En
la mañana del departamento, junto a la figura recreada de Ella andan las muchas
pequeñas criaturas mías acumuladas en el cuarto, el común atribularse de los
olores rancios de la cama revuelta contra la paz en la cual el día se detenía
cargando sus primeras como fáciles horas de registrar fachadas, ramajes,
tableros de asfalto, y las trabajosas de poco después a punta de mujeres
batallando, de puertas que se abren y cierran, de prisas, de tumultos, de niños
en marañas de mundos y hombres conmovedores en el esfuerzo de aparentar que no
conocen el miedo.
Es una
paz tendida en la pequeña franja de sol entrando por debajo de la cortina, a
través de la cual el patio interior del edificio se planta: el rezumar remolón
de la sombra, el jugar a solas con el sobrante de los días en las ventanas
traseras: el eco de las peleas y las voces llamando, el sacudir de manteles y
mantas, los rostros que asoman de cuando en cuando. A la placidez la atraviesa
la angustia por el tiempo. Como en los pasos de una mujer camino a la azotea
ahora: el centenar de escalones difíciles, esforzados, ayudándose del pasamanos
para poder con la tina y los años rumbo a la azotea, un momento en vilo, sin
antes ni después, creación pura del patio universo que enseguida, contra la
constatación del cielo inmenso, impávido, hace conciencia de su propia pequeñez
y su marchitarse –el yeso descarapelado, los agujerones, las trozaduras- e intenta
aliviar las fatigas de la mujer animando los trinos, los guiños de la luz en la
pared.
Más acá el apenas perceptible canturreo de la vecina que señala el misterio bien guardado de la recámara, creciendo a lo repentino desde la penumbra que como siempre debe estar allá al fondo, donde casi no alcanza la mirada, por las disputas del comedor -la mera convención de los manteles de flores, el genuino orgullo del frutero, el vacilar de la vitrina entre las pretensiones del juego de cristal cortado y el vivo recuerdo de olores de los tarros descapuchados-, a la cocina, a un par de metros de mi cuarto, para celebrar la hora de mujer contagiando el chirriar de la hoja del anaquel, el caer del agua en el pocillo.
Como
antes me pregunto qué será de todo eso en sí, en mí y en Él, agrego ahora,
cuando al día siguiente nos marchemos para hacer de nuevo posible la vida.Más acá el apenas perceptible canturreo de la vecina que señala el misterio bien guardado de la recámara, creciendo a lo repentino desde la penumbra que como siempre debe estar allá al fondo, donde casi no alcanza la mirada, por las disputas del comedor -la mera convención de los manteles de flores, el genuino orgullo del frutero, el vacilar de la vitrina entre las pretensiones del juego de cristal cortado y el vivo recuerdo de olores de los tarros descapuchados-, a la cocina, a un par de metros de mi cuarto, para celebrar la hora de mujer contagiando el chirriar de la hoja del anaquel, el caer del agua en el pocillo.
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Esa mañana del departamento, nietos, que contenía todo para entender.