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jueves, 28 de septiembre de 2017

Desde la azotea. (Versión final)

A modo de prólogo, Calzada. Se lee allí:
en casa iba creciendo lo que según Juan no pretendía narrar sino entender. Lo hacía gracias al prodigioso don de las palabras. Persiguiéndose unas a otras sin un continente yo capaz de apresarlas, revelaban el mundo a mi alrededor.
 



I
El que en batita y apenas supo andar subió a la azotea de la cual no saldría nunca, haciéndose viejo revisa el espectáculo alrededor. Nada puede ser más asombroso que ese primer día en cuya dirección marcha y aun así se confunde. 
Al fondo una caravana viaja en 1325 y cerca del pretil hace alto a principios de 1972 en el Santo Lugar, sin que los habitantes de una y otro perciban la mutua presencia. 
En la espalda quien mira recibe una animosa palmada del abuelo, muerto sesenta años atrás. 
-Vamos, que los bisnietos y tataranietos esperan para comer. 
Dando la vuelta el cielo se cae a pedazos en 1524, estalla una y otra vez y pareciera encontrar remanso en un río de carbón y las bocas a lo largo entre las montañas.
Qué cosas digo: menos que nunca hubo quietud allí.
-0-
E y S, nietos, si acudo siempre al consejo de los sueños jamás lo hago con el de poetas, digo y miento, un poco, siquiera, pues hoy cito a uno:
Allí donde otros exponen su obra yo sólo pretendo mostrar mi espíritu.
Vivir no es otra cosa que arder en preguntas.
No concibo la obra al margen de la vida.(1)
¿Valen para mí esas palabras? No tengo una obra sino miles de viñetas escritas desde niño. Agrupé las más significativas en cuadernos, empezando por éste, donde doy cuenta de los demás.
Todo lo dirijo al futuro de ustedes, a quienes no veo desde la marcha con mi abuelo, B, al río Níger luego convertido consecutivamente en el Magdalena, que corre entubado por nuestra ciudad, y el Abajo, cuyo curso conduce al "Sur, geografía profunda".   
¿Les cuento algo en realidad y de manera mínimamente comprensible?
Para morir iguales

El Idiota
A los sesenta años hago un libro sobre B en el escritorio que da a la única ventana de este departamento, cuyo encuadre copia al viejo cine nacional, con su fácil, blando romanticismo. Allí leo también las frases con que cercaba a mamá apenas pude convertir mis berrinches en palabras:
-¡Mira! ¿Ves cómo a la mitad la calle se desploma? ¿Y aquel hombre cuyos pasos no dejan huella, ya que pisan bajo el suelo? ¿No sientes ese temblor perpetuo, nuestro nadar sobre la tierra?
Levanto la cabeza para encontrar el patio a cielo abierto, largo, generoso, las puertas de la docena y media de viviendas en dos plantas, y la luz en la que ese sol nuestro, padre, hermano, macho bravucón, pordiosero, se echa escapando de la alharaquienta tarde de la calle. Parda, recrea el alivio de las madres y los abuelos y abuelas en el breve descanso que les dejan sus criaturas bullendo por dentro, aspaventosas, o en la desesperada persecución del día que no alcanza, que por ley se agota antes de revelarles los secretos de cada tanda.
¿Qué dirías de verme en este lugar, ma, donde un par de años atrás lloré de alegría apenas se marchó la mudanza? ¿Te entristecería encontrarme en un pequeño, oscuro rincón de la ciudad, del país que no entendiste nunca?
Venías de lejos y guardabas con celo el dolor que ello te producía. No te dabas cuenta de que la mujer de los elotes en la esquina había hecho un trayecto tan largo como el tuyo en tiempo y alma. Lo comprendo. Como ella, creciste convencida que el mundo era las leguas a tu vista, tras las cuales la respiración se suspendería.
No tenías modo de entender el acoso de mis letanías aquellas, que te postraban y así más se encendían.
-¡Ya, por Dios, déjame en paz! –tronabas contra tu proverbial paciencia, encerrándote bajo llave para rogar a no sé quién, en tu sabiduría, que velara por ese pobre hijo. Lo hacías inútilmente, claro: no había salvación para el Idiota.
-0-
Hoy idiota resulta sinónimo de estúpido o imbécil. Antes se refería a los tontos o tontas de los pueblos, que un sabio medieval despreciaba reconociéndoles a cambio el don de servir a la divinidad para expresarse imperfectamente.
Una película terminó por entenderlos, creo, en la figura de un muchacho obsesionado por los trenes, cuya maquina imitaba sobre la senda entre la basura al pie del hogar paterno.
-0-
Aquí y por autismo todo tiende a cifrarse. Presumo ahora, por ejemplo, que ustedes vieron esa película. No la nombro pues es norma del cuaderno, como explicaré más adelante. Ahora estoy invitándolos a buscar al muchacho sobre las vías del tren -pregunten por ella a Él-, que en verdad los hay, vías y tren con una corrida diaria. No alucina el idiota; imita, y al hacerlo tercamente descubre cosas imperceptibles para otros, así el director no las muestre. Se encuentran fuera de cuadro, como lo entrelineado en la literatura o el subconsciente nuestro.    


