta. Me conducirían a la fábrica-pueblo y a mi mayor aventura, cuya interpretación para nosotros aquí vale apenas en los párrafos finales:
Contada así la historia es justa y está medio muerta sin embargo, al no recoger lo que transcurría por dentro. Traigo a cambio el demencial momento en que recién llegado entré a casa de mis padres. Todo me resultaba pequeño, ruin, desolado, digno del olvido que la mínima justicia impedía, pues si algo había allí eran cuerpos abiertos de par en par por terribles infortunios personales y sociales.
Por fortuna al marcharme reproduciendo el cuento aquel que dejaba atrás las señas de identidad, volví según debía.
Podría hacer un doctorado sobre mí entonces como posible perseguidor o gato boca arriba o alegre irresponsable o nuevo Raskólnikov, que abarcara el abanico entre los decires de Ana y Madame Ring, ring, y encontraría tanto a un hombre como a un país. 
Serían estudiados la Princesita, L, y su padre, O; el mío y mis hermanos mayores, X y Z; los universitarios, nuestro régimen, pequeña burguesía, izquierda e intelectualidad contemporáneos, y Fulano y Mengano en tanto ejemplificación de conductas. 
Vaya intertextualidad que podría encontrársele a ese yo azas interesante, también para la literatura que lo encontraría en un febrero a sus dieciséis años preguntándose cuánto se pretende haga, si Ana es fantasmal y L un sueño conquistado. 
-¿Papá prepara ya la boda, como hizo con Z, y O podría no poner reparos, pues entre yernos empresarios bien cabe un alto cargo público, única carrera próspera conforme a la carrera que escogí? -pensaba inconscientemente el personaje volteando hacia Tal, cuya antes desparpajada existencia carga la loza más pesada a pesar de sus nobles éxitos profesionales, en el hogar donde lentamente se ahoga un niño por amargura.
Ahí están mis notas recordando dos figuras en sombras frente al televisor donde reproducen nuestra mayor fiesta cívica, gran escenificación de la dictadura perfecta. El padre alecciona al hijo, manso cordero cuyas espaldas se curvan poco a poco a mi asombrada vista.
-Hermosos fueron los años que en gracia recibiste hasta aquí. Hombre ahora, debes saber: no mienten las sagradas escrituras; valle de lágrimas es este...
¿Y el reino de la injusticia, que desde niño escucho debe abolirse y se carcajea alrededor? 
-Nuestro amor es eterno, ¿verdad, L?, y lo sublimaremos como susurran Romeo y Julieta, de tenerlo por necesario, ¿cierto? -le dije sin que ella escuchara.
"Ah, Víctor Hugo, cuánto te preciso ahora, en la vascilación entre tragedia y comedia?"
Estos últimos párrafos aciertan siquiera más que mis complacentes recuerdos de Ana y otras cosas. 
No persiguen solo quienes se dejan llevar y para V y para mí era contra naturaleza seguir el destino previsto. Tampoco podía H, al que conocería después. Hoy estudiaba filosofía y mañana se inscribía en el cuerpo militar de paracaidistas, abandonándolo tras cien intentos por renunciar y una advertencia que condujo su caso a la prensa: lo lanzarían en vuelo, sin equipo.
Nuestros años universitarios resultaron decepción pura. Escogí la escuela por su prestigio para crear rebeldes sociales y encontré pequeños círculos que repetían fórmulas vacías y toleraban el dominio absoluto de los golpeadores oficiales y una plantilla magisterial cuyo despotismo reproducía al policiaco en las calles. Etcétera.
La Princesita leyó con claridad lo que mi cuerpo gritaba y hasta el caminado perdía su garbo, como pago para exhorizar aquel sermón paterno.

Calzada II
En Calzada les explico cómo nacieron estos cuadernos y aclaro que la ancha vía existe. Al norte próximo de nuestra ciudad sirve para postrarse ante los misterios bíblicos y fue montada sobre la tercera artería que unía a Tenochtitlan con tierra firme.
