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viernes, 23 de agosto de 2019

Fantasmas


Treinta años vivió en México Luís Cardoza y Aragón abrazado al árbol de su infancia, en el centro del jardín familiar de un barrio de La Antigua, Guatemala, que el exilio dejó tras una barrera infranqueable. Al regresar, el árbol había desparecido, con la calle, que era una irreconocible otra. El escritor no se levantaría jamás de una muerte que hacía vacilar en la nada los treinta años.
Para entonces Pablo Neruda había escrito muy lejos de casa:
Les contaré que en la ciudad viví
en cierta calle...
No se podía ir y venir,
Había tantas gentes...
Todo me pareció brillante...
y era sonoro.
Hace ya tiempo de esta calle,
hace ya tiempo que no escucho nada...
Dulce nostalgia la suya, que podía ignorar la calle impresa en sus compatriotas repartidos por el mundo tras 1973: vuelta silencio y dolor.
Más de tres décadas atrás Victor Serge se paseaba con su inseparable hijo por el bullicio de una noche en la Alameda Central de la ciudad de México, y entre la reposada, sonriente feria de familias se le venían una y otra vez las estampas del último en la serie de exilios que era su vida, y el reclamo de los rostros de los compañeros que quedaron en la Francia ocupada por la Alemania nazi.
Yo no sabía nada de Cardoza, de Neruda, de Serge, cuando en los 1950s crecía en aquella misma ciudad entre dos padres que no abrían la boca para hablar de la Guerra Civil española, sino cuando se trataba de aligerar el drama, y sin embargo estaban y no en la casita de dos pisos donde nos criaban. Mamá se afanaba cada mañana en recoger hasta la última mota de polvo en la sala, el comedor, lo que pomposamente llamábamos biblioteca. Me obsesionaba su estampa desdibujándose a lo fantasma. Era Penélope que no esperaba, repitiendo el rito para espantar sin éxito el recuerdo del viaje no de su hombre, sino de ella, suspendido casi al empezar.
Batía el trapo contra el brazo de un sillón, daba un paso, volvía sobre él, lo expurgaba de vuelta y se rendía, empezando a parpadear en mis ojos que no podían seguirla a la cuenca minera a diez mil kilómetros de distancia, para ofrecerse a cuidar los burros de los campesinos en domingo y dar gracias por las monedas con que pagar la función del único cine en veinte pueblos y villas alrededor. O para trepar a los destartalados camiones que harían la excitante ruta de los mítines en los cuales lucía la joven.
Mamá se adelantaba treinta años al Humberto Costantini que miraba por la ventana la luna mexicana, “chanta”, mentirosa, porque la de verdad no había salido de Buenos Aires, como él casi justo en el momento en que ella, mi madre, hacía las maletas para volver a la España sin Franco y ser de nuevo de carne y hueso, otra vez mitin tras mitin, para con su adolescencia refrescar al maltrecho partido en en cual se había convertido el suyo... y recibir de tarde en tarde la visita de los hijos, a quienes veladamente miraba con extrañeza: ¿de dónde habrán salido?
¿Pero qué tan sí misma era también ella, regresando sin regresar? El país que había dejado y en el cual anduvo trasterrada mucho más años que en el real, apenas y se reconocía en el de 1976. Un poco antes Alejo Carpentier discutía el lugar común nacido entre el boom de la literatura latinoamericana, que rezaba: marcharse es la mejor manera de ver el lugar de origen. Alguien revisaría luego la crítica del escritor a través de su serie de artículos La Habana vista por un turista cubano.
El alguien decía de este paseo imaginario: "Los exiliados de Carpentier habitan un ámbito atemporal -una suerte de estado de suspensión..."
Al volver, pues, mi madre se movía entre las sepulturas donde habitaba la España que recreó durante treinta y cinco de sus cincuenta y ocho años de vida, y entraba en un nuevo limbo, en el cual debía reinventarse. Tal vez también por eso, y no sólo por el extrañamiento de sus miradas, que a los hijos nos hacía vacilar sobre el suelo, mis encuentros con ella resultaban en grandes grescas. Eran de fantasma a fantasma.