Dos
Nada en mí se comprende sin la siguiente viñeta, Ohsis, como también los llamo:
Digo cualquier cosa sabiendo que quien te cuenta son los ojos y las inflexiones en la voz, y al voltear con la sonrisa casi me olvidas, atrapado por lo que tardo largos segundos en sospechar es una luz sobre el filo de la cortina. Lo creo pues te vi antes encandilarte con ella como si fuera la primera vez, y la sé para mí perdida según debiera, a menos de hacer el enorme esfuerzo de otros días. Gracias a él descubrí, por ejemplo, el justo vaivén de una rama en la ventana, sin traducción para mí que estuve dale y dale intentando infructuosamente hacerlo palabras.
No puedo con tu mundo, hermano, me rebasa, me apabulla, me pierde en el desorden aparente donde tú por necesidad encuentras armonía. Desde el baño mamá pide ayuda para bajarte por la rampa, le contesto que puedo solo, advierte cuánto has crecido. ¿Ves? Todo eso está en nuestras voces. ¿Algo intuyes viniendo de lo que no atino si te vale llamar "ayer"? Algo, sí, creo, más lo olvidas en un tris. Qué caso tiene, dirás a tu manera.
Más de medio siglo después, cuando haya entre nosotros diez mil kilómetros, seguiré peleando para contarte. La distancia no nos separa pues moro en ti y entonces es imposible precisar cuánto estoy frente al escritorio y cuánto entre la habitación y la terraza donde mamá te hizo un reino a modo.
Red de agujeros 1

Tiempo de caminar
Viejo aprendo a escribir y desespero con las viñetas hechas como Dios les dio a entender:
Abrí los ojos y contra el zumbido telúrico al fondo y el manchón luminoso sobre la cortina, había trinos y azul tierno, una llave peleando a lo lejos, que se convertía en Ella acercándose con rastro de noche y aromas de manzana agria, de piña fermentada, de zapote que se rompe de maduro, para aparecer, desprenderse el rebozo del cual saltaban los pájaros cantando al pie de la ventana y al fin desnuda descubrir una piel aceitosa, de aventura, satisfecha. Con la estampa mi ciudad pasada e idealmente recompuesta, lío de parques y camiones y zaguanes y vidas entrevistas, soles a montones, aquí señor, allá un perrito que se ovillaba, rematando en las fragancias, los colores y las maneras antiguas de los mercados, ajenos a las euforias, cuya esencia trasegada por lugares, cosas y atmósferas desconocidos traía Ella.
Algo así era en mi cabeza al despertar de la siesta matutina con esa mujer a quien no nombraba llegando un amanecer entre el perfume de su sudor y del alcohol, en el cual yo creía encontrar contagios de lugares mágicos que sentí perder y que así, en apariencia sin proponérselo, ella me regresaba ilustrándole lados nuevos para que yo sintiera otra vez su invitación. Era mi ciudad pues no había una posible ciudad única sino un eterno temblor construido por millones de ojos y memorias.
A medio vestir, mal metido entre sábanas y mantas, encontré el rastro del hijo en la pijama y su quieta forma de ocupar el espacio bajo la estridencia, la pesadez y los erráticos modos míos y de Ella, cuando estaba y ahora.
La presencia de la mujer era abrumadora en cuanto el paseo distraído de los ojos recogía. En las representaciones del colgajo de collares, por ejemplo, o en las mariposas y las primaveras, como alguien me dijo se llamaban aquellos pájaros de pecho generoso, que coqueteaban en el marco de latón del espejo contra el nicho del armario de madera cruda, sencillo y luminoso. O en la imaginación de la que hacía de mesa de noche, que resultaba una incógnita en el celo por la austeridad aparente -la lámpara y dos o tres objetos más sobre el metro cuadrado de la hoja de madera-, desmentida por los mundos de la trama del rebozo improvisado de carpeta con sus fantasías de una geometría a primera vista de extrema sencillez, en la cual podían sospecharse siglos de secretos y fracturas heredados.
Ella a plazos apremiante y pospuesta, entregada y esquiva, y en verdad siempre inaprehensible, como entendí de nuevo al topar los dibujos de la cortina y el tiempo de principio a fin suyo que estaba en ellos, recreado hilada a hilada, donde parecía adivinarse todavía el tarareo en silencio que acompañó un paso tras otro de la aguja, incapaz de decidirse por pudor o miedo a reproducir la estampa clásica del ama de casa. Ella por todas partes, también en sus ausencias. De los sartales de la cajita destapada como por casualidad, que descubría el desbarajuste de anillos y aretes y pulseras, a las puertas entreabiertas del clóset por donde asomaban los bolillos de un vestido, un par de zapatos de tiras, el encaje de una manga, encontraba las mañanas en las que la radio, a un volumen que casi sólo ella escuchaba, daba la impresión de hablarle de cantinas y hoteles de paso y suertes de equilibrista, mientras el trabajo sirviéndole de pretexto se vestía una blusa volada, la invitación de las faldas de algodón que le ceñían los muslos al paso y el desafío de las grandes arracadas, preparándose para desaparecer hasta no había modo de calcular cuándo.
Qué sería de aquello en sí y en mí al marcharnos al día siguiente, me pregunté y volví sobre el pijama de Él, el hijo, como si me asomara a un pozo sin fin que me recordaba cuán soberbio, torpe y tramposo era. ¿Qué sabía yo de cuanto fuera, empezando por la ausencia? ¿Y cómo habría sobrevivido sin aquella queda, generosa forma de estar que soportaba y entendía todo?
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Él, S y E, es el padre de ustedes, y la mañana a la cual acabo de referirme contenía cuanto se necesitaba entender. Vuelvo a ella una y otra vez en el cuaderno.
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Los agujeros sobre los que llamaba la atención de mamá aparecen recurrentemente en distintas formas:
En la azotea el canto de Felicitas, a quien sin eufemismos llamo nuestra sirvienta, descubre un valle distinto al que mis ocho años de edad revelan y construyen.
Las manos de la joven campesina se empeñan ágiles y sin pesares contra la piedra del lavadero y el correr del agua y llenan el aire de amabilidades, sugerencias, aromas que toman de cuanto su vuelo toca. Sólo quien asiste a la escena percibe cómo con ello la realidad alrededor se trastorna, despertando las sombras del vasto llano al pie de las montañas, para un paseo hacia rincones a los cuales mi imaginación no puede asomar y entonces son pura borrachera.
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No por nada otro cuaderno se titula Red de agujeros. El inicio es la búsqueda de un vado en el campo con mi compadre, a quien conocí en el Santo Lugar.
Demasiado humano 1