Regreso a ella y ustedes, S y E, deberían alcanzarme tras leer algunas cosas de La ilusión viaja en tranvía, si tuvieron paciencia. Los acompañarían mis nietos adoptados, quienes entienden cuánto me esfuerzo y cuánto llanamente juego.
Ayer, por ejemplo, Alma preguntó por el final, que falsamente aseguré había adelantado. Le armé un pequeño tango y rió.
-No se alebreste, era broma.
En todo caso vuelvo exhausto y no a la manera de Vela, que tendrían que haber leído, y adelantarse aquí mismo a
Por fin nombrar.
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Como aprecian, Ohsis, esto se convirtió en un Serpientes y escaleras, juego de mesa antes muy socorrido, usamos blogs, pues de otra forma no habría vínculos o links y a ustedes se sumaron otros nietos y nietas, que por supuesto no los suplirán.
Un viernes desespero y escribo la siguiente Carta a mí mismo:
No quiero ser duro contigo, yo, porque te quiero y golpearte no resolverá nuestra situación. 
Lo que escribí ayer sobre mi oficio de confidente nos sirve para explicarnos. Espera, lo copio: Almas en pena por la calle suelen contarme sus aflicciones y estoy siempre dispuesto a escuchar las de los amigos. Hubo un tiempo en que pensé cobrarle al transporte público mis servicios como párroco o terapeuta e hice infinidad de entrevistas formales e informales. 
Me interesa la vida íntima incluso entre personas célebres, a quienes pregunto solo por los hijos, la esposa, sus avatares.
Algo también apropiado dijimos sobre los reflectores, ¿recuerdas? Te veía sobre un estrado al aire libre hablando como acostumbras. Todo iba bien entre tú y el auditorio hasta que se encendían las luminarias.
Así es para muchos, imagino, y pensándolo un poco parece tema universal y de muy difícil trato; quienes salvan esa experiencia reciben justo premio, la mayoría esquivándola y algunos resplandeciendo por ella.
Cierra tus dichosos cuadernos, hermano, y marcha como y donde debes: solo, a la patria prometida. 
No me despido de nadie pues hice a conciencia el trabajo y no hay quien nos eche en falta. 

Esa patria a la cual me refiero hago alusión en el Por fin... que acabo de citar está relacionado con ¿Una novela?. 
En cuanto al reclamo de Alma bromeando:

Inesperada. Historia  
Ordeno y completo la historia de la Inesperada que se relaciona con el desierto. 
Nacida en el noroeste, las tierras áridas ejercieron siempre un encanto. Su peculiar rasgo de personalidad, que le hacía temer a los demás y los espacios abiertos, encontraba allí el sitio ideal, pues esas vastedades se ajustaban al título de nuestra película más obsesivamente repetida: Bajo el cielo protector
Al reunirnos en esta casita, ella con veintidós años y yo llegado a los sesenta, pidió contarle vez tras vez mis tres breves viajes por donde desiertos africanos se instalaban o insinuaban: a Fez, en dos ocasiones, y Mauritania, la tercera.
Tenía poco que decirle e inventaba aprovechando el distinto viaje hecho tiempo atrás, y a cambio duradero, pues me tomó ocho años: a través de los libros.
Había un algo más en su Cuac, como gusta llamarme, vinculado a los fantásticos lugares. Era otra película: París, Texas. Había quienes veían en mí al personaje, Travis.
Compró telas hindués, únicas a disposición, que le parecían venidas de allí, y vistió con ellas el para entonces "nuestro hogar".
La música africana embelesaba a este hombre y nos acompañó maniáticamente.
Cuando a rastras decidí hacerla marchar para que su futuro no fuera un callejón sin salida, solo se aquietaba pensando en el destino: Santa Fé, Nuevo México, donde terminaría los estudios musicales.
