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jueves, 13 de diciembre de 2018

Tiempo de caminar. I

Abrí los ojos y contra el zumbido telúrico al fondo y el manchón luminoso sobre la cortina, había trinos y azul tierno, una llave peleando a lo lejos, que se convertía en Ella acercándose con rastro de noche y aromas de manzana agria, de piña fermentada, de zapote que se rompe de maduro, para aparecer, desprenderse el rebozo del cual saltaban los pájaros cantando al pie de la ventana y al fin desnuda descubrir una piel aceitosa, de aventura, satisfecha. Con la estampa mi ciudad pasada e idealmente recompuesta, lío de parques y camiones y zaguanes y vidas entrevistas, soles a montones, aquí señor, allá un perrito que se ovillaba, rematando en las fragancias, los colores y las maneras antiguas de los mercados, ajenos a las euforias, cuya esencia trasegada por lugares, cosas y atmósferas desconocidos traía Ella.
Algo así era en mi cabeza al despertar de la siesta matutina con esa mujer a quien no nombraba llegando un amanecer.
A medio vestir, mal metido entre sábanas y mantas, encontré el rastro del hijo en la pijama y su quieta forma de ocupar el espacio bajo la estridencia, la pesadez y los erráticos modos míos y de Ella, cuando estaba y ahora, como si me asomara a un pozo sin fin que recordaba cuán soberbio, torpe y tramposo era. ¿Qué sabía yo de cuanto fuera, empezando por la ausencia? ¿Y cómo habría sobrevivido sin aquella queda, generosa forma de estar que soportaba y entendía todo?
(CONTINÚA EN VARIOS FRAGMENTOS.)

miércoles, 12 de septiembre de 2018

Uno

Nada en mí se comprende sin la siguiente viñeta, Ohsis, como también los llamo:
Digo cualquier cosa sabiendo que quien te cuenta son los ojos y las inflexiones en la voz, y al voltear con la sonrisa casi me olvidas, atrapado por lo que tardo largos segundos en sospechar es una luz sobre el filo de la cortina. Lo creo pues te vi antes encandilarte con ella como si fuera la primera vez, y la sé para mí perdida según debiera, a menos de hacer el enorme esfuerzo de otros días. Gracias a él descubrí, por ejemplo, el justo vaivén de una rama en la ventana, sin traducción para mí que estuve dale y dale intentando infructuosamente hacerlo palabras.
No puedo con tu mundo, hermano, me rebasa, me apabulla, me pierde en el desorden aparente donde tú por necesidad encuentras armonía. Desde el baño mamá pide ayuda para bajarte por la rampa, le contesto que puedo solo, advierte cuánto has crecido. ¿Ves? Todo eso está en nuestras voces. ¿Algo intuyes viniendo de lo que no atino si te vale llamar "ayer"? Algo, sí, creo, más lo olvidas en un tris. Qué caso tiene, dirás a tu manera.
Más de medio siglo después, cuando haya entre nosotros diez mil kilómetros, seguiré peleando para contarte. La distancia no nos separa pues moro en ti y entonces es imposible precisar cuánto estoy frente al escritorio y cuánto entre la habitación y la terraza donde mamá te hizo un reino a modo.