Providencia
Agustín espera sobre un lomo de la calle que libra los viscosos riachuelos de colores en mutación, contra un muro carcelario. Amparado en el borde de la esquina cree ocultarse a las miradas de la planta donde trabaja, una cuadra más allá, media hora después del cambio de turno, según propuso para evitar a sus compañeros.
Es la segunda vez que lo veo y confirmo la impresión original: la de un ser conmovedor en el esfuerzo por pasar inadvertido entre hombres que aprendieron muy pronto a ponerle cara a la ciudad y usan la rudeza y el humor filoso para defenderse de ella y apropiársela. Luego sabré que no se lo impiden el número de años desde salir del pueblo ni una posible falta de agilidad mental, sino el lugar que asumió en la familia. No hay contrasentido en su ansia de trascender, que lo acerca al Grupo.
El tono exaltado en el que vivimos se transmite de inmediato a las relaciones y en días nos volveremos íntimos. Lo sabemos en cuanto me descrubre y viene al encuentro entre la desolación de la calzada de gigantesco tamaño, con las vías del tren de por medio, que a un lado se abre a un fraccionamiento industrial y al otro a una colonia y al gran descampado con las montañas detrás.
El suelo de la zona se hizo doblemente magro al perder los sembradíos y los árboles, y nos convierte en un par de hombres en tierra fronteriza, como cualquiera al vértice de la gran urbe, pero a lo bruto, a la manera de todo lo que toca la industria.
Romanticismo puro, pues, de miasmas penetrantes y un silencio mortuorio tanto mejor revelado cuanto más lejos se está de las máquinas, hechas rumor por las gruesas, altas paredes que parecen heredar las de las viejas haciendas.
Cruzamos la calzada rumbo a su casa como en un juego, él siempre procurando la izquierda para mirar con el ojo que le sigue sano a los veinticuatro años, y yo en busca del que en el iris se llevó un bicho salido de la carne muerta de la empacadora donde trabaja desde casi niño. Porque en ése es donde está mi futuro compadre. Allí su melancolía sin remedio, bella, contagiosa, que rima con el paisaje y nuestros días.
En el fraccionamiento de las fábricas, las larguísimas calles sin reposo al sol y la lluvia, desiertas a las horas en las cuales suelo llegar, por tan hostiles al principio parecen cada vez más cálidas, pletóricas de vida que se trasmite de las plantas: tinglado mecánico con mucho de infernal y mucho de entrañable para quienes hacen de él su vida. Los aromas aplastantes, en ocasiones nauseabundos, vividos por unas horas y no como permanente suplicio, y las chimeneas despidiendo gruesas volutas en mil tonos de grises, no hacen sino completar la sensación de ser parte de una novela o una película. De serlo entre el orgullo de pasar como uno más ante el guardia de seguridad, el policía, el administrador que cruza en su auto, y el creciente número de saludos y charlas al paso, la picaresca a la salida de la fábrica liberada, en palabras y toqueteos de machos divirtiéndose; de partidos de futbol y tandas de dominó y baraja para hacer de las huelgas fiestas; de breves discursos un autobús tras otro, venciendo el anonimato del espacio público, que no debe pertenecer a nadie y así se humaniza; de momentos épicos que para mí encarnan un poema: Masa.
De serlo prometiendo que cada día habrá más y mejor de eso, de los hogares y los billares y los peliagudos expendios de alcohol compartidos. Con Agustín, quien se ensancha a la par de mí, comenzando por esta tarde, cuando está a punto de hacerme parte de su familia y no sé cómo agradecérselo.
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El departamento donde Él y la Ella ausente, E y S, estaba traspasado por la pérdida del mundo en que el compadre me introducía bien a bien.
La ilusión viaja en tranvía 1