Pasaba tardes enteras allí sentada sobre una peña junto a la carretera, desde donde contemplaba el semidesierto.
Cierto día apareció a lo lejos un sueño en forma de bereber a camello. Se llamaba Mark, era bellísimo por la elegancia natural del cuerpo delgado, la piel hindú, pareciera de tan expuesta al sol, y el aire beatífico. Andaba por los venticinco años y llevaba tiempo dedicado a descubrirle bellezas a su hermano mayor, parapléjico. Aventurados trabajos de dos o tres meses le dejaban libre el restante del año. La noble bestia en la cual venían era una comby con hermoso vestido hippie como carrocería.
Desfalleció de amor apenas verlos, para vivir con ellos los dos meses en que Mark intentó convencerla de que cuando se fueran no podría acompañarlos.
Un atardecer la ensoñozación se esfumó en silencio. 
Al día siguiente los compañeros universitarios no podían encontrarla por ninguna parte y presumiendo su camino dieron con ella casi donde Travis anduvo. Con mirada perdida contemplaba un ojo de agua.
Sobrevivió pensando en el embarazo cuya existencia le fue descubierta casi enseguida. Por ese niño se dejó convencer de abrirse paso gracias a un avieso productor. 
Al dejar Santa Fé tenía ya una casa frente adonde intuía que el desierto continuaba o daba comienzo: el mar. 
Puedo bordar sobre el tema interminablemente y si tuviéramos manera de plantar aquí la música que ella compone, habría un subtexto riquísimo -ese productor cobró caro el patrocinio.
Fin
No sé dónde irá esta viñeta que sirve de final al cuaderno, E y S. Encuentra a un hombre recargado contra una patrulla policiaca apenas entraron las sombras. 
Termina allí el trazo de la más o menos pequeña ciudad que el calor abrasa, entre una exuberante vegetación tropical.
Nuestra secuencia debería empezar con acción y por mínimo respeto la evita. Podría arriesgarme a dramatizarla, gracias al conocimiento acumulado por muchos sobre el infierno de esas horas que inician. 
Temo también describir los restos, pues eso son y no un cadáver, cuya aparición hacia el extremo contrario de donde estamos señalará a X, el hombre en quien fijo la atención.
-Nunca estuviste en Hiroshima y así no conoces sino los dichos, no importa cuán confirmados estén -dije para mí repitiendo la insistente frase de una gran película, mientras hacía el libro que me condujo a la pequeña ciudad aquella
X tiene entre cuarenta y cincuenta años y un currículum de violencia y corrupción como policía, en esta y otra distante región. A él culparán con dolo por la tortura del joven desollado. 
Podría pensarse que nuestro personaje debió ser un oficial militar cuya actividad intentan seguir quienes investigaron detalladamente los hechos. Dirigió las operación, todo indica, y su identidad se escurre no solo en las actas levantadas. El archivo del propio ejército emboza su historial. No se dice allí siquiera qué tarea cumple hoy ni en cuál lugar.  
Como sea, se trata de un mando y yo busco a quien pueda comparar con El hombre de piedra que sufrí en la fábrica-pueblo: un bruto sin más.   
Nacido en este sitio, muy joven entró a la policía regular, uniformada. Saber cuándo parecería importante pues el crecimiento de la violencia es exponencial. 
"Hallan diez fosas comunes más en los alrededores", informan los diarios meses después. “...todo el cerro seguro es un panteón, todo el municipio”, dice un hombre que busca a su mujer y sus hijas y no a los jóvenes desaparecidos cuatro horas luego del momento que escogimos para contar. A ellos los calcinaron en un basurero para echarlos enseguida al río próximo, aseguran mentirosamente autoridades nacionales.
