Buscar, no hay más. Un día, confío, ¡zaz!
No, amigo: lo que mal empieza, mal acaba.
I
El que en batita y apenas supo andar subió a la azotea de la cual no saldría nunca, haciéndose viejo revisa el espectáculo alrededor. Nada puede ser más asombroso que ese primer día en cuya dirección marcha y aun así se confunde.
Al fondo una caravana viaja en 1325 y cerca del pretil hace alto a principios de 1972 en el Santo Lugar, sin que los habitantes de una y otro perciban la mutua presencia.
En la espalda quien mira recibe una animosa palmada del abuelo, muerto sesenta años atrás.
-Vamos, que los bisnietos y tataranietos esperan para comer.
Dando la vuelta el cielo se cae a pedazos en 1524, estalla una y otra vez y pareciera encontrar remanso en un río de carbón y las bocas a lo largo entre las montañas.
Qué cosas digo: menos que nunca hubo quietud allí.
-0-
E y S, nietos, si acudo siempre al consejo de los sueños jamás lo hago con el de poetas, digo y miento, un poco, siquiera, pues hoy cito a uno:
Allí donde otros exponen su obra yo sólo pretendo mostrar mi espíritu.
Vivir no es otra cosa que arder en preguntas.
No concibo la obra al margen de la vida.(1)
¿Valen para mí esas palabras? No tengo una obra sino cientos de viñetas escritas desde niño. Las agrupé en cuadernos, empezando por éste, donde doy cuenta de los demás.
Todo lo dirijo al futuro de ustedes, a quienes no veo desde la marcha con mi abuelo, B, al río Níger luego convertido en el Magdalena, que corre entubado por nuestra ciudad.
¿Les cuento algo en realidad y de manera mínimamente comprensible?
1. Antonin Artaud.
El Idiota
No hay locura posible aquí, en mi cuna. De haberla estaría perdido desde el primer golpetazo, caos absoluto.
Nada en mí, a mí, universo, asombra, se diría si las palabras y sus rosarios sirvieran para algo más que causar un desastre en el propósito de fijar lo que no hay modo.
A diez mil kilómetros, hermano, te pido ayuda. Sólo tú puedes dársela a mis sesenta y dos años en el escritorio asomados a mi primer mes de vida.
-Mí, mi, mí -digo moviendo compasivamente la cabeza después de leer, cuando me doy cuenta que el abuelo mira sobre, claro, mi hombro.
-¿Por qué gastas el tiempo así? -pregunta y se detiene apenado por la instintiva reacción. Ha sido paciente hasta las lágrimas desde que vino para ayudarme con el libro sobre él y los suyos, que hoy dejo un momento para ojear el iniciado hace mucho.
-Perdón -respondo y lo sigo al dar la vuelta, de espaldas contritas, que cavilan.
-Perdón -insisto en silencio y no tiene caso. Cuanto descubre en mí es con razón para él absurdo.
Se sienta, me mira, ya no sabe si sirve, si carece de sentido intentarlo, a más de medio siglo de su muerte. Y mí...
-0-
A los sesenta años hago un libro sobre B en el escritorio que da a la única ventana de este departamento, cuyo encuadre copia al viejo cine nacional, con su fácil, blando romanticismo. Allí leo también las frases con que cercaba a mamá apenas pude convertir mis berrinches en palabras:
-¡Mira! ¿Ves cómo a la mitad la calle se desploma? ¿Y aquel hombre cuyos pasos no dejan huella, ya que pisan bajo el suelo? ¿No sientes ese temblor perpetuo, nuestro nadar sobre la tierra?
Levanto la cabeza para encontrar el patio a cielo abierto, largo, generoso, las puertas de la docena y media de viviendas en dos plantas, y la luz en la que ese sol nuestro, padre, hermano, macho bravucón, pordiosero, se echa escapando de la alharaquienta tarde de la calle. Parda, recrea el alivio de las madres y los abuelos y abuelas en el breve descanso que les dejan sus criaturas bullendo por dentro, aspaventosas, o en la desesperada persecución del día que no alcanza, que por ley se agota antes de revelarles los secretos de cada tanda.
¿Qué dirías de verme en este lugar, ma, donde un par de años atrás lloré de alegría apenas se marchó la mudanza? ¿Te entristecería encontrarme en un pequeño, oscuro rincón de la ciudad, del país que no entendiste nunca?
Venías de lejos y guardabas con celo el dolor que ello te producía. No te dabas cuenta de que la mujer de los elotes en la esquina había hecho un trayecto tan largo como el tuyo en tiempo y alma. Lo comprendo. Como ella, creciste convencida que el mundo era las leguas a tu vista, tras las cuales la respiración se suspendería.
No tenías modo de entender el acoso de mis letanías aquellas, que te postraban y así más se encendían.
-¡Ya, por Dios, déjame en paz! –tronabas contra tu proverbial paciencia, encerrándote bajo llave para rogar a no sé quién, en tu sabiduría, que velara por ese pobre hijo. Lo hacías inútilmente, claro: no había salvación para el Idiota.
-0-
Hoy idiota resulta sinónimo de imbécil o estúpido. Antes se refería a los tontos o tontas de los pueblos, que un sabio medieval despreciaba reconociéndoles a cambio el don de servir a la divinidad para expresarse imperfectamente.
Una película los hizo símbolo en un muchacho obsesionado por los trenes, cuya maquina imitaba sobre la senda al pie del hogar paterno, mientras alrededor sucedían historias crueles o tiernas o vulgares. ¿Idiota era también el hombre que vivía allí con sus dos hijos en un auto abandonado y soñaba para los tres la más hermosa mansión, sin ocuparse de otra cosa?
En cualquier caso, nada en mí se comprende sin la siguiente viñeta, Ohsis, como también los llamo
Dos
Digo cualquier cosa sabiendo que quien te cuenta son los ojos y las inflexiones en la voz, y al voltear con la sonrisa casi me olvidas, atrapado por lo que tardo largos segundos en sospechar es una luz sobre el filo de la cortina. Lo creo pues te vi antes encandilarte con ella como si fuera la primera vez, y la sé para mí perdida según debiera, a menos de hacer el enorme esfuerzo de otros días. Gracias a él descubrí, por ejemplo, el justo vaivén de una rama en la ventana, sin traducción para mí que estuve dale y dale intentando infructuosamente hacerlo palabras.
No puedo con tu mundo, hermano, me rebasa, me apabulla, me pierde en el desorden aparente donde tú por necesidad encuentras armonía. Desde el baño mamá pide ayuda para bajarte por la rampa, le contesto que puedo solo, advierte cuánto has crecido. ¿Ves? Todo eso está en nuestras voces. ¿Algo intuyes viniendo de lo que no atino si te vale llamar "ayer"? Algo, sí, creo, más lo olvidas en un tris. Qué caso tiene, dirás a tu manera.
Más de medio siglo después, cuando haya entre nosotros diez mil kilómetros, seguiré peleando para contarte. La distancia no nos separa pues moro en ti y entonces es imposible precisar cuánto estoy frente al escritorio y cuánto entre la habitación y la terraza donde mamá te hizo un reino a modo.
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Ustedes ni nadie, sin faltar yo, sabe qué sucede dentro de él, a quien la vida condenó no a esa extraordinaria existencia sino al cruel pago por ella.