Andar
El carrín, según se dice en estos lugares a diez mil kilómetros de nuestra ciudad, es de Encarna, la entrañable peluquera. Lo maneja su adorado Marcelo, minero que se hizo mil usos de la albañilería, y en los asientos traseros voy con el Roxu, pequeño y rubicundo, cuyo brazo izquierdo vacila en el recuerdo o la imaginación desde la voladura de una pared rocosa en los pozos de hulla que a los catorce años el abuelo hizo su hogar.
Subiendo las montañas una penosa curva tras otra el motor tose justo como un minero silicoso, y la densa niebla alrededor contra los grises macizos de los Picos de Europa es melancólica dulzura transmitida por los ojos y comentarios del Roxu.
-Qué hermoso ye estu –dice en la tierna habla regional, donde por contraste todo es a tajos, a palabras gruesas, en un volumen brutal para oídos de extraños, Ohsis.
Vamos tras el rastro de Belarmo, un poco contra mi voluntad pues tengo la cabeza llena de historias sobre los del llano y del monte, sucedidas tras la marcha de él.
Kilómetros atrás pasamos el pueblo de José Mata y Pepe Llagos. Al primero lo busqué antes de venir aquí. Vive en otro país, jubilado por la mina donde trabajo desde 1948, fecha de su rocambolesca fuga con un centenar de socialistas de ambos sexos, que el abuelo contribuyó a organizar. Allí me contó la historia de los fugaos; de quienes por miles se echaron a las montañas para escapar a las siniestras columnas que tomaban ese último bastión de la defensa de un sueño.
Todo dijo a la grabadora por la confianza en mi familia, y mucho pidió callar pues las heridas no cerrarían jamás.
Luego encontré a Llagos en la aldea de la cual no salió. Tenía dieciséis años cuando la derrota y la escuetísima experiencia política no le impidió encargarse de lo que nadie más podía: los restos de su organización política en la cuenca del río cuyo curso seguimos ahora. Pasarán tres décadas para que conozca a un hombre más roto que él, el de La piedra, de quien hablaré después.
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Él, el padre de ustedes, nietos, que nació año y medio atrás, quedó en la ciudad frente al mar adonde llegamos hace poco. Quedó con Ella, quien ya está y no, pues de exilio cuanto hay en el cuaderno, el suyo inició sin saberlo.    