Sus familiares investigan, hallan tres nuevos cementerios clandestinos y precipitan la búsqueda de quienes durante los últimos años se esfumaron en la nada también, uno a uno y sin connotaciones políticas, como ahora. Tres lustros antes un gran escritor especializado en esta región dijo a la grabadora"Con la marginación vino la producción de estupefacientes y por supuesto el fortalecimiento de las cúpulas que hacen difícil descifrar cuál es la red de poder, impunidad o presión que se da".
"A fines de los 1980 (...) empiezan a manifestarse estas violencias, estas señales de secuestro y asesinato, que van a dar por resultado muchos movimientos sociales", agregó el defensor de derechos humanos a quien Ana seguía al morir, cuando lo entrevisté por otro motivos. "El ejército en Guerrero -continúa su compañero -es desgraciadamente una historia llena de sangre (...) para los mixtecos, para los nahuas y los tlapanecos (...) Me hace recordar Barrio Nuevo de San José, cómo matan a un campesino y a su hijo, allá en el municipio de Tlacoachistlahuaca. Después de esconderlos, llegan sus mujeres a buscarlos y todavía las violan, y hasta la fecha esa gente esta ahí en esa comunidad."  
Guerra sucia llaman a la represión de los grupos guerrilleros en los años setenta en todo el país. Para el estado donde nos encontramos y es nuestro escenario principal en Red de agujeros, la historia continúa hasta hoy. Quienes allí vemos tendiéndole una celada a los campesinos, eran policías regionales. X, pues, pudo enrolarse en cualquier momento. Estar asociado a los cárteles resultaría solo un extra que hoy le permite actuar a la vista pública en descampado y en plena área urbana, para cebarse con quien quiera y no solo con campesinos y campesinas que resisten abierta o indirectamente.
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Ahora nuestra Red de agujeros muestra cuán bien escogí su escenario principal. La ciudad en sombras cuando ahora damos con ella, se llama Iguala y mi patria prometida está sobre la Costa Grande.
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¿Qué hago, Ohsis? ¿Estoy más loco o soy más estupido que nunca en los cuadernos? Sí y no.
Escojo un final para algo sin pies ni cabeza, sabiendo que continuaré y ustedes no entenderán esos párrafos comprensibles solo para quienes tienen al menos mínimas referencias.
Nuestro tinglado se completa con anexos. Entre ellos, un libro publicado y otro inédito por extraños motivos, pues lo aprobaron y el súbito silenciamiento del texto debía terminar en escándalo. Son trabajos míos y la información viene de ahí.
Cuatro jóvenes normalistas murieron en Iguala, un quinto quedó invalido y cuarenta y tres desaparecieron. De hecho ahora se sabe que el escenario se extendió cincuenta kilómetros a lo largo. Entre los primeros estudiantes estaba quien nos trajo directamente al momento, desollado en vida.
No diré que así nuestra suave patria sufrió la mayor conmoción en décadas, porque buena parte cerró los ojos, como hace con todo. El resto no podemos asimilarlo y quizá no lo lograremos más adelante, al modo de una madre que atestiguan corre a la puerta cuando escucha ruidos cercanos a su semi solitaria casa sobre los cerros, esperando sea el hijo, a quien fuerzas militares se llevaron hace cuarenta años. 
Si hubiera un final para este desatino llamado cuaderno sería la persecución del rastro que nos conduce a X, hasta  perderlo para volver a nuestra azotea.
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Y falta atender al Hombre de piedra, cuya carrera comenzó dando tiros de gracia a los que a patadas amontonaba luego en una fosa común, diez mil kilómetros allá, donde nacieron Llagos y Mata y creció mi abuelo. Uf.
Por cierto, ¿recuerdan al tipo ese, que conocí en la fábrica-pueblo?
Ya estamos nuevamente, ¿ven? Soy el Idiota, sí.
-Dodes ka-dem, dodes kadem... -imito al ferrocarril sobre la vía.
Saben de que hablo, seguro, si lo vimos... ¿cómo se llaman las no cuartillas de un blog? 

PASA A DESDE... III.