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domingo, 1 de septiembre de 2019

Del Llano y del monte, aparta de mi ese cáliz y una fiesta de cumpleaños


Perdonen que repita algunos frgamentos

El carrín, según dicen por aquí, es de Encarna y voy en él con su amado Marcelo al volante. El hombre se dedica a la albañilería en el puerto de mar de ella, adonde llegó desde la Cuenca, en la que creció Belarmo, no olvidemos.
Tengo cierta claridad sobre lo que me espera con la loca ocurrencia de recorrer los pueblos con un megáfono, anunciando el primer mitin de la izquierda en la provincia. 
Pero no calculo con precisión los riesgos hasta que después del inicial eufórico cruce por en medio de una aldea, él apaga el aparato y mirando paranoicamente a los cuatro costados deja atrás la pequeña ciudad de Llagos. 
A unos metros de la carretera hay una fosa común que sin necesidad de señales todos conocen. 
Ni por un segundo me siento extraño entre esta gente y se debe no sólo a mis orígenes. El Año de encontrar la luz, Filiberto y el Santo Lugar me han preparado a conciencia. Sabré moverme donde quiera que me pongan en las entresombras de un país ajeno. Al menos tanto como puede quien no indagó toda la vida en sus vericuetos. Muchos años luego descubriré a un verdadero maestro en esas artes: el abuelo.
Llevo unos meses por estos lados para encontrar a quien mamá me encomienda, y no sigo más la idea inculcada también por ella de hacer un libro sobre su padre. Sé del encuentro tarde o temprano en viva presencia con mi silencioso mentor y me dejo llevar por lo urgente: Pepé Llagos, Dosy y la historia de los demás Del llano y el monte. Muy pocos la conocen, gracias al meticuloso empeño de la dictadura por ocultarla, y sus personajes se acercan a la senectud portada de la más digna manera, como confirmo entre otros con don Aquilino, el anarcosindicalista que trabajó en gigantesca metalúrgica sobre los bajos de la cuenca, a quien décadas después continuaré olvidando cumplir la publicación de sus memorias.
Paso días siguiendo arriba y abajo la carretera al borde del río, entre el maravillosamente romántico escenario de niebla, pertinaz lluvia ligera, humos y polvillo de carbón hace un siglo adhiriéndose al curso de agua, a piedras y muros, que dos años antes encontré por primera vez con Juan. Privilegio todo, dormir aquí y allá me permite descubrir la intimidad de ese pequeño mundo vuelto sobre sí bajo el aplastante mutismo de treinta años.
Ya abuelo escribiré:
No tolero la serie de televisión española que rompe raitings presumiendo los tiempos en torno a la transición democrática hoy en ruinas.
Justo entonces hice las primeras visitas al país. Venía del México de la dictadura perfecta y aun así quedé perplejo.
La segunda estancia se prolongó once meses, poco después de la muerte del dictador y no del régimen. Rumbo a Asturias, con la mujer y el hijo hice escala en Madrid, en el piso de una familia a quien nos etiquetaron. Se trataba de una entrada por la puerta grande a lo que había oteado dos años atrás -el susurro de lo pequeño es de una elocuencia no menor que los clamores de lo grande.
El lugar lo presidía una pareja que convocaba a los cómics de humor y resultaba sin embargo muy para los ácidos de un historietista cuyo obra mayor eran las memorias de un orfanato.
No creo en la existencia de gente tonta pero como toda regla tiene su excepción, con la patrona de la casa fui a encontrarla. Debía medir un metro setenta, pesaba muy por encima de los cien kilos y el rostro parecía tomado de una roca, sin trabajo posterior alguno. Él apenas rebasaba el uno sesenta, sus hombros eran los más escuálidos y estrechos vistos en mi vida, al torax lo coronaba un majestuoso vientre y en la calle debía representar el papel de un hispano Gutierritos –personaje de la primera telenovela mexicana de éxito, a quien todos daban coscorrones y colgaban chistosos papeles en la espalda-. Al llegar a casa era tan Dios como el que más, según mandan los cánones.