Para morir iguales
Vine al mundo a atestiguar la gran guerra y la que en silencio se libra día a día, digo, y aquélla se me oculta en los entrepaños. Lo hacía hasta ahora, cuando parece precipitarse acercándome entonces y por fin al abuelo.
Podré representar así el papel de puente, único digno conforme a mis circunstancias.
Soy sombra, acostumbro asegurar también. Declaraciones van y vienen, nietos. Háganles caso usando su sentido común.
Escribí ocho cuadernos para ustedes, sobre muy diversos temas, que interactuaban entre sí. Quedaron reducidos a este.
Aquí el inicio de uno:
No sé cómo organizar las viñetas con ése título, Ohsis. Al principio pensé que debería empezar así:
No importa por donde vayamos nos acompaña la fotografía de un muchacho. Tiene dieciocho años, la piel mulata parece de aceite, los cabellos se le ensortijan y los brillantes ojos negros sonríen.
Al poco de recordar esta estampa que presidía el hogar de Mario el Jarocho, fui citado por la Corte de Medianoche (1).
Igualitito que en la obra cumbre del último gran poeta en lengua irlandesa (1), duermo plácidamente y el reclamo de una metálica voz me despierta:
-"¡Eh, tu, vago, ¿qué haces ahí cuando la más digna corte jamás reunida espera para juzgarte."
Claro, no estoy en el lomo de un río, a la manera del campesino en el poema, sino sobre la cama, y no es una monstruosa mujer de mirada sangriente quien amonesta, sino El Grillo, metro sesenta de altura, pecho echado pa lante y ojos de capulín.
-¡Comadre! -le digo harto contento de verlo luego de casi cuarenta años.
-No te hagas baboso y jálale.
-¿Y ora?
-Que nos juntamos pa darte con todo.
-¿A mí? -alcanzó a preguntar antes de que como en un sueño aparezcamos en un castillo cuyas troneras echan humo de fábrica.
Frente a nosotros el abuelo, Filiberto, uno de las muchachas que no murió en 1524, Bryan O´ Donnel, Artemio, la niña que perdió una pierna en un bombardeo, Felícitas, Malena, el propio Jarocho, en gigantescas representaciones se sentaban a una mesa en lo alto.
En la multitud alrededor había muchos rostros conocidos y el resto tenía un impreciso aire familiar.
Acostumbrado a los escenarios con miles de protagonistas, el abuelo no necesitó forzar la voz para que se escuchara a través del eco profundo en el fantástico lugar.
-Mira -dijo extendiendo la mano en un movimiento circular. -Te nos dimos, tan diversos en tiempo y espacio y tan íntimos como deseabas. Y has traicionado nuestra confianza.
Prometo cumplir la tarea y recuerdo a Domingo embobándose con los recuerdos de una bronca toma de predios, para que de pronto, sin motivo, pensaría uno, los ojos se le fueran quién sabe a dónde.
-Todo fue por mi papá, que vendía pájaros en el mercado y no tenía un centavo y andaba cante y cante.
1. John Merriman. La Corte de Medianoche.
Tiempo de caminar
Abrí los ojos y contra el zumbido telúrico al fondo y el manchón luminoso sobre la cortina, había trinos y azul tierno, una llave peleando a lo lejos, que se convertía en Ella acercándose con rastro de noche y aromas de manzana agria, de piña fermentada, de zapote que se rompe de maduro, para aparecer, desprenderse el rebozo del cual saltaban los pájaros cantando al pie de la ventana y al fin desnuda descubrir una piel aceitosa, de aventura, satisfecha. Con la estampa mi ciudad pasada e idealmente recompuesta, lío de parques y camiones y zaguanes y vidas entrevistas, soles a montones, aquí señor, allá un perrito que se ovillaba, rematando en las fragancias, los colores y las maneras antiguas de los mercados, ajenos a las euforias, cuya esencia trasegada por lugares, cosas y atmósferas desconocidos traía Ella.
Algo así era en mi cabeza al despertar de la siesta matutina con esa mujer a quien no nombraba llegando un amanecer.
A medio vestir, mal metido entre sábanas y mantas, encontré el rastro del hijo en la pijama y su quieta forma de ocupar el espacio bajo la estridencia, la pesadez y los erráticos modos míos y de Ella, cuando estaba y ahora, como si me asomara a un pozo sin fin que recordaba cuán soberbio, torpe y tramposo era. ¿Qué sabía yo de cuanto fuera, empezando por la ausencia? ¿Y cómo habría sobrevivido sin aquella queda, generosa forma de estar que soportaba y entendía todo?
-0-
Él, S y E, es el padre de ustedes, y la mañana a la cual acabo de referirme contenía cuanto se necesitaba entender. Vuelvo a ella una y otra vez en el cuaderno.
Red de agujeros
Partir, esa es siempre la cuestión.
En un agujero de nuestro país de misterios o volviendo al principio.
Si hay manera, mano a mano con otro niño. Estar y no haber sido en donde se anduvo: el lugar "lleno de ruidos”(1).
En la azotea el canto de Felicitas, a quien sin eufemismos llamo nuestra sirvienta, descubre un valle distinto al que mis ocho años de edad revelan y construyen.
Las manos de la joven campesina se empeñan ágiles y sin pesar contra la piedra del lavadero y el correr del agua y llenan el aire de amabilidades, sugerencias, aromas que toman de cuanto su vuelo toca. Sólo quien asiste a la escena percibe cómo con ello la realidad alrededor se trastorna, despertando las sombras del vasto llano al pie de las montañas, para un paseo hacia rincones a los cuales mi imaginación no puede asomar y entonces son pura borrachera.
No por nada otro cuaderno se titulaba Red de agujeros. El arranque era la búsqueda de un vado en el campo con mi compadre.
A pie por el camino Agustín y yo no nos cansamos de dar gracias a la fragancia de la hierba alta, jugosa, en la que pareciera no caber un tallo más, y a sus verdes suaves por el sol, siempre padre y aquí en un papel distinto a los muchos que decidió y no hacer en nuestro gigantón urbano. Padre sol y madre tierra, sabemos ahora, envueltos por ella y su prodigalidad. ¿O los géneros deben intercambiarse entre ellos, pienso recordando una milenaria leyenda de las naciones muy al norte de estos lugares, donde la luna, por ejemplo, era la tea de un celoso amante?
Deberíamos preguntar a los campesinos y campesinas que rinden el diario culto a las prodigiosas matas alrededor, divinos regalos entregados casi cinco siglos atrás a sus conquistadores, y se nos hurtan a la mirada por sus ocupaciones o deliberadamente, como el pueblo sombra que se me descubrió una mañana en una colonia de posesionarios y luego gracias al abuelo.
Todo enamora a nuestros ojos de ciudad: el contraste entre la vegetación y el rabiar azul del cielo, la franja arcillosa que serpentea frente a nosotros, el apenas perceptible reptar o trepar de pequeñísimos seres y esa terca soledad aparente que a lo repentino se viene abajo.
“-¡Bájense todos, hijos de la chingada!" –grita a los ochenta hombres en un camión de redilas “un señor grandote” que carga “un radio” -Bótense al suelo porque se van a morir.”