La Parada
Así, La Parada, se llama la cafetería a la que suelo ir. El nombre no fue una ocurrencia del dueño, ni para mí ni para el resto de los parroquianos.
Con el café acostumbrado desde venir la primera vez por mi cuenta miro las sabias cortinas cubriendo a medias el ventanal para sustraernos al fisgoneo de la calle, que abajo exhibe sus intimidades con los pares de piernas hablando como loros, y que arriba se fuga al barrio y la decoración del cielo.
Dos mesas allá una docena de vocingleros músicos hacen una larga, renovada cada poco. Los cabarets, los salones, las estaciones de radio tras los cuales llegaron no están más, como la afición por los ritmos en los que se hicieron expertos. Ellos siguen.
Leo de nuevo la hoja suelta que encontré semiescondida en un libro. El papel, la letra y la tinta dicen muy poco y no atino cuándo la escribí. Son frases sueltas, trazos del lugar y de una hora confusa. El piano que allí se escucha desde el otro lado de la calle, podría ser el de mis trece años o el de hoy, igual que la prepotencia de los autos que inútilmente se empeñan contra el vecindario lanzando bromas y puyas de acera a acera.
La mano mulata de largos, inteligentes dedos repite la que gesticula ahora mismo, ni más ni menos que el balcón enrejado y las puertas de par en par a la estancia de donde viene el piano, relatada por el ventilador del techo, o la mesera con media vida en el lugar y una historia de fracturas que frente a mí coloca el café y una sonrisa.
En la hoja ni palabra sobre mi persona. ¿Cuándo fue?, insisto dando gracias a esa pequeña joya que me permite estar donde quiera. Estar, por ejemplo, cuando Ella se hizo una habitual del barrio para recibir la herencia de mujer atrevida. O la mañana con Simón y los suyos a punto de asaltar el despacho del siniestro líder sindical. O las tardes de viernes aireando mi buena fortuna entre la estación del autobús que me traía de la ciudad pequeña y el par de días por delante de aventuras sin itinerario previsto.
Convoco al escritor que acostumbra seguir a sus personajes en la obsesiva repetición de rutas siempre iguales y distintas. Yo era un niño de meses, seguro, la primera vez que me trajeron a La Parada, luego de una de las visitas a los abuelos, para luego volver también maniáticamente. No importaba si el barrio caía en desgracia y se semivaciaba, arruinándose, como todo en el delirio de la ciudad que se buscaba cada vez más lejos.
Volvía, vuelvo, aunque de trecho en trecho con ahínco o apremio mi vida se aleje aprisa de los orígenes y olvide el regreso no a papá y mamá sino a los músicos, la calle por el ventanal, el mercado, la animación de los zaguanes, los misterios de los patios abriéndose detrás, el callejón de milagros que fue mío mucho antes que de Ella y sin embargo...
Vuelvo con Él, con el Nuevo, Simón, Juan, otras mujeres, ustedes y mi soledad, profunda, insobornable, gota entre gotas, ni más ni menos que la mesera empeñada en resistir, reivindicando su reinvención a fuerza de carmines, rubores, sombras de ojos. Si supiera cuánto la respeto, cuánto admiré a las anteriores, una a una.
El piano abandona el compás de tres por cuatro y la síncopa de la tarea, dejándose circular por el teclado bajo el ventilador, por el balcón, sorteando el concierto de motores, frenos, claxones, y se vuelve parte de lo no dicho en el papelito que con amor regreso a la bolsa.
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El Nuevo es su tío, E y S, y las viñetas de Tiempo de caminar impiden que precise ciertas cosas sobre él, a quien en mi vejez escribo:
Te llamo Nuevo y tus fotos están en las paredes de mi casa con las de los demás por quienes la vida tiene sentido. Si tardo en hablar de ti es porque representas el punto más delicado de mi mayor tormento.
Te miro, te doy el tierno beso de siempre y entre la distracción deliberada de Él y mía te alejas gateando por la playa y entras al corral, donde los animales te reciben como a otro de los suyos, prodigio. Volteó luego al teléfono eternamente descolgado para no sentir tus largas ausencias y el miedo me alcanza.
Eres tú quien lo invoca sin saberlo, precipitando el que no te corresponde. El lirio seco en el frasco que sirve de maceta, la pila de libros y papeles, la tersura de la noche, mis manos en el teclado, ¿los invento?
-0-
¿Es que en verdad pierdo todo? De nuevo una viñeta llama:
Pura impresión soy y no hay minuto del cual salga sin cabos de cuerdas que no sé dónde atar. En pedazos vuela el mundo apenas lo toco y llueve luego dejando alrededor un campo de batalla en abandono. Entre el lodo un trozo de nube reta al entendimiento. Le dedico la más amable de las sonrisas y echo andar incapaz de un grito o una pregunta.
Recuerdo entonces la estampa que recoge un escritor aterido no de frío sino por las calles de la ciudad entonces del abuelo, mamá, papá, la abuela: una mujer recoge el cuerpo de la hija y mientras se esfuerza por unirle el brazo, entre los escombros busca con desesperación la cabeza, para negar los últimos diez minutos.
Quitado el dolor que fulmina, soy ella repitiéndose cada día. 