El reinado familiar de la pareja tenía su más palpable expresión en el desprecio a la hija mayor, por un buen motivo: era inteligente. Tanto había sido el maltrato, que esta cálida mujer cercana a los treinta estaba a punto de ser fea –noción que, de vuelta, no suele entrar en mi cabeza-, de espalda encorvada, los granos cebándose en el rostro, unos espejuelos de grueso armazón que usaba para terminar de ocultarse al mundo, pues no los necesitaba.
Vivimos momentos sublimes en aquel hogar -y tanto, con sus criaturas bullendo en el caldero-. Como el par de veces en una semana en que, en saludo a la modernidad recién instaurada en el baño, la ama dio de voces pidiendo la asistieran en la tina, donde sólo Dios sabe cómo entró pero nunca cómo saldría. 
O como la sobremesa en que desde el pontificado de la silla principal, el Señor repitió para nosotros la encíclica promulgada para los hijos quién sabe cuánto antes: estaba científicamente comprobada la superioridad de la raza blanca y los negros eran micos (habría repetido aquello, en voz baja desde luego, aún en las calles de Nueva York, donde por entonces la gente se abría al paso de la belleza y la altanería de los Panteras Negras. Y con la raza negra iban todas las no pálidas, incluyendo la de la cuñada de él, una mexicana con quien, a su entender, había tenido el imperdonable mal tino de casarse su hermano menor). Cuando este portento de ser humano que nos hospedaba soltó la dicha sentencia, ante nuestros reclamos a punto de tundirlo allí mismo, revisando a los hijos por si su autoridad estaba siendo mellada, zanjó la cuestión sacando la Biblia en forma de libro de biología para no sé qué año, de las escuelas publicas, donde el tema se desarrollaba a fondo, con muy muchas, irrebatibles citas de reconocidísimos sabios.
Cuando muchos años después transmití esa y otras impresiones a un español, me dijo que estaba loco. Tal vez. La pregunta en todo caso era cómo se elaboró la vida íntima, en Asturias, por ejemplo, donde al final de la Guerra Civil tras las más duras columnas franquistas arribaron misioneros hasta un minuto antes en pía obra en África.
Los religiosos debían contribuir a extender el manto negro sobre la región, en la que a comienzos de los años 1940 por las noches se puso a circular una “fantasma”. Parecía mera leyenda para dar a la noche el aire sobrenatural que se debía, colaborando al cumplimiento del toque de queda. Lo parecía, hasta la justiciera mañana en la cual los fugaos resolvieron cortar por lo sano y dejaron a la entrada de un poblado el cadáver con fantástica capa encima, del capitán de la Guardia Civil que se divertía asustando al vecindario.
Los fugaos eran los del monte y esas líneas continuaban con la sexualidad de tres mujeres, elocuente demostración de la negrura de treinta años que empezaron así:
Primero encontré a Vega, el más adelantado de los estudiantes de química en el Gijón de 1939, convertido en fotógrafo en una distante aldea a la que se lo destinó con claras instrucciones de no ejercer nada parecido a su trunca profesión.
Luego fue Llagos. Con dieciocho años a la caída de la Republica, en su aldea debió asumir la dirección del PSOE, desde luego encubierta, lo cual, claro, es un decir. No tuve una relativa clara idea de cuánto había sufrido el hombre hasta hacer migas con Marcelo.