Ya está: el compadre y yo llegamos al momento que nos trajo hasta aquí.
Aguas Blancas se llama el paraje adonde llegamos y no habría razón para la presencia de tal número policías apostados entre la maleza y tras sus camionetas, de no ser el castigo ejemplar que se aplica a miembros de la Organización Campesina del Sur.
“-Nos espantamos, pero yo no creía que nos iban a matar -–contará luego uno de ellos. Y otros:
“-Sentí que nos estaban cazando....
“-...me tiré al suelo... Oía los quejidos de las personas que estaban matando...
“-Me sentí mal al ver como nos habían trozado aquí de la cintura al compañero.
“-Cuando estaba ahí debajo del camión, pues yo sentía algo caliente que me caía aquí arriba, así, pero yo no creía de que fuera sangre. Y cuando ya nos sacaron de ahí ya vi que había muchos más regados así, alrededor del camión y adentro también.” (2)
Las con justicia llamadas fuerzas del orden dan el tiro de gracia a los diecisiete caídos, y la cámara de video que llevan corta mientras recomponen el escenario: los machetes de los campesinos asesinados se retiran para colocar rifles y pistolas en sus manos o cerca de ellas.
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Al hablar de mis cosas sólo por excepción nombro. Cuando me refiero a la historia casi siempre lo hago. Casi, nada más, y a veces rebautizo.
Como el desposeído que era abracé la Suave patria para acuchillarla luego, escribí en algún lado.
Entre peras y manzanas, conforme al dicho, esa región que acabamos de visitamos se repite una y otro vez aquí. Representa a mi patria real, hecha con parches de la oficiosa.
Sueño y realidad, dicen separando lo inseparable. Ahora, recién despierto, no preciso cuánto les conté dormido y cuánto les escribí y se conservará en el cuaderno.
1. Aimé Cesaire. Cuaderno de un retorno al país natal.
2. Testimonios tomados de Digna Ochoa, o La muerte por tan igual, libro mío inédito por razones inexplicables aun para el editor.
Providencia
Agustín espera sobre un lomo de la calle que libra los viscosos riachuelos de colores en mutación, contra un muro carcelario. Amparado en el borde de la esquina cree ocultarse a las miradas de la planta donde trabaja, una cuadra más allá, media hora después del cambio de turno, según propuso para evitar a sus compañeros.
Es la segunda vez que lo veo y confirmo la impresión original: la de un ser conmovedor en el esfuerzo por pasar inadvertido entre hombres que aprendieron muy pronto a ponerle cara a la ciudad y usan la rudeza y el humor filoso para defenderse de ella y apropiársela. No hay contrasentido en su ansia de trascender, que lo acerca al Grupo.
El tono exaltado en el que vivimos se transmite de inmediato a las relaciones y en días nos volveremos íntimos. Lo sabemos en cuanto me descrubre y viene al encuentro entre la desolación de la gigantesca calzada con vías a lo largo, que a un lado se abre a un fraccionamiento industrial y al otro a una colonia y al gran descampado con montañas detrás.
El suelo de la zona se hizo doblemente magro al perder los sembradíos y los árboles, y nos convierte en un par de hombres en tierra fronteriza, como cualquiera al vértice de la gran urbe pero a lo bruto, a la manera de todo lo que toca la industria.
Romanticismo puro, pues, de miasmas penetrantes y un silencio mortuorio tanto mejor revelado cuanto más lejos se está de las máquinas, hechas rumor por las gruesas, altas paredes que parecen heredar las de las viejas haciendas.
Cruzamos la calzada rumbo a su casa como en un juego, él siempre procurando la izquierda para mirar con el ojo que le sigue sano a los veinticuatro años, y yo en busca del que en el iris se llevó un bicho salido de la carne muerta de la empacadora donde trabaja desde casi niño. Porque en ése es donde está mi futuro compadre. Allí su melancolía sin remedio, bella, contagiosa, que rima con el paisaje y nuestros días.
En el fraccionamiento de las fábricas, las larguísimas calles sin reposo al sol y la lluvia, desiertas a las horas en las cuales suelo llegar, por tan hostiles al principio parecen cada vez más cálidas, pletóricas de vida que se trasmite de las plantas: tinglado mecánico con mucho de infernal y mucho de entrañable para quienes hacen de él su vida. Los aromas aplastantes, en ocasiones nauseabundos, vividos por unas horas y no como permanente suplicio, y las chimeneas despidiendo gruesas volutas en mil tonos de grises, no hacen sino completar la sensación de ser parte de una novela o una película. De serlo entre el orgullo de pasar como uno más ante el guardia de seguridad, el policía, el administrador que cruza en su auto, y el creciente número de saludos y charlas al paso, la picaresca a la salida de la fábrica liberada, en palabras y toqueteos de machos divirtiéndose; de partidos de futbol y tandas de dominó y baraja para hacer de las huelgas fiestas; de breves discursos un autobús tras otro, venciendo el anonimato del espacio público, que no debe pertenecer a nadie y así se humaniza; de momentos épicos que para mí encarnan un poema: Masa.
De serlo prometiendo que cada día habrá más y mejor de eso, de los hogares y los billares y los peliagudos expendios de alcohol compartidos. Con Agustín, quien se ensancha a la par de mí, comenzando por esta tarde, cuando está a punto de hacerme parte de su familia y no sé cómo agradecérselo.
-0-
El departamento donde Él y la Ella ausente, E y S, estaba traspasado por la pérdida del mundo en que el compadre me introducía bien a bien.
La Parada
Así, La Parada, se llama la cafetería a la que suelo ir. El nombre no fue una ocurrencia del dueño, ni para mí ni para el resto de los parroquianos.
Con el café acostumbrado desde venir la primera vez por mi cuenta miro las sabias cortinas cubriendo a medias el ventanal para sustraernos al fisgoneo de la calle, que abajo exhibe sus intimidades con los pares de piernas hablando como loros, y que arriba se fuga al barrio y la decoración del cielo.
Dos mesas allá una docena de vocingleros músicos hacen una larga, renovada cada poco. Los cabarets, los salones, las estaciones de radio tras los cuales llegaron no están más, como la afición por los ritmos en los que se hicieron expertos. Ellos siguen.
Leo de nuevo la hoja suelta que encontré semiescondida en un libro. El papel, la letra y la tinta dicen muy poco y no atino cuándo la escribí. Son frases sueltas, trazos del lugar y de una hora confusa. El piano que allí se escucha desde el otro lado de la calle, podría ser el de mis trece años o el de hoy, igual que la prepotencia de los autos que inútilmente se empeñan contra el vecindario lanzando bromas y puyas de acera a acera.
La mano mulata de largos, inteligentes dedos repite la que gesticula ahora mismo, ni más ni menos que el balcón enrejado y las puertas de par en par a la estancia de donde viene el piano, relatada por el ventilador del techo, o la mesera con media vida en el lugar y una historia de fracturas que frente a mí coloca el café y una sonrisa.
En la hoja ni palabra sobre mi persona. ¿Cuándo fue?, insisto dando gracias a esa pequeña joya que me permite estar donde quiera. Estar, por ejemplo, cuando Ella se hizo una habitual del barrio para recibir la herencia de mujer atrevida. O la mañana con Simón y los suyos a punto de asaltar el despacho del siniestro líder sindical. O las tardes de viernes aireando mi buena fortuna entre la estación del autobús que me traía de la ciudad pequeña y el par de días por delante de aventuras sin itinerario previsto.
