La ciudad muere pronto sobre la única mancha
vegetal en cien kilómetros a la redonda de desierto, y al saludar el fin del
malecón el sol no es el criminal que debiera, gracias a la brisa engrosada por
las gotas de la rompiente.Los pájaros se agotan también, sin faltar las
gaviotas y los pelicanos que no encuentran nada por aquí, donde nace el reino
de los zopitoles.
Voy a solas pensando en los paseos con P al cerro
ante mí, en busca de piedras presuntamente raras. En él remata la pequeña
sierra que sigue la carretera, capricho del terco golpeteo del mar atemperado
por la bahía baja, en cuya playa las ballenas y los cachalotes suelen vararse
al perder el rumbo del canal.
Hace cuatro o cinco años papá vino a trabajar aquí,
a mil kilómetros de casa, donde para mi lujo paso cuanta vacación señala el
calendario escolar. La tercera planta del hotel que el hombre se empeñó en
construir contra la voluntad de los dueños, quedará para siempre sin terminar,
según parece, y la pandilla anda a sus anchas por ella, como por los
tamarindos, de rama en rama, uno tras otro, o el filón de arena en el que nadie
se baña de tanta restinga y tanta áspera piedra. O por el muelle donde contra
un pilote la Mariana recibe a los marinos urgidos, Cinco pesitos, güerito, y el
que sigue, con sus carnes entradas en años, ajada y simpática, de negro entre
los calores, encendido rubor en la mejillas, el sombrerito hace tiempo pasado
de moda rematando en fresca flor. O la boca esa de mar entera, incluida la
corriente refluyendo justo en el canal trampa de los animalotes cuya agonía
decimos disfrutar sobre sus lomos.
Un par de veces estuve a punto de morir allí, al
borde del estolón frente a la ciudad-pueblo, en los paseos que dábamos en las
planchas, como llamaban a las navecitas lisas con un par de remos.
-¡No, no pelees con ella!, ¡córtala! -gritaban los
amigos o los hermanos, refiriéndose a la corriente, y yo creía hacerlo pero
cada brazada, hacia la plancha o las rocas, cuanto más empeñosa, más me
alejaba, obligando a que vinieran en mi salvación.
Cincuenta años después me preguntó por qué emprendo
entonces la aventura de la carretera a solas, o crío a ocultas mi rancho de
caracoles, o me escurro para las pesquerías.La pregunta es ociosa, claro, y
completo los seis kilómetros y medio de cómicos, a ratos enternecedores saltos
de las olas, hasta la playa que se anima nada más durante los fines de semana y así hoy y muchos días estará sólo para mí y para los pulpos, cardúmenes de infinitesimales criaturas, y demás, susto y gozo al hundirme por horas en ese otro mundo.
Qué torpeza mirar así, desde el futuro hacia el que
entonces los días se fugan, cuando nunca lo hicieron. Uno a uno eran y sin
destino, innecesario, insensato. Presente el mundo, reducido al cielo bajo de
las raídas nubes a la mano y el azul gritón a fuerza de acaparar la vida cuya
única motivo era aquélla inmensidad misterio puro, engrosando el aire con sus
vapores, emborrachándolo todo: la espesura entre las ramas de los tamarindos,
de por sí briagos por el aroma de los frutos, sudor de tierra agria; los
hormigueros que no se daban abasto de tanta jugosa hoja; el tropezar un paso
tras otro de los caracoles en su terror a la arena; nosotros, deseo
descorchado, comiéndose la cola.
¿Es voluntad mía o suya, el que al modo
acostumbrado el abuelo asome en este preciso momento de la lectura?
-¿Qué es eso? –pregunta, y miento:
-Nada, ocurrencias.
¿Lo hago por vergüenza, ocultando mi tiempo fácil,
se diría pensando en el de él?, ¿o es que temo lo haga pedazos con la mirada
incapaz de entender, según bien sé, porque lo mismo me pasa con el suyo?
-No voy a robártelo –dice adivinándome.
-Ni lo intentes –respondo en silencio y vuelve a
entender. Pasea los ojos alrededor como si no hubiera estado aquí antes,
odiándome por haberlo traído. –Perdona.
-Pierde cuidado.
Pierde cuidado… Desde que nació jamás pronunció
esas palabras, al menos en ese tono, y siento ahogarme o a punto de perder la
razón, igual que mil veces antes.
-¿Tengo remedio? –pregunto a la que siempre me
acompaña y su cabeza se mueve de un lado a otro.
-Me engañas –la reto, sonríe y cuando vuelvo los
ojos la silla del abuelo está vacía, asegurando que hace mucho nadie se sienta
en ella.