En el libro sobre el abuelo va este apretado resumen de los años 1940:
Enfermeras y enfermeros de un psiquiátrico, agentes o testigos de un festín del gusto por el poder convertido en deseo, luego asesinados, como adelanto de miles de ajusticiamientos a cielo abierto y fosas comunes con las huellas borradas; juicios sumarios, campos de trabajo, palacios reconvertidos a base de horcas, sillas eléctricas y látigos con clavos en las puntas; padres amenazados con la muerte cumplida de un hijo para que otro, fugado, abandonase su escondite, o colgados de propia mano como único camino para escapar de la terrible elección; mujeres rotas sin remedio, que no sabían si algo más podía perderse en el periplo inútil de evitar el fusilamiento del marido; damas en fiestas populares riendo al obligar a cantar a la joven que esperaba para enterrar un cadáver producto del justo castigo ordenado a un juez por el divino verbo; hogueras de libros, ojos espiando por las rendijas de todas las horas…
No en balde al inicio de los 1950 Blas de Otero, el aún más o menos joven poeta, decía:
Aquí teneís, en canto y alma, al hombre
aquel que amó, vivió, murió por dentro
y un buen día bajó a la calle: entonces
comprendió: y rompió todos sus versos (…)
olas de sangre contra el pecho, enormes
olas de odio, ved, por todo el cuerpo.
Damaso Alonso, el escritor de la generación del 98 que quedaba en el país tras la caída de la República: “Hemos vuelto los ojos en torno y nos hemos sentido como una monstruosa, una indescifrable apariencia, rodeada, sitiada por otras apariencias, tan incomprensibles, tan feroces, quizás tan desgraciadas como nosotros mismos (,,,) o nos hemos visto entre millones de cadáveres vivientes, pudriéndonos todos (…) Y hemos gemido largamente en la noche. Y no sabíamos a dónde vocear.”
Lejos de allí otro poeta escribió antes de la desgracia:
España, aparta de mi este cáliz
Niños del mundo,
si cae España -digo, es un decir-
si cae
del cielo abajo su antebrazo que asen,
en cabestro, dos láminas terrestres;
niños, ¡qué edad la de las sienes cóncavas!
¡qué temprano en el sol lo que os decía!
¡qué pronto en vuestro pecho el ruido anciano!¡qué viejo vuestro 2 en el cuaderno!
   
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Tres o cuatro años pasé escuchando y pensando. Un amigo me urgía hacer un libro y al poco llegó a casa el contrato que negoció sin consultarme.
Agradezco mucho el ofrecimiento pero no puedo, contesté, a pesar de cuán madura estaba la idea. De hacerlo traicionaría a Arísitides y a Mata, los dos mayores protagonistas de una parte de la historia, la que transcurría entre escondrijos en las montañas. 
¿Pero y los de las aldeas en la muda tragedía en la que el mito y la realidad se retroalimentaban profunda, conmovedoramente? Permanecerían en la oscuridad, como comprobé al aparecer el sartal de libros sobre el tema. Les fallé, por pudor mal entendido, asi no esperaran que sus recuerdos sirivieran para algo más que documentar lo de verdadera importancia, según también ellos y ellas se dieron a creer. 
Lo siento sobre todo por Llagos, casi tan muerto en vida como el hombre de La piedra, sin el derecho de los fugados a dignificarse ante sí y ante el futuro en  el hambre, el frío intolerable, el salto de mata. ¿Qué culpa nacer diez años después de lo debido y no quedarle sino la oscura tarea a la cual nadie más se decidió? 
Y digo sólo Llagos, pues no conocí a tales y cuales, muertos en la docena de años de resistencia o supervivencia.
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Hoy, Belarmino el originario, frente a los nietos y el resto de la Corte me atreveré a interrogarte sobre algo muy delicado.
Tus enemigos, y no Mata, Arístides o incluso Aquilino, que disentía de tu sentido de socialismo, te acusan de abandonar la pequeña república autónoma de hecho cuyo gobierno dirigías, al subir a los barcos que se contrataron un momento antes de la entrada de los fascistas. 
Sé de tu continua preocupación por quienes se echaron al monte y de tus gestiones para que apenas se pudiera, ¡diez años después!, escaparan a Francia los pocos cuyo compromiso o terquedad impidió bajar de vuelta al llano.
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Doy un salto y es domingo por la mañana en el departamento donde están los restos de la fiesta de ayer con una docena de jóvenes. Duermen los tres que quedaban cuando en la madrugada fui a la cama: una pareja de muy buenos poetas de barrio y la madre soltera del interior del país que se aprovecha de mí lo poco posible.