sábado, 25 de agosto de 2018

Providencia

Providencia
Agustín espera sobre un lomo de la calle que libra los viscosos riachuelos de colores en mutación, contra un muro carcelario. Amparado en el borde de la esquina cree ocultarse a las miradas de la planta donde trabaja, una cuadra más allá, media hora después del cambio de turno, según propuso para evitar a sus compañeros.
Es la segunda vez que lo veo y confirmo la impresión original: la de un ser conmovedor en el esfuerzo por pasar inadvertido entre hombres que aprendieron muy pronto a ponerle cara a la ciudad y usan la rudeza y el humor filoso para defenderse de ella y apropiársela. Luego sabré que no se lo impiden el número de años desde salir del pueblo ni una posible falta de agilidad mental, sino el lugar que asumió en la familia. No hay contrasentido en su ansia de trascender, que lo acerca al Grupo.
El tono exaltado en el que vivimos se transmite de inmediato a las relaciones y en días nos volveremos íntimos. Lo sabemos en cuanto me descrubre y viene al encuentro entre la desolación de la calzada de gigantesco tamaño, con las vías del tren de por medio, que a un lado se abre a un fraccionamiento industrial y al otro a una colonia y al gran descampado con las montañas detrás.
El suelo de la zona se hizo doblemente magro al perder los sembradíos y los árboles, y nos convierte en un par de hombres en tierra fronteriza, como cualquiera al vértice de la gran urbe, pero a lo bruto, a la manera de todo lo que toca la industria.
Romanticismo puro, pues, de miasmas penetrantes y un silencio mortuorio tanto mejor revelado cuanto más lejos se está de las máquinas, hechas rumor por las gruesas, altas paredes que parecen heredar las de las viejas haciendas.
Cruzamos la calzada rumbo a su casa como en un juego, él siempre procurando la izquierda para mirar con el ojo que le sigue sano a los veinticuatro años, y yo en busca del que en el iris se llevó un bicho salido de la carne muerta de la empacadora donde trabaja desde casi niño. Porque en ése es donde está mi futuro compadre. Allí su melancolía sin remedio, bella, contagiosa, que rima con el paisaje y nuestros días.
En el fraccionamiento de las fábricas, las larguísimas calles sin reposo al sol y la lluvia, desiertas a las horas en las cuales suelo llegar, por tan hostiles al principio parecen cada vez más cálidas, pletóricas de vida que se trasmite de las plantas: tinglado mecánico con mucho de infernal y mucho de entrañable para quienes hacen de él su vida. Los aromas aplastantes, en ocasiones nauseabundos, vividos por unas horas y no como permanente suplicio, y las chimeneas despidiendo gruesas volutas en mil tonos de grises, no hacen sino completar la sensación de ser parte de una novela o una película. De serlo entre el orgullo de pasar como uno más ante el guardia de seguridad, el policía, el administrador que cruza en su auto, y el creciente número de saludos y charlas al paso, la picaresca a la salida de la fábrica liberada, en palabras y toqueteos de machos divirtiéndose; de partidos de futbol y tandas de dominó y baraja para hacer de las huelgas fiestas; de breves discursos un autobús tras otro, venciendo el anonimato del espacio público, que no debe pertenecer a nadie y así se humaniza; de momentos épicos que para mí encarnan un poema: Masa.
De serlo prometiendo que cada día habrá más y mejor de eso, de los hogares y los billares y los peliagudos expendios de alcohol compartidos. Con Agustín, quien se ensancha a la par de mí, comenzando por esta tarde, cuando está a punto de hacerme parte de su familia y no sé cómo agradecérselo.
-0-
El departamento donde Él y la Ella ausente, E y S, estaba traspasado por la pérdida del mundo en que el compadre me introducía bien a bien.

miércoles, 20 de junio de 2018

La piedra


En una pequeña ciudad, las vías del tren que ya no corre. En quinientos metros a ambos costados casas hechas con lámina y cartón por quienes se sostienen pepenando basura.

En un cobertizo se sienta un hombre casi viejo. Las pilas de deshechos para vender deberían estar ordenadas y no es del todo así. Desde su silla hace el supremo esfuerzo por conservarse sujeto al mundo. Alguien pregunta porqué imcumplió. 

-La piedra –dice. 

No intentan hostigarlo pero necesariamente el tema del orden vuelve. 

-La piedra –repite por cuatro veces, como si todos supieran a qué se refiere. Al darse cuenta de que no lo entienden mueve la mano señalando el costado semioculto por su cuerpo y un enorme trozo de roca aparece. Llegó tiempo atrás, con la voladura para unos cimientos en el elegante fraccionamiento cercano.

Universal derrota la suya, ¿en qué preciso instante empezó?

¿Y antes del treinta por ciento?

jueves, 17 de mayo de 2018

De cunas. Teresa

Un nombre, sólo eso tengo: Teresa. No sé incluso si te veo, a tus ocho años justos en la aldea a tiro de piedra del mar tempestuoso, donde crecerá tu nieto y abuelo mío. Hay por allí macizos de álamos, abedules, castaños, "cónicos húmeros”, campos de trigo y maizales, pero no donde tú, niña, que andas a cielo abierto, los pies eternamente mojados por la esa sí “tupida hierba fresca, jugosa, oscura, aterciopelada”*.
¿Juegas camino a la leche que los vecinos te dan para llevar a la ciudad, según figuro? Casi puedo tocarte y ni eso preciso. Tampoco tu cuerpo que huele y sabe a lo que no descubriré jamás, tan una pregunta como tu andar, el modo en que te abres a la sonrisa o tu rostro, de piedra, se resiste a ella, o en el que tus brazos se extienden y recogen o te llevas la mano al cabello húmedo por la lluvia menuda y sin descanso.
Eso, de agua y tierra te compones doscientos años antes que yo, sustancia por entero distinta a cuantas topo en mi realidad a un océano de distancia, no menos ancho y ajeno para un mortal que "el giratorio curso de los cielos".
Te miro y no consigo dibujarte ni a lo incierto, presencia indiscutible que no hay modo de atrapar, cuando no te caben en la cabeza, y por lo tanto no existen, no lo harán nunca, quizás, Cándida, tu hija, ni el hombre a quien persigo posiblemente con la misma falta de fortuna, y menos, claro, el yo que en la silla se borra tal si le pasarán una goma encima.
*Armando Palacio Valdes. La aldea perdida.