Convoco al escritor que acostumbra seguir a sus personajes en la obsesiva repetición de rutas siempre iguales y distintas. Yo era un niño de meses, seguro, la primera vez que me trajeron a La Parada, luego de una de las visitas a los abuelos, para luego volver también maniáticamente. No importaba si el barrio caía en desgracia y se semivaciaba, arruinándose, como todo en el delirio de la ciudad que se buscaba cada vez más lejos.
Volvía, vuelvo, aunque de trecho en trecho con ahínco o apremio mi vida se aleje aprisa de los orígenes y olvide el regreso no a papá y mamá sino a los músicos, la calle por el ventanal, el mercado, la animación de los zaguanes, los misterios de los patios abriéndose detrás, el callejón de milagros que fue mío mucho antes que de Ella y sin embargo...
Vuelvo con Él, con el Nuevo, Simón, Juan, otras mujeres, ustedes y mi soledad, profunda, insobornable, gota entre gotas, ni más ni menos que la mesera empeñada en resistir, reivindicando su reinvención a fuerza de carmines, rubores, sombras de ojos. Si supiera cuánto la respeto, cuánto admiré a las anteriores, una a una.
El piano abandona el compás de tres por cuatro y la síncopa de la tarea, dejándose circular por el teclado bajo el ventilador, por el balcón, sorteando el concierto de motores, frenos, claxones, y se vuelve parte de lo no dicho en el papelito que con amor regreso a la bolsa
Demasiado humano
El negoció comenzó sin saberlo cuando llevaba media hora hablando con un amigo experto en editoriales y él a cuanto proponía:
-No sale.
-¿Debemos prendernos fuego? –preguntaron los papeles en las cajoneras.
-Nada de eso -los aquieté de inmediato y por instinto, y en una valandronada haciéndole al anciano cheroquí dinos ánimo. -Llegó el mensaje: vuelve la aventura.
Con un fajo de cuartillas en la mochila hice el camino al Metro. Unas cavernas de la ciudad en dirección a otras, entrañables todas, bajé en una estación al azar.
El necesario paradero parecía dividir en dos el universo alrededor, inconcebible sin cada parte: a poniente el lío de puentes a no menos de ochenta kilómetros por hora con su avalancha de metálicos, gritones animales; a oriente la paz aquí sorda, allá plácida, de la colonia en improvisados parches que se montaban sobre antiguos poblados del valle sin desaparecerlos del todo.
Me senté en la rala hierba del camellón entre los pilares temblando por el peso arriba, un lánguido árbol herencia de quién sabe cuándo sirviendo de espaldar, y saqué a relucir a mis escritas comadres:
Entre el rezumo de los mirtos que el rocío se empeña en conservar, de lino y grana las ropas y la carne a las cuales se trasuda, un atormentado joven poeta para que no escape muerde con desesperación la noche de invierno y las astas de la luna, por ello más "cuernos de búfalos" sosteniendo el "cielo huerto", donde los astros florecen con "sus dorsos" de "ágatas y oro"(2).
-Puf -dije suspendiendo la lectura. El poeta de mil años atrás y su mundo para qué sirven aquí donde ni su abuela oyó hablar de ellos, ¿o no, señora que en el paradero hace sabios malabares con las bolsas a granel bajando del microbús?
La mujer volteó y se detuvo en espera de que algo de utilidad saliera del discurso que de imaginación a imaginación le recetaba. Fue ahí que vinieron los años viejos y:
-¡Alabado, alabado! -exclamé de rodillas y la mirada al cielo no del Señor sino de otros divinos portentos que moran en lo alto y en muchos lados más. -Revelación, ya la libré.
Para prueba bastaba el botón señora de las bolsas y los que con un giro de la cabeza en redondo descubrí pendientes de mi persona. Un cacho de pan les solté como entretenimiento, del poeta, claro:
¿Cuánto habré de esperar y cuánto tiempo
ha de quemar mi saña como brasa?
¿A quién hablar, a quién dar testimonio...?
Mientras el recién adquirido auditorio tragaba de una imprecisable manera el mendrugo, en silencio hice el rito en versión resumida para apuros:
-Niño de Piedra, padre mío; deforme hija de Aoibheal, hermana, y Gualupita madre y compañera, de sus prodigiosos dones pasen un tantito y a mano me pongo con ustedes, ¿sí?
¡No, luego, luego vino la respuesta! Sobre los cerros a un paso con la magia de sus mocasines voló el Niño, el hada de monstruoso tamaño, los ojos sangre, chorreando lodo su manto se alzó de entre la tierra, y del primer al último tronco nacieron tallas de la Morenita.
A metro y medio del suelo mi cuerpo púsose a flotar y del paradero del Metro Constitución de 1917 me volví dueño. Chamacos, cuasi vestales en tránsito, chóferes, el rey y el tepo del barrio hicieron corro, y un cojo de la tercera edad y una taibolera en disfraz de ama de casa con un guiño se ofrecieron de patiños.
La providencia prestó un sombrero cuya presencia en el piso gritaba:
-No se hagan rosca con las monedas, que de algo ha de vivir este chango -y al ruedo ya sin más me tiré.
Ese fue mi empezar, años luz a estas alturas me parece, en la merolica obra de darle paz al alboroto de mis cajoneras y mi alma en vilo. Cruzada en regla fue y es, con abundancia de sobresaltos y harta muleta para amansar bureles de la variedad que monopoliza las afueras de las estaciones y los vagones.
Así mi rosarío de historias se abrió paso: que el 1492 del maléfico y sus prolegómenos, con frutos para mil jornadas; que mi abuelo -con todo y mucho respeto, me paro y quito el sombrero-, mi comadre el Grillo, Nabor, el sabio analfabeta, Magda y su Santa Utopía; que de montañas carmesíes y truchas arqueándose en un delirio de vida, por cielos a los cuales el trasiego de los llanos áridos dan una transparencia infinita, a isletas que surgen por doquiera de las aguas como canastillos flotantes”entre sauces llorones y chopos”, y un etcétera que mejor ni me esmero en recitarles.
Todo entre los Oh, los Chale, los Ya está de vuelta el loco...
2. Selomo Ibn Gabirol.
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El Mero es mi segunda personalidad, Ohsis. Viene de Merolico, como llamaban en nuestro país a quien presentaba un espectáculo público para vender remedios de dudoso efecto.
Nos introdujo en otro de aquéllos cuadernos y desapareció luego:
Hay buenos motivos para iniciar en la bahía de Santiago de Cuba una mañana de noviembre de 1517. Y también para hacerlo sin fecha en la tierra donde las montañas cambian de lugar a saltos, y desde un manto invisible, sobre mocasines alados, hace su aparición el Niño de Piedra, producto del guijarro que preñó a la primera mujer sioux.
No estoy seguro qué historia perseguimos. ¿La de una pasmosa revolución de los tiempos y los espacios humanos, cuyo resultado obra de diabólica manera todavía a comienzos del siglo XXI?