Demasiado humano
En dos cuadernos aparece una segunda personalidad mía, el Mero, que viene de Merolico, como se conocía a quienes montaban un pequeño espectáculo público para vender remedios de dudoso efecto. El nombre deriva casi naturalmente en Ohmero y así mata dos pájaros de un tiro para los propósitos que persigo.
Las primeras funciones las di apenas niño, en el Santo Lugar llevé a grados profesiones el oficio y asumí según se debe el personaje de manera de llevar a la Corte de Medianoche por el paseo a lo largo de siglos, tras las razones de que todos los sólidos se desvanezcan en el aire. De eso trata Demasiado humano, el cuarto cuaderno, nietos.
Soy muchas cosas y entre ellas una continuidad de exilios. A ellos debe ceñirse este cuaderno, el íntimo, y cuesta trabajo pues las viñetas acumuladas en casi setenta años repiten el tema sin variaciones, extraviándose entre las de mis otras personalidades.
Mis exilios son una búsqueda, Ohsis, aunque a veces no lo parezca. Repito con torpeza el de la especie y sin falta en los regresos todo avance va a la basura.
El último paraíso lo viví con Él y el Nuevo entre dos ciudades provincianas. En los autobuses de ida y vuelta a nuestro gigantón, por la ventanilla contemplaba los misterios en espera, según supe sin duda tras los años con Filiberto, Agustín, María y las y los otros.
¿Qué hacía corriendo rumbo a aventuras cuyo placer no compensaba la manía por las marquesinas, los aparadores, los reflejos en charcos de agua a media calle –menuda imagen, que queda como ilustración de una torpeza sin nexo alguno con el Idiota, a quien achaco toda falta y así maltrato peor que el sabio medieval, sus contemporáneos y cuantos vinieron después, estúpidos a secas?
Permítanme poner el inicio de otra viñeta:
Juan y Filiberto son los hombres a quienes me siento más próximo, aunque al último lleve treinta y tantos años sin verlo. No hay nada de extraño, creo, en que ambos tengan una íntima relación con el catolicismo y yo venga de una familia de comecuras que jamás mencionó en voz alta al Señor.
Del tiempo del cual hablo, a los tres nos azotaban las mismas tormentas y si ellos no buscaban un alero donde protegerse, por las goteras del mío caían auténticos ríos. Se entendía, por ejemplo, que Filiberto y yo hiciéramos de gemelos, él cerca de las oficinas de un sindicato en el barrio fiero de una ciudad del interior, y yo en un departamento de clase media de la gran capital. Uno extraviándose entre sí en medio de la nada. El otro exiliado contemplando la tierra natal por la ventana.
Nada dobla a Juan. ¿Tampoco a Filiberto y estamos entonces frente a una nueva trampa del lugar común? ¿O éste consiguió vencerlo cuando los buenos tiempos se vinieron abajo? Buenos tiempos por sí y sobre todo por su promesa.
Hay palabras gastadas, algunas debido al fervor o la doblez con que las soltamos. Revolución, en este caso.
Hace poco un hombre quería comerme vivo por la estrecha amistad que hice con la joven a quien descaradamente dejaba para hacerse de otra.
-Soy el prototipo del revolucionario que el pueblo produce –grita hasta el cansancio y trae el recuerdo del poeta guerrillero ajusticiado por sus compañeros, que lo tildaron de traidor ocultando simples celos de macho.

De revolución iba en verdad la historia de Filiberto, a veces estridente, las más silenciosa. 
-El día tiene veinticuatro horas. Con transformar quince minutos cada jornada, la utopía dejará de serlo. Cuestión de matemáticas –decía con el esbozo de su incomparable, enigmática sonrisa.
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La revolución, la vida cotidiana...