lunes, 26 de febrero de 2018

Tiempo de caminar 4

Se deshizo (yo en tercera persona) del barullo de sábanas y mantas, anduvo los seis pasos hasta la puerta y al entrar en la sala topó con el golpe de la calle, certificación del valle inmenso y la ciudad que lo desbordada, entre los gruesos restos de la noche sólidamente construida con los días, que era mucho más que las costras de café en la taza o el altero de colillas. Sin reparar en ella, al cruzarla, en torno a la mesa vinieron cachos de veladas repetidas: la jactancia de una ficha de dominó tronando al cerrar inesperadamente, Tal con la mirada puesta quién sabe dónde, la obsesión de cosas perdidas en el silencio o en el desmayo de las palabras, la ojeada de él hacia fuera para cerciorarse de que la promesa en la comba grande de la noche seguía en su sitio. Luego los cojines gritones por coloridos, tirados sobre la alfombra, y la evidencia de la singularidad del día, patente en la media docena de cajas de cartón con las tapas por fuera. Hasta la ventana, que se abrió precipitando la mañana apretada al vidrio, desesperada de aguardar, para barrer los restos de la víspera, disputándose los huecos hacia donde resbalaban las rutinas.
En el camino de regreso, acumulada en su memoria o en la del departamento, la música que los acompañaba maniáticamente: un muchacho indagando la desolación y el vértigo con sus juegos de palabras en otro idioma, las diestras guitarras y la voz profunda del hombre vestido de negro, al modo de los campesinos en domingo de un lugar distinto y próximo, o en un punto preciso las rabietas y la desolación del piano del negro niño un par de años atrás, entre los cuales Ella, sentada en un pozo de sombra, se balanceaba todavía en el placer de entregarse al fin al jolgorio de criaturas contrahechas, traviesas, gozosas, malintencionadas, que le habían hecho gestos desde niña y que tal vez no eran sino la promesa o el camino, de veras, a la zotehuela donde los tiestos y los canarios y las gallinas y la abuela que los criaba.

Entonces la cocina, su ventana más bien intrascendente, sus chucherías, y en la tarja, igual que en un cuadro donde todo lo demás resultaba trasfondo, el vaso pringoso con su pozo de leche con chocolate, en la cual el hombre veía la figurita dulce y de dejo solitario del hijo atravesando la puerta de espaldas en la luz temprana de unas horas antes, de su mano rumbo a la escuela.
Él y solo él, en verdad. Ese niño sin quien habría mero caos.

jueves, 4 de enero de 2018

Una cuadra más acá no sería el mismo



Mi casa estaba al pie de la avenida rematada en la esquina donde no era ya campo, sino pelea entre los llanos vírgenes, las huertas, los maizales y la nueva vocación de orillas de la ciudad, presente en el tiradero de materiales de construcción, la ladrillera, su miserable, hosco vecindario y la promesa de futuro vacilando en lo alto.
Con el trajín de los camiones de pasajeros, los siglos a montones del centro urbano resultaban un eco tanto más lejano cuanto más desaparecían los lotes baldíos. Para quienes vivían fraccionamiento adentro, eso era verdad sin tacha y así sin ojos. Para los de la avenida, no. Tras un premeditado vacío descubríamos un barrio antiguo que se montaba sobre los restos de un pueblo cuyos orígenes no podían precisarse en el tiempo. Invitación irresistible, nuestros paseos por allí descubrían con azoro una calzada de proporciones dos veces mayores que las orondas de la modernidad.
En claustro, los amigos de las calles traseras sucumbían al resentimiento de sus padres por mil ofensas reales o ficticias, que los condenaban a perpetuar lo más oscuro del país. Los de la avenida enloqueceríamos o saldríamos corriendo, o ambas cosas. 
Sí, me niego a nombrar, a la convocación de los lugares comunes y las clases de historia.