¿Complicó el asunto si les pido gracias al pueblo de Brian O´Donnel, a quien a estas alturas deberíamos conocer, pues las facultades con las que su fantasía nos inviste permiten los viajes a voluntad por cualquier época y lugar de la tierra?
Juego, Ohsis nietos, como invitación a paseos extraordinarios para La Corte de Medianoche.
Los coloqué a la cabeza del grupo por una foto. En ella de espaldas contemplan un mar muy al sur de los que hace medio siglo terminaron de formarme.
No llegaron allí por casualidad. Los conducía la infancia perdida de su ma, el recuerdo de los padres de ella y el gran secreto. Sin saberlo eran el Ulises que busca la vuelta a casa y nada tiene que ver con el célebre poeta de la antigüedad, sino con la Grecia traicionada tres mil años después de él. Allí nació uno de sus bisabuelos maternos, a quien la memoria familiar da un romántico aire.
Al ver la foto entendí: a ustedes se les revelarán los misterios de los que estamos hechos los siempre desdeñados, para nuestro reconocimiento desde el primer día, desde el primero.
Trópicos
La ciudad muere pronto sobre la única mancha vegetal en cien kilómetros a la redonda de desierto, y al saludar el fin del malecón el sol no es el criminal que debiera, gracias a la brisa engrosada por las gotas de la rompiente.Los pájaros se agotan también, sin faltar las gaviotas y los pelicanos que no encuentran nada por aquí, donde nace el reino de los zopitoles.
Voy a solas pensando en los paseos con P al cerro ante mí, en busca de piedras presuntamente raras. En él remata la pequeña sierra que sigue la carretera, capricho del terco golpeteo del mar atemperado por la bahía baja, en cuya playa las ballenas y los cachalotes suelen vararse al perder el rumbo del canal.
Hace cuatro o cinco años papá vino a trabajar aquí, a mil kilómetros de casa, donde para mi lujo paso cuanta vacación señala el calendario escolar. La tercera planta del hotel que el hombre se empeñó en construir contra la voluntad de los dueños, quedará para siempre sin terminar, según parece, y la pandilla anda a sus anchas por ella, como por los tamarindos, de rama en rama, uno tras otro, o el filón de arena en el que nadie se baña de tanta restinga y tanta áspera piedra. O por el muelle donde contra un pilote la Mariana recibe a los marinos urgidos, Cinco pesitos, güerito, y el que sigue, con sus carnes entradas en años, ajada y simpática, de negro entre los calores, encendido rubor en la mejillas, el sombrerito hace tiempo pasado de moda rematando en fresca flor. O la boca esa de mar entera, incluida la corriente refluyendo justo en el canal trampa de los animalotes cuya agonía decimos disfrutar sobre sus lomos.
Un par de veces estuve a punto de morir allí, al borde del estolón frente a la ciudad-pueblo, en los paseos que dábamos en las planchas, como llamaban a las navecitas lisas con un par de remos.
-¡No, no pelees con ella!, ¡córtala! -gritaban los amigos o los hermanos, refiriéndose a la corriente, y yo creía hacerlo pero cada brazada, hacia la plancha o las rocas, cuanto más empeñosa, más me alejaba, obligando a que vinieran en mi salvación.
Cincuenta años después me preguntó por qué emprendo entonces la aventura de la carretera a solas, o crío a ocultas mi rancho de caracoles, o me escurro para las pesquerías. La pregunta es ociosa, claro, y completo los seis kilómetros y medio de cómicos, a ratos enternecedores saltos de las olas, hasta la playa que se anima nada más durante los fines de semana y así hoy y muchos días estará sólo para mí y para los pulpos, cardúmenes de infinitesimales criaturas, y demás, susto y gozo al hundirme por horas en ese otro mundo.
Qué torpeza mirar así, desde el futuro hacia el que entonces los días se fugan, cuando nunca lo hicieron. Uno a uno eran y sin destino, innecesario, insensato. Presente el mundo, reducido al cielo bajo de las raídas nubes a la mano y el azul gritón a fuerza de acaparar la vida cuya única motivo era aquélla inmensidad misterio puro, engrosando el aire con sus vapores, emborrachándolo todo: la espesura entre las ramas de los tamarindos, de por sí briagos por el aroma de los frutos, sudor de tierra agria; los hormigueros que no se daban abasto de tanta jugosa hoja; el tropezar un paso tras otro de los caracoles en su terror a la arena; nosotros, deseo descorchado, comiéndose la cola.
Andar
El carrín, según se dice en estos lugares a diez mil kilómetros de nuestra ciudad, es de Encarna, la entrañable peluquera. Lo maneja su adorado Marcelo, minero que se hizo mil usos de la albañilería, y en los asientos de atrás voy con el Roxu, pequeño y rubicundo, cuyo brazo izquierdo vacila en el recuerdo o la imaginación desde la voladura de una pared rocosa en uno de los pozos de hulla que a los catorce años el abuelo hizo su hogar.
Subiendo las montañas una penosa curva tras otra, el motor tose justo como un minero enfermo de silicosis, y la densa niebla alrededor contra los grises macizos de los Picos de Europa es melancólica dulzura transmitida por los ojos y los comentarios del Roxu.
-Qué hermoso ye estu –dice en la tierna habla de la región, donde por contraste todo es a tajos, a palabras gruesas, en un volumen brutal para los oídos de los extraños, Ohsis.
Vamos tras el rastro de Belarmo, un poco contra mi voluntad pues tengo la cabeza llena de historias sobre los del llano y del monte, sucedidas luego de la marcha de él.
Kilómetros atrás pasamos el pueblo de José Mata y Pepe Llagos. Al primero lo busqué antes de venir aquí. Vive en otro país, jubilado por la mina donde trabajo desde 1948, fecha de su rocambolesca fuga con un centenar de socialistas de ambos sexos, que el abuelo contribuyó a organizar. Allí me contó la historia de los fugaos; de quienes por miles se echaron a las montañas para escapar a las siniestras columnas que tomaban ese último bastión de la defensa de un sueño.
Todo dijo a la grabadora por la confianza en mi familia, y mucho pidió callar pues las heridas no cerrarían jamás.
Luego encontré a Llagos en la aldea de la cual no salió. Tenía dieciséis años cuando la derrota y la escuetísima experiencia política no le impidió encargarse de lo que nadie más podía: los restos de su organización política en la cuenca del río cuyo curso seguimos ahora. Pasarán tres décadas para que conozca a un hombre más roto que él, el de La piedra, de quien hablaré después.
Me desvío, como siempre, Ohsis, y regreso a la carretera cuando vemos bajar a una de esas incontables criaturas cuyas emociones se diría existen apenas, consumidas por la monótona persecución del pan.
Su nombre es Sandalio, tiene veinte pocos años y forma pertenece a un gremio muy numeroso en cualquier tiempo hasta ahora: los viudos y viudas, que plagan los cuentos populares de toda Europa.
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Él, el padre de ustedes, nietos, que nació año y medio atrás, quedó en la ciudad frente al mar adonde llegamos hace poco. Quedó con Ella, quien ya está y no, pues de exilio cuanto hay en el cuaderno, el suyo inició sin saberlo.