Siluetas
Tengo quince años, Ohsis, y entro al último de los cursos preuniversitarios. En el anterior desapareció el yo que pasaba el tiempo tentando las aristas de nuestro mundo escolar, en el frontón, en el recoveco al fondo del campo de futbol, los baños o cualquier espacio poco frecuentado donde me aceptaban los rudos que probaban el carácter.
En su lugar se hace presente un personaje en busca de reflectores. El éxito es rotundo y allana tanto la vida que prometo ajustarme al modelo para siempre.
Aun así me toma por sorpresa el montaje de miradas y risitas nerviosas dirigido a mí desde el rincón donde durante las semanas de inicio los de primero, recién llegados al edificio, se confinan en respeto a las jerarquías. Muchos metros de gentío me separan del juego ese que hecho con todas las de la ley no tiene dudas de alcanzar su objetivo. Más temprano que tarde voltearé, hasta terminar encontrando en medio del coro a una muchachita muy hermosa.
La celestina tiene clase y gran parte de culpa en la elección hecha por su ama. Sólo merced a su tolerancia hacia las torpezas con que respondo al juego, paso la prueba para encontrarme no frente a frente a la belleza esa, sino a la manera que se debe: semiescondida entre el aleteo de las súbditas.
En verdad puedo morir en el momento: se me abren las puertas a una princesa de estilo clásico. Llega a la edad de enamorarse a la manera de la gente de bien, pensando que ahí está el único hombre permitido mientras viva, con el cual compartir un idílico romance y luego un bien provisto hogar. O a entretenerse con ello, siquiera, según bien sabe su padre, quien no se sorprende al verme por primera vez y atinar: el muchachito descansa en nada pero es inocuo y el tiempo hará su obra, con una pequeña ayuda, si se precisa.
Yo ni sé ni me entretengo. La vida ha sido muchas cosas y entre otras, dolor, que no merece tratarse al paso. No decido si asomarme a través de él o alejármele a toda prisa. Las vacaciones entre cursos antes de sacar partido de las luminarias, ha sido una mañana tras otra de espanto ante el espejo. Algo terriblemente oscuro aparecía en el rostro aquel, deformándolo. Por eso me agarro ahora a las miradas de los demás como a una droga, y la oferta de la princesita es la promesa de que todo andará bien de ahí hasta el fin.
Andará bien entre el desastre general. La frase suena gorda pero me parece justa y el título de la historia viene de ahí. Cuando mucho después descubra a un célebre director de cine, entenderé su obsesión por la música popular de estos tiempos, nacida en su país por primera vez para los jóvenes. En la pobrísima modalidad nuestra hay un matiz nada despreciable. Fuera de la docena de tonadas hechas en casa, al traducirlas las melosas letras resultan perfectas tonterías. Aunque el premio mayor se disputa seriamente, creo que Siluetas lleva la delantera. La voz de uno de los invariables remedos de cantantes dice debatirse entre y la vida y la muerte, al descubrir tras una ventana las sombras de una amartelada pareja.
El tipo repite la historia para terminar descubriendo, ni más ni menos, que equivocó la dirección del amor de sus amores. No importa sin embargo el despropósito, pues la quejumbrosa melodía y las apasionadas palabras sueltas dan de sobra para que los escuchas pongamos el sobrante, salido de nuestras entrañas que buscan con desesperación caricias y delirios imposibles de cumplir. Al menos entre las crecientemente gruesas clases medias, sólo las más suicidas jovencitas se atreven a prestar otra cosa que manos, bocas entrecerradas e insinuaciones de pechos o muslos.
Suicidas, he dicho, y de nuevo parece un exceso y no lo es. A mis ojos nadie lo ejemplifica mejor que la hija de la peluquera del barrio, porque la veo al paso, de cuando en cuando. Una mañana encuentro a quien fue una niñita disfrutar mi sonrojo exhibiendo, antes que un par de espléndidos pechos, una sonrisa de reto e invitación.
Meses después el vecindario masculino pulula por la esquina a la cual se abre el salón de belleza, desde donde la madre de ella se asoma con un matamoscas. Al poco creo que la mujer se salió con la suya, sólo para descubrirla a punto del infarto por el fracaso en deshacerse del Rey, cuya presencia basta para alejar a la competencia. La señora da inútiles voces, la pareja se cansa de escucharla y se aleja abrazada por la cintura.
Pasará un año para ver a la joven con un bulto en el vientre, todavía envalentonada, y otro para que sus alardeos se vuelvan triste mansedumbre, sentada en el escalón del negocio con la criatura y vagos vestigios de sus encantos de cometa. Mientras, nuestras baladitas languidecen, suspiros, chorritos de miel de maple, y a miles las nudilleras, las botas, las cadenas, los bates y una que otra pistola se disputan lo mismo una fiesta que una mirada.

La extraña guerra 
Acostumbro comprar cigarros de madrugada, caminando unas cuadras. A veces el paseo se extiende hasta La Parada, por calles alegres sobre todo si es fin de semana. Voy sin miedo y cuando hay suerte topó con un personaje en desgracia que me vuelve su cómplice. Continuo así mis viajes nocturnos desde la adolescencia, entre altercados mayormente chuscos, si acaso.
No conozco a nadie más que lo haga. La Mal nombrada, por ejemplo, apenas llegan las sombras mira el reloj calculando cuánto le queda para volver a casa sin riesgo de violación y muerte. La Inesperada en su pueblo costeño jamás osa bajar los peldaños hasta una playa donde en diez años desaparecieron diecinueve personas, y Marquitos, muchos kilómetros al sur frente a ese mismo mar, ni loco asoma siquiera a la ventana, pues una bala perdida o certera por diversión lo dejaría ahí mismo o invalido para siempre.
¿Qué haría si viviera todavía en aquella ciudad provinciana donde hice un paraíso con Él y el Nuevo, si hoy a pleno sol camionetas levantan hombres y mujeres para que no vuelva a saberse de ellos o días después los arrojan sin vida en las propias calles, y cada poco al amanecer cuerpos decapitados cuelgan del primer lugar a modo como mensajes escritos por no se sabe quién para destinatarios imprecisos o aparecen fosas comunes que obvian las advertencias, mientras los niños juegan a ser sicarios o violadores?
Vine al mundo para constatar la gran guerra y la silenciosa que se libra cada día, declaro, y una se me hurta y debo seguir buscándola en los entrepaños.
El abuelo regresó de sus tierras y desespera. Sabe que nunca debe pararse, así se tenga el triunfo en la mano.
Me acompaña en los paseos y llegando al gran parque cruzamos a un extranjero que no conoce, que murió cuando él y es exilio personificado. Ninguno de los dos escucha las voces en mis oídos, ciudad a siglos relatándose, y no intercambian palabra. Ambos cargan derrotas y compañeros a cientos de miles o millones, vivos tal vez todavía en los infiernos donde quedaron.