Reguero de envases de cerveza, una botella de litro y medio de ginebra y otra de aguardiente, vacías; semillas de mariguana en el cenicero improvisado, y sobre la mesa a unos pasos del escritorio las fotos en las que hace un par de años la Niña y yo parecemos una promesa.
Hay muchas cosas por las cuales preguntarse y como casi siempre elijo las del cuaderno. Esta vez para limpiarlo, ordenarlo y volver a las dudas sobre su destino o su mera existencia.
Una calzada, un doble río fantástico y demás símbolos, no sé cuán simplones, y lo que recién escribí sobre el abuelo y debo corregir enseguida, pues de instantáneas se trata cuanto va aquí.
A la manera de cada día pongo esas líneas en mi pequeño espacio de la red social que crecientemente me aburre o me produce terribles resacas, al estilo de la de los invitados que empiezan a despertar.
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Quedé, Belarmo, en no guardarme las preguntas sobre tu probidad. Te convertí en ejemplo para cuantos circulamos por el cuaderno y es fuerza que recuerde el largo periodo en el cual el singularísimo, extraordinario sindicato en cuya creación participaste, concilió con el poder mientras los de don Aquilino daban una lucha a muerte.¿Te criticará el lerdo nieto de sesenta y siete años, tras su pequeña fiesta?
Volteo a las fotos de ustedes, Ohsis, en la pared, convencido de que nada les servirán mis miles de autocomplacientes horas en el teclado.
¿Por qué regresé el recuerdo de la Niña a la sala luego de arrumbarlo? Será la última mujer de mi vida, creo, y en la larguísima colección de viñetas que dediqué a la relación termino a gritos y unas palabras: El deseo es amor; el deseo absoluto es amor absoluto; por eso nadie llenará tu hueco.
Del llano y del monte, del cáliz que se pide alejar y de una fiesta hasta la madrugada con más de una joven aleteando en mi mirada, resultó la cosa está vez, pues una segunda inútilmente me prendaba y a una tercera quiero matarla por usarme y marcharse las horas necesarias para no arreglar el desorden que quedó.
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El transcurso de la viñeta lo contempla la Corte en pleno. Tendría que apenarme y no lo hace, o no del todo, porque si la frivolidad de mi mundo y mi semiridículo personaje contrastan soezmente con la de los miembros de ella, de cotidianidad sin transcencia estamos construidos todas y todos.
Semiridicula, matizo, considerando que la docena en la fiesta son tan llaga andante como doña Gertrudis, la madre soltera que asea los baños del monumental mecado de esta ciudad, o el Jarocho o James Kelley, a quien hallaremos a continuación.
A esos jóvenes nada o muy poco se les regaló, las historias de algunos son crueles y sólo un mínimo respeto a la confianza depositada en mí obliga a callarlas. Así suavizan los devaneos del ya casi setentón.

Viaje
Desde la barandilla el mar del estrecho se bambolea en mi mirada. Lo conozco hace mucho y sé muy poco de él. Frecuentado con pasión, una decena de kilómetros de su orilla poniente y medio centenar aguas adentro me lo revelaron apenas niño. Lo respeto, me maravilla y como millones a lo largo de milenios entiendo cuán inmensamente pequeño soy ante él y sus semejantes, para quienes no existimos.
Por un momento sirve a mis devaneos y al próximo los borra por completo, imponiéndoseme, gris esta tarde de nubes que lo techan peleando entre sí hasta donde un par de rayos de sol se abren paso furiosos y descubren el horizonte de otra manera sordo.
En minutos Eleazar se acodará al lado para primero intentar timarme y convertirse luego en compañero de aventuras. Ahora hay sólo mis veintiún años que ponen la cereza del pastel de las enseñanzas en mi cuna. Cuanto haya de nuevo por aprender en los vaya uno a calcular cuántos años adelante, será bisutería, sé con conciencia y no de ello.