Tiempo de caminar
La presencia de la mujer era abrumadora en cuanto el paseo distraído de los ojos recogía. En las representaciones del colgajo de collares, por ejemplo, o en las mariposas y las primaveras, como alguien me dijo se llamaban aquellos pájaros de pecho generoso, que coqueteaban en el marco de latón del espejo contra el nicho del armario de madera cruda, sencillo y luminoso. O en la imaginación de la que hacía de mesa de noche, que resultaba una incógnita en el celo por la austeridad aparente -la lámpara y dos o tres objetos más sobre el metro cuadrado de la hoja de madera-, desmentida por los mundos de la trama del rebozo improvisado de carpeta con sus fantasías de una geometría a primera vista de extrema sencillez, en la cual podían sospecharse siglos de secretos y fracturas heredados.
Ella a plazos apremiante y pospuesta, entregada y esquiva, y en verdad siempre inaprehensible, como entendí de nuevo al topar los dibujos de la cortina y el tiempo de principio a fin suyo que estaba en ellos, recreado hilada a hilada, donde parecía adivinarse todavía el tarareo en silencio que acompañó un paso tras otro de la aguja, incapaz de decidirse por pudor o miedo a reproducir la estampa clásica del ama de casa. Ella por todas partes, también en sus ausencias. De los sartales de la cajita destapada como por casualidad, que descubría el desbarajuste de anillos y aretes y pulseras, a las puertas entreabiertas del clóset por donde asomaban los bolillos de un vestido, un par de zapatos de tiras, el encaje de una manga, encontraba las mañanas en las que la radio, a un volumen que casi sólo ella escuchaba, daba la impresión de hablarle de cantinas y hoteles de paso y suertes de equilibrista, mientras el trabajo sirviéndole de pretexto se vestía una blusa volada, la invitación de las faldas de algodón que le ceñían los muslos al paso y el desafío de las grandes arracadas, preparándose para desaparecer hasta no había modo de calcular cuándo.
Sueño
El Nuevo es su tío, E y S, y las viñetas de Tiempo de caminar impiden que precise ciertas cosas sobre él, a quien en mi vejez escribo:
Te llamo Nuevo y tus fotos están en las paredes de mi casa con las de los demás por quienes la vida tiene sentido. Si tardo en hablar de ti es porque representas el punto más delicado de mi mayor tormento.
Te miro, te doy el tierno beso de siempre y entre la distracción deliberada de Él y mía te alejas gateando por la playa y entras al corral, donde los animales te reciben como a otro de los suyos, prodigio. Volteó luego al teléfono eternamente descolgado para no sentir tus largas ausencias y el miedo me alcanza.
Eres tú quien lo invoca sin saberlo, precipitando el que no te corresponde. El lirio seco en el frasco que sirve de maceta, la pila de libros y papeles, la tersura de la noche, mis manos en el teclado, ¿los invento?
-0-
¿Es que en verdad pierdo todo? De nuevo una viñeta llama:
Pura impresión soy y no hay minuto del cual salga sin cabos de cuerdas que no sé dónde atar. En pedazos vuela el mundo apenas lo toco y llueve luego dejando alrededor un campo de batalla en abandono. Entre el lodo un trozo de nube reta al entendimiento. Le dedico la más amable de las sonrisas y echo andar incapaz de un grito o una pregunta.
Recuerdo entonces la estampa que recoge un escritor aterido no de frío sino por las calles de la ciudad entonces del abuelo, mamá, papá, la abuela: una mujer recoge el cuerpo de la hija y mientras se esfuerza por unirle el brazo, entre los escombros busca con desesperación la cabeza, para negar los últimos diez minutos.
Quitado el dolor que fulmina, soy ella repitiéndose cada día.
Red de agujeros
Costa Grande, llaman en el estado de Guerrero a la región donde masacraron a los campesinos. Dos mil quinientos años llevan poblándola los yopes, en una historia que no para de transformarse, como todas, y desde luego incompresible sin muchos otros actores, empezando por los me phaa de la contigua Montaña donde la sierra termina de establecerse desde su nacimiento a unos cuantos kilómetros del océano Pacífico.
Traigo a mi compadre para que acudamos a la trágica trampa y yo suelte ideas de mi ronco pecho, sobre un proceso de dos siglos, que ahora sé son vagas.
Red de agujeros, con frecuencia Casa del horror, en la que vivimos. No conocía el poema cuando niño tropezaba repetidamente en la calle: “En los caminos/yacen dardos rotos,/los cabellos están esparcidos./Destechadas están las casas,/enrojecidos tienen sus muros.// Gusanos pululan por calles y plazas,/y en las paredes están salpicados los sesos./Rojas están las aguas, están como teñidas,/y cuando las bebimos,/es como si bebiéramos agua de salitre.//Golpeábamos, en tanto, los muros de adobe,/y era nuestra herencia una red de agujeros”(1).
Vale ahora aclarar porqué concentro mi atención en Guerrero. Escribí tres libros sobre la región durante diversos periodos. En uno de ellos varios hombres, sátrapas incluidos, se declaraban héroes. El dominante dejó su nombre para rebautizar la población que buscaban los campesinos masacrados siglo y medio después: Atoyac de Álvarez. Todos formaban parte de la Suave patria a la que me agarré como un desposeído, pues eso era.
El tercer libro aparece por solicitud de quienes lo necesitan con apremio y entiendo así bien a bien la tragedia que contienen tierras sin cuyo aporte no habría esa Suave ni sus malditos.
1. Visión de los vencidos. Compilación y traducción de Miguel León Portilla.
Películas
Llevaba
veinte años peleando con lo que pretendiéndose una novela no hacía sino buscar
en mi vida. De cuando en cuando la mostraba a M, quien por cariño y prudencia
guardaba sus opiniones. Finalmente la orillé.
-Es París, Texas -dijo, harta.
No importa si atinaba, sólo el mensaje.
Bueno, pensé, en adelante cuidaré que mi historia personal no repita la fórmula
de una gran película, o tendré que tirarla a la basura.
-0-
Otro capítulo
también debía borrarse. El responsable ahora del argumento no soy yo sino la
muerte de una mujer, y el esposo y el hijo que disputan su cadáver para
usufructuarlo políticamente. Como extra va la nuera tratando de meter en su
cama a un cuñado chantajeándolo con descubrir el espectáculo al hijo de ella,
cuya voz se escucha tras la pared.
-Demasiado Vinterberg -diría M. -Y manido también el sabor final en la boca:
sobrevivir o no al asco, a eso se reduce la cuestión. Bah.
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¿Cuántas grandes
películas podrían hacerse con nuestras vidas? La propia M da para veinte y
Esther tiene una ante cuya vista moriría avergonzado el director que creyó
descubrir con cuánta sutileza procede la muerte.
De aquélla escondí una obra mayor en
esta viñeta:
Su pequeño, hermoso cuerpo servía sólo
para soporte de una encendida imaginación. Así mi boca, mis manos, mi sexo, no
bastaban y tuve que introducirme en la fantasía a fin de cumplir el
interminable apetito que desde muy temprano me cavó el miedo.
Diez minutos después yo era el experto
y ella la párvula, al menos en los cursos de primaria. Los superiores, hasta el
postgrado, estaban en su cabeza entorpeciendo el juego a ratos hasta la
imposibilidad.
El doctorado cum laude lo recibió
muchos años después en la procura del regreso al escenario. Cuando vino a
mostrármelo literalmente caí a sus pies a pesar de la conciencia de que con él
ella tocaba el infierno.