No sé dónde está el abuelo de ustedes, S y E, comprendo ahora. Quien les habla es uno más entre la Corte de Medianoche (Para morir iguales).
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Cada tanto en los últimos años escuchamos términos nuevos o viejos que adquieren significados que no tenían. Se asocian a un terror sin sicarios ni fuerzas del orden cebándose con la población, cuando menos en primera instancia. Detrás hay mafias tan violentas como los cárteles tradicionales, cuyas ganancias superan las del narcotráfico.
Descollan dos términos: extractivismo y gentrificación.
Mi ciudad simulada (gigante que niega a su gigante hermano) es una isla en el mar de decapitados, fosas comunes y demás, quizás sólo porque representa el gran botín para cárteles de cuello blanco que se dedican justo a blanquear: dinero y pieles.
Nada más rentable en la modernidad, parece, que el ramo inmobiliario. Durante su reciente etapa, posmoderna, le dicen, un día recibimos la más asombrosa información: tras los basureros a cielo abierto levantarían el desarrollo urbano más refinado.
Era el inicio. ¿A cuánto compraron terrenos tan viles, para poco después lanzarse a la gran empresa?
Cambio de planes, informo a la Inesperada. No se trata de abandonar lo anterior por lo nuevo, sino reunirlos. Lo supe ayer en un parque que las empresas inmobiliarias y la autoridad intentan expropiar a los vecinos. Ni rezando al santo gracias al cual tienen hasta 800% de ganancia conseguirán avanzar.
Luego vi al monstruo frente a mí: un predio inmenso en una de las zonas más rentables de la ciudad. Harán cincuenta, cien, vaya uno a calcular cuantas lujosas plantas y ya las primeras obras pueden derrumbar los edificios habitacionales alrededor.
Juntemos todo, Tic: el campo y la ciudad.
Tú viejo no podía más con su alma, catorce horas después de rodar por la ciudad. Ahora planeamos jornadas que por fuerza serán semimprovisadas. Sin percibirlo, la relativa paz que creemos disfrutar aquí es tan frente de guerra como el resto en esta Casa del horror.
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Para hacer ese último apartado de la viñeta acudí a otros dos cuadernos, que así en efecto parecen complementarse o se corrigen entre sí. Podría sumar un cuarto y andar por mares internos de nuestro continente en 1517, pongamos, certificando como todo lo sólido se desvanece en el aire. Que vine para constatar la guerra, afirmo aquí al principio, y en Última función presumo habérmele sumado. Vaya tontería.
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Poco antes de mi nacimiento se escribió la monumental obra sobre la guerra que cito a veces(1) -ambas, permite decir la confusión de sujetos.
Hasta aquí hablé de ella para referirme a esa otra como imperceptible batalla cotidiana de todos contra todos. Hoy invierto los papeles y la segunda conduce a la primera.
En realidad empecé al celebrar el papel que mi abuelo, B, puede hacer por fin como actor privilegiado durante los terribles tiempos en que sucede la obra.
Los once años que le restaron a B fueron un terco, infructuoso empeño por reparar el desastre.
En la fábrica-pueblo padecí a un distinto protagonista de aquellos días. Hombre-piedra, lo llamo. Era paisano del abuelo y fue voluntariamente con los Malditos a Stalingrado, tras asesinar a quienes quedaron con Pepe Llagos y José Mata, según les cuento en Para morir iguales, nietos. Auténtica nada, el tipo permitió otear la profunda oscuridad cuyo fantasma me persigue desde la cuna y hasta hace poco, cuando empece a tentarla.
Nuestros cuadernos intentan limitar el número de personajes, sobre todo en este, buscando a los aptos para la representación.
Doy al diario amoroso a la Inesperada un toque trágico. Podemos ver ahora más claramente porqué.

De cunas
No hay locura posible aquí, en mi cuna. De haberla estaría perdido desde el primer golpetazo, caos absoluto.
Nada en mí, a mí, universo, asombra, se diría si las palabras y sus rosarios sirvieran para algo más que causar un desastre en el propósito de fijar lo que no hay modo.
A diez mil kilómetros, hermano, te pido ayuda. Sólo tú puedes dársela a mis sesenta y dos años en el escritorio asomados a mi primer mes de vida.
-Mí, mi, mí -digo moviendo compasivamente la cabeza después de leer, cuando me doy cuenta que el abuelo, B, mira sobre, claro, mi hombro.
-¿Por qué gastas el tiempo así? -pregunta y se detiene apenado por la instintiva reacción. Ha sido paciente hasta las lágrimas desde que vino para ayudarme con el libro sobre él y los suyos, que hoy dejo un momento para ojear el iniciado hace mucho.
-Perdón -respondo y lo sigo al dar la vuelta, de espaldas contritas, que cavilan.
-Perdón -insisto en silencio y no tiene caso. Cuanto descubre en mí es con razón para él absurdo.
Se sienta, me mira, ya no sabe si sirve, si carece de sentido intentarlo, a más de medio siglo de su muerte. Y mí...

SIGUE EN Desde la azotea II.



1.  Antonin Artaud.
2. Dodes-kadem. Akiro Kurosawa.
3.La batalla de Stalingrado. Vasili Grossman.