Viejo, acostumbro comprar cigarros de madrugada,
caminando unas cuadras. A veces el paseo se extiende hasta La Parada, por
calles alegres. Voy sin miedo y cuando hay suerte topó con un personaje en
desgracia que me vuelve su cómplice. Continuo así mis viajes nocturnos desde la
adolescencia, entre altercados mayormente chuscos, si acaso.
No conozco a nadie más que lo haga. La Mal
nombrada, por ejemplo, apenas llegan las sombras mira el reloj
calculando cuánto le queda para volver a casa sin riesgo de violación y muerte.
La Inesperada en su pueblo costeño jamás osa bajar los peldaños hasta una playa
donde en diez años desaparecieron diecinueve personas, y Marquitos, muchos
kilómetros al sur frente a ese mismo mar, ni loco asoma siquiera a la
ventana, pues una bala perdida o certera por diversión lo dejaría ahí mismo o
invalido para siempre.
¿Qué haría si viviera todavía en aquella ciudad
provinciana donde hice un paraíso con Él y el Nuevo, si hoy a pleno sol
camionetas levantan hombres y mujeres para que no vuelva a saberse de ellos o
días después los arrojan sin vida en las propias calles, y cada poco al
amanecer cuerpos decapitados cuelgan del primer lugar a modo como mensajes
escritos por no se sabe quién para destinatarios imprecisos o aparecen fosas
comunes que obvian las advertencias, mientras los niños juegan a ser sicarios o
violadores?
Vine al mundo para constatar la gran guerra y la
silenciosa que se libra cada día, declaro, y una se me hurta y debo seguir
buscándola en los entrepaños.
El abuelo regresó de sus tierras y desespera. Sabe
que nunca debe pararse, así se tenga el triunfo en la mano.
Me acompaña en los paseos y llegando al gran parque
cruzamos a un extranjero que no conoce, que murió cuando él y es exilio
personificado. No intercambian palabra y ambos cargan derrotas y compañeros a
cientos de miles o millones, vivos tal vez todavía en los infiernos donde
quedaron.
No sé dónde está el abuelo de ustedes, S y E,
comprendo ahora. Quien les habla es uno más entre la Corte de Medianoche.
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Cada tanto en los últimos años escuchamos términos
nuevos o viejos que adquieren significados que no tenían. Se asocian a
un terror sin sicarios ni fuerzas del orden cebándose con la población,
cuando menos en primera instancia. Detrás hay mafias tan violentas como
los cárteles tradicionales, cuyas ganancias superan las del narcotráfico.
Cambio de planes, informo a la Inesperada. No se
trata de abandonar lo anterior por lo nuevo, sino reunirlos.
Tú viejo no podía más con su alma, catorce horas
después de rodar por la ciudad. Ahora planeamos jornadas que por fuerza
serán semimprovisadas. Sin percibirlo, la relativa paz que creemos
disfrutar aquí es tan frente de guerra como el resto en esta Casa del
horror.
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Para hacer ese último apartado de la viñeta acudí a
otros dos cuadernos, que así en efecto parecen complementarse o se corrigen
entre sí. Podría sumar un cuarto y andar por mares internos de nuestro
continente en 1517, pongamos, certificando como todo lo sólido se
desvanece en el aire. Que vine para constatar la guerra, afirmo aquí al
principio, y en Última función presumo habérmele sumado.
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Poco antes de mi nacimiento se escribió la
monumental obra que sobre la guerra cito a veces*. Suelo hablar
de ella aquí para referirme a esa otra como imperceptible batalla cotidiana de
todos contra todos. Hoy invierto los papeles y la segunda conduce a la primera.
En realidad empecé al celebrar el papel que mi
abuelo, B, puede hacer por fin como actor privilegiado durante los terribles
tiempos en que sucede la obra.
Los once años que le restaron a B fueron un terco,
infructuoso empeño por reparar el desastre.
En la fábrica-pueblo padecí a un distinto
protagonista de aquellos días. Hombre-piedra, lo llamo. Era paisano del abuelo
y fue voluntariamente con los Malditos a Stalingrado, tras asesinar a
quienes quedaron con Llagos y Mata, según les cuento en Para morir
iguales, nietos. Auténtica nada, el tipo permitió otear la profunda
oscuridad cuyo fantasma me persigue desde la cuna y hasta hace poco, cuando
empecé a tentarla.
Doy al diario amoroso a la Inesperada un toque
trágico. Podemos ver ahora más claramente porqué. ¿Sí? ¿O cuenta también quien
está detrás de ella?
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Nuestros cuadernos intentan limitar el número de
personajes, sobre todo en este, buscando a los aptos para la representación.
¿Debe detenerme a ratos para atar cabos? ¿Ahora,
por ejemplo?
No aclaré quién es P, la Inesperada. Tenía
veintidós años y yo sesenta cuando vivimos juntos en el departamentito. Once
meses después la obligué a marchar por su bien y lloré durante días enteros.
Reapareció virtualmente a mis sesenta y ocho. Entonces pude hablarle por
primera vez de Ana, la mujer que de distintas maneras me acompañó desde la
adolescencia y seguirá presente hasta el final.
Haré referencia a A muchas veces, creo, y siempre
en forma breve y solo por excepción para recordar nuestro amor. Ocupa la mayor
parte de mi vida y permite entonces asomarnos a momentos que deben recogerse.
Enredado su abuelo, cierto. Por sí y por los seres
y circunstancias alrededor.
¿Y la Corte de Medianoche que cité? Tendría que ir
al inicio de Para morir iguales y la pondré ahora.
*Vida y
destino. Vasili Grossman.