Demasiado humano
La Reina de la Roca Gris, la señora celta que se queja en los poemas irlandeses y que aún sin sus hermosos atavíos precristianos ha seguido cuidando por la provincia de Munster, contempla impotente cómo el fuego se ceba con los campos destruyendo cosechas, frutos y aldeas, y como los hombres enfermos de comer hierbas se arrastran por la tierra y mueren para que hambrientos lobos, perros y niños se lancen sobre sus cadáveres. El culpable no es el azar o la intempestiva, enloquecida reacción de un ejército enemigo. La obra forma parte de una concienzuda política de exterminio puesta en práctica al fracasar las horcas y los descuartizamientos públicos, “la instigación de hermanos contra hermanos, la gratificación a espías, delatores y asesinos, las altas recompensas por las cabezas de los caudillos rebeldes”.
Los anglonormandos han alcanzado Erin en los años mil doscientos, pero ellos y los colonos escoceses trasladados a allí se conforman con un extremo de la isla. Hasta este siglo XVI en el cual suceden las matanzas de Munster, cuando el occidente europeo anuncia dominar al mundo y el Cromwell que según un cuento en gaélico sirve de disfraz a Satanás, conduce a una nueva monarquía británica que sabiéndose rezagada, fuerte y libre a un tiempo se apresura a irrumpir en el reparto de los océanos por el Papa y comienza a crear su imperio en Irlanda.
La isla es botín y escuela para hombres que harán huella del otro lado del Atlántico. John Hawkins, el pirata cuyas asaltos aterrorizarán al Caribe, recibe sus primeras clases aquí, igual que Humphrey Gilbert, quien será el primero en declarar la posesión formal de suelo americano para Inglaterra, y su medio hermano Walter Raleigh. Se trata de personajes menores que en la isla se vuelven Sires y comienzan a hacer de su nación la tierra de las ultramarinas promesas y la avidez sin escrúpulos, dando forma a la mentalidad que permitirá toda clase de extremos con los pobladores del Nuevo Mundo.
“Los irlandeses fueron tratados de la misma manera con que más tarde se trataría a los indígenas americanos”, escribe un historiador alemán sobre la conciencia colonialista iniciada aquí y que hace familiares a los contemporáneos las frases puestas por Shakespeare en boca de Ricardo II, uno de los precursores de la tarea:
Era preciso exterminar a esos bárbaros y velludos kerns,
que viven como veneno donde ningún otro veneno,
excepto ellos, tiene el privilegio de vivir
El noble inglés que nos trae las escenas de la campaña de Munster, bien podría hablar del trabajo de las compañías coloniales en Norteamérica al exclamar horrorizado: “No se daba mayor importancia en aquella provincia a la muerte de un nativo que a la de un perro rabioso”. “¡Busquemos alguien que matar!”, era la frase de los oficiales de la reina Isabel, protectora del teatro, cuando el aburrimiento los alcanzaba o sentían enmohecer sus miembros, en los descansos de una empresa que copiaba a la de los adelantados españoles de las Antillas, de Mesoamérica o el imperio inca sin cargar Leyendas Negras. El Raleigh vitoreado por los libros de texto, que en breve despejará el camino a la fundacional Virginia de Norteamérica, comienza a labrar su destino en esta Irlanda, encabezando el degüello de 400 rebeldes para recibir en recompensa diecisiete mil nada despreciables hectáreas.
Gracias a estos esforzados y a sus seguidores, en poco más de cien años y a pesar de la constancia, la extensión y la ferocidad de la resistencia acaudillada por hombres a la altura de los legendarios guerreros celtas de la isla, todo habrá pasado a ser propiedad o derecho de alguien. Del gobierno, de la Iglesia y de los terratenientes ingleses, antes que nada. Aunque no es sino el principio del despojo y de la rabia del pueblo, para quien más que nunca el pasado y la patria adquirirán hermosos, enormes y desgarradores tamaños.
Es entonces que no se sabe si un poeta presagia o promete:
El mar será un fluido rojo y el cielo como sangre
Sangre roja de guerra teñirá el mundo hasta la cumbre de los montes...
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Nuestra Red de agujeros, hoy Casa del horror, E y S, está íntimamente relacionada con esa Irlanda donde nació Brian O´Donnell. Nada escapa a lo representado allí, cuando Todo lo sólido empezó a desvanecerse en el aire (1).
1. Carlitos Marx.
"Sur, geografía profunda"
Prometo pasar la nota que para ustedes, nietos, hice una madrugada frente a un lago, dos mil kilómetros al sur.
Apenas regresé las hermanitas me convocaron, no hubo tiempo para contarles y el día siguiente amanece con cuatro parejas y media durmiendo como pueden y quieren en la casita.
Sombras, todos iluminamos... la sombra, claro, y cada una a su modo. Yo parezco estar allí y cada vez más ando en otra parte y ruego se marchen los demás para ocupar de nuevo mi soledad.
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Este apunte no debería estar aquí, E y S, donde sólo cabe lo trasegado. ¿Simplemente me equivoqué o nos conduzco a un punto oculto también para mí?
Las primeras búsquedas, a los veinte años, fueron hacia el norte. ¿No había o no entendía el abismo?, pregunto al yo de entonces, que no puede contestar así estemos cara a cara, en presente los dos. Presente perfecto hoy, aclaro, pues apenas contengo la necesidad de hablar con la Inesperada.
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En sus vacíos y su lenguaje cifrado los cuadernos terminan asemejándose a una novela, creo. En el primer miércoles mis sesenta y nueve años saben por fin sin dudas que son uno, este a la vista. El resto apenas se insinúa, sin importar lo mucho detrás de ellos.
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Sur, geografía profunda(1). Saco de la maleta los papelitos que encontré en el cuarto de hotel cuando esa madrugada una semana atrás no había más donde escribir. Huelen a trópico húmedo, mil seiscientos metros sobre el nivel mar, deducimos entre la niebla, pues los cafetales necesitan altura y de mañana hubo una visita a ellos:
El lago frente a mí tiene una calidad fantástica con su cordillera al fondo. ¿Existe o es nuestro hotel quien nada en la imaginación, sólido que se desvanece en el aire contra esa terca tierra bien enraizada en milenos de historia, como las montañas que un volcán corona?
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El Sur geografía profunda está por todas partes un mes después del viaje y basta con andar por nuestra ciudad. Lo encuentro en las charlas con Armando, Emilio, Fernando, o al buscar a Aldebundo entre rutas un poco enredosas, y a sus miles de compañeras y compañeros, o en el campamento que se vuelve mi segundo hogar y representa a multitudes. Aparece también durante las nuevas pláticas sobre el joven sin rostro.
Me muevo allí sin dejar huella, S y E, pues no hago sino acurrucarme. Si algo aprendo no servirá para nada ni nadie, incapaz como soy de traducirlo y tengo a la edad en contra. Ocasionalmente lo que me pasaba desapercibido se descubría madurando dentro de mí. Ahora lo aprovecho por instinto. ¿Para qué? Imposible saber.
Sigo en la azotea a mis ocho años. Sólo llegan reflejos. Entre el campamento Lupita es una nueva Felícitas.
