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miércoles, 11 de octubre de 2017

Volver a los diecisiete

No hay día sin que escuche al Mr. de ida y vuelta por la Autopista 61, deteniéndose para hacer el amor a una granjera y en segundos salir por la ventana; experimentando la tercera guerra mundial en calles donde se diría no pasa nada, o rumbo a un valle que guarda a la más misteriosa mujer.
Mientras él anda sin parar, yo invariablemente a la primera obligada pregunta de los que llaman por teléfono, respondo:
-¿Qué hago? Ya sabes: duro on the road de la recámara a la sala.
Detrