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sábado, 25 de abril de 2015

Trópicos

La ciudad muere pronto sobre la única mancha vegetal en cien kilómetros a la redonda de desierto, y al saludar el fin del malecón el sol no es el criminal que debiera, gracias a la brisa engrosada por las gotas de la rompiente.Los pájaros se agotan también, sin faltar las gaviotas y los pelicanos que no encuentran nada por aquí, donde nace el reino de los zopitoles.
Voy a solas pensando en los paseos con P al cerro ante mí, en busca de piedras presuntamente raras. En él remata la pequeña sierra que sigue la carretera, capricho del terco golpeteo del mar atemperado por la bahía baja, en cuya playa las ballenas y los cachalotes suelen vararse al perder el rumbo del canal.
Hace cuatro o cinco años papá vino a trabajar aquí, a mil kilómetros de casa, donde para mi lujo paso cuanta vacación señala el calendario escolar. La tercera planta del hotel que el hombre se empeñó en construir contra la voluntad de los dueños, quedará para siempre sin terminar, según parece, y la pandilla anda a sus anchas por ella, como por los tamarindos, de rama en rama, uno tras otro, o el filón de arena en el que nadie se baña de tanta restinga y tanta áspera piedra. O por el muelle donde contra un pilote la Mariana recibe a los marinos urgidos, Cinco pesitos, güerito, y el que sigue, con sus carnes entradas en años, ajada y simpática, de negro entre los calores, encendido rubor en la mejillas, el sombrerito hace tiempo pasado de moda rematando en fresca flor. O la boca esa de mar entera, incluida la corriente refluyendo justo en el canal trampa de los animalotes cuya agonía decimos disfrutar sobre sus lomos.
Un par de veces estuve a punto de morir allí, al borde del estolón frente a la ciudad-pueblo, en los paseos que dábamos en las planchas, como llamaban a las navecitas lisas con un par de remos.
-¡No, no pelees con ella!, ¡córtala! -gritaban los amigos o los hermanos, refiriéndose a la corriente, y yo creía hacerlo pero cada brazada, hacia la plancha o las rocas, cuanto más empeñosa, más me alejaba, obligando a que vinieran en mi salvación.
Cincuenta años después me preguntó por qué emprendo entonces la aventura de la carretera a solas, o crío a ocultas mi rancho de caracoles, o me escurro para las pesquerías.La pregunta es ociosa, claro, y completo los seis kilómetros y medio de cómicos, a ratos enternecedores saltos de las olas, hasta la playa que se anima nada más durante los fines de semana y así hoy y muchos días estará sólo para mí y para los pulpos, cardúmenes de infinitesimales criaturas, y demás, susto y gozo al hundirme por horas en ese otro mundo.
Qué torpeza mirar así, desde el futuro hacia el que entonces los días se fugan, cuando nunca lo hicieron. Uno a uno eran y sin destino, innecesario, insensato. Presente el mundo, reducido al cielo bajo de las raídas nubes a la mano y el azul gritón a fuerza de acaparar la vida cuya única motivo era aquélla inmensidad misterio puro, engrosando el aire con sus vapores, emborrachándolo todo: la espesura entre las ramas de los tamarindos, de por sí briagos por el aroma de los frutos, sudor de tierra agria; los hormigueros que no se daban abasto de tanta jugosa hoja; el tropezar un paso tras otro de los caracoles en su terror a la arena; nosotros, deseo descorchado, comiéndose la cola.
¿Es voluntad mía o suya, el que al modo acostumbrado el abuelo asome en este preciso momento de la lectura?
-¿Qué es eso? –pregunta, y miento:
-Nada, ocurrencias.
¿Lo hago por vergüenza, ocultando mi tiempo fácil, se diría pensando en el de él?, ¿o es que temo lo haga pedazos con la mirada incapaz de entender, según bien sé, porque lo mismo me pasa con el suyo?
-No voy a robártelo –dice adivinándome.
-Ni lo intentes –respondo en silencio y vuelve a entender. Pasea los ojos alrededor como si no hubiera estado aquí antes, odiándome por haberlo traído. –Perdona.
-Pierde cuidado.
Pierde cuidado… Desde que nació jamás pronunció esas palabras, al menos en ese tono, y siento ahogarme o a punto de perder la razón, igual que mil veces antes.
-¿Tengo remedio? –pregunto a la que siempre me acompaña y su cabeza se mueve de un lado a otro.
-Me engañas –la reto, sonríe y cuando vuelvo los ojos la silla del abuelo está vacía, asegurando que hace mucho nadie se sienta en ella.