1. Armando Bartra.
Calzada
La Inesperada es el gran amor de mi vida y pudo venir sólo cuando envejecí.
Si soy un cronista que jamás fabula, nietos, a ustedes toca discernir cómo cumplo el oficio esta vez, les digo en un diario dedicado a ella.
La declaración sirve ahora, al detener nuestro ya único cuaderno. Continuaré mañana, claro, pues lo necesito, consciente de que sólo por casualidad me leerán. ¿Fallé?
Una viñeta da explicaciones. Pensaba dejarla fuera y como el plan se alteró, la sumo:
De joven dejé creer a los amigos que en cualquier momento me presentaría con una novela. Un día fui puerta por puerta deshaciendo el enredo. Era tarde y corrió la especie de que la autocrítica me devoraba y a la basura o a cajones bajo llave iban espléndidas o prometedoras cuartillas. Ni asomos de eso existía. La confusión la originaron centenares de hojas sueltas garabateadas desde la infancia, que aún conservo.
Pruebas de cariño se empeñaron en llevarme a las editoriales y apareció una decena de libros, todos en mayor o menor medida sin pies ni cabeza. Había una porción de buenas cosas allí, como en las roscas de reyes del pan de cada día donde colaba la vocación de cronista -de modo que las patronales se encontraban de súbito mordiendo al santo niño y cargaban a paraguazos contra mí persona.
Al reunirse la pedacería tenía cierta correspondencia y en casa iba creciendo lo que al decir de Juan no pretendía narrar sino entender. Lo hacía gracias a la prodigiosa facultad de las palabras. Persiguiéndose unas a otras sin un continente yo capaz de apresarlas, revelaban el mundo a mi alrededor.
Hoy éstas y aquéllas gritan por un lugar a propósito, no importa si las atestiguan o las tiran a locas.
Juan contempla el espectáculo y echa lazos. Le tiene sin cuidado si el asunto termina con pastas y lomo. Lo que vale es el paseo por la Calzada de los Misterios.
(La Calzada existe, S y E, con doce túmulos para postrarse ante los bíblicos actos de fe. La construyeron hace casi quinientos años sobre una de las tres que unían con tierra firme a nuestra hoy ciudad monstruo, y así superpone visiones encontradas del mundo y misterios, justamente, pues la civilización que quedó oculta jamás se nos develará bien a bien. Por eso la visito cuando cada poco los cuadernos preguntan.)
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A buen entendedor bastan dos docenas de líneas, S y E.
De cunas
Un nombre, sólo eso tengo: Teresa. No sé incluso si te veo, a tus ocho años justos en la aldea a tiro de piedra del mar tempestuoso, donde crecerá tu nieto y abuelo mío. Hay por allí macizos de álamos, abedules, castaños, "cónicos húmeros”, campos de trigo y maizales, pero no donde tú, niña, que andas a cielo abierto, los pies eternamente mojados por la esa sí “tupida hierba fresca, jugosa, oscura, aterciopelada”.
¿Juegas camino a la leche que los vecinos te dan para llevar a la ciudad, según figuro? Casi puedo tocarte y ni eso preciso. Tampoco tu cuerpo que huele y sabe a lo que no descubriré jamás, tan una pregunta como tu andar, el modo en que te abres a la sonrisa o tu rostro, de piedra, se resiste a ella, o en el que tus brazos se extienden y recogen o te llevas la mano al cabello húmedo por la lluvia menuda y sin descanso.
Eso, de agua y tierra te compones doscientos años antes que yo, sustancia por entero distinta a cuantas topo en mi realidad a un océano de distancia, no menos ancho y ajeno para un mortal que "el giratorio curso de los cielos".
Te miro y no consigo dibujarte ni a lo incierto, presencia indiscutible que no hay modo de atrapar, cuando no te caben en la cabeza, y por lo tanto no existen, no lo harán nunca, quizás, Cándida, tu hija, ni el hombre a quien persigo posiblemente con la misma falta de fortuna, y menos, claro, el yo que en la silla se borra tal si le pasarán una goma encima.
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Cuando nacieron empecé para ustedes, nietos, lo que en este caso se nombra a lo exacto: un diario. Los veo casi sin falta las tardes de lunes a sábado, y escribo y escribo en el cuaderno.
De todo cuento a su futuro. Hoy les digo que en mi cuna de niño pienso contemplando las suyas, y miento. Cierto que tanteando su fortaleza trepo el barandal de la E, me echo y lo primero en atraparme es el olor, pues paso la nariz por la pequeña almohada y el potro de peluche al que se abraza para dormir y no puedo clasificarlo, como luego en de la de S, igualmente distinto e imprevisto.
Mi memoria está por entero ahí, extrayendo sólo lo necesario para ajustar al tiempo al cual me introducen ustedes, los gemelos. Poco antes de llevarlos a la guardería E retaba a la gravedad por vez número mil en diez meses, en persecución de la arisca gata por un barandal. ¿Intuyo lo que descubriré muy pronto: la ardua conquista de la libertad, conculcada otra vez apenas lo logre para empezar de nuevo el ciclo?
Mientras, S, potencia pura, desde el juguetero continúa la experimentación cuyos resultaron consultan juntos en los diálogos sin sentido a nuestros torpes ojos, incapaces de descifrar el juego de murmullos, miradas, gestos, demostraciones través de objetos, justamente de cuna a cuna.
Es eso y muchas cosas más las que me capturan cuando el lugar queda en suspenso, esperando su regreso, sin faltar las motas de polvo y su bailoteo a la luz del ventanal a la calle, hermanas suyas en sabiduría.
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Uno mira sesenta años un retrato. Lo mira de día y de noche, casi siempre sin darse cuenta, en eso que llaman el subconsciente. Del hombre que aparece allí ha escuchado hablar a la esposa, a unos cuantos viejos amigos, a las hermanas, los cuñados y los hijos, de él. Los ha escuchado repitiendo el puñado de anécdotas que su memoria seleccionó.
Hay también una docena de fotografías dibujando sin variar a un ser de mediana estatura para su tiempo y clase, en el cual se dibuja una insobornable voluntad cargada de silencioso, cumplido orgullo. Con las fotos va un batallón maletín marrón de cuero, dentro del cual reposa una veintena de cuartillas en máquina de escribir, que quedaron a medio camino en el intento de hacer un parco resumen autobiográfico.
Veo otra vez la fotografía que le escogieron para ser famoso. Está de pie, el pecho y los hombros parecen no caber en ningún traje, de tan generosos y altivos, como los brazos sueltos a un lado, de piedra, se diría. Hay un detallista esmero por la apariencia personal, un rostro tallado a lo Picos de Europa y una sonrisa apenas esbozada en la boca y los ojos, que hablan de sencillez y resultan un misterio.
No juego al cuaderno, realmente lo intento. Al capricho hago capítulos, S y E, al capricho termino el primero aquí y para anunciarlo uso cursivas. Estoy más loco que lo previsto. Si siguen leyendo aguanten otro poco, antes de tomar una decisión juntos.
Doy una batalla y si la regla dice que es mejor retirarse a tiempo, no
debo hacerlo en este punto, pues me toma a medio camino. Cuando lo decida,
empezaré otra vez. Se aprende caminando, ¿no dicen?, y de porrazos sé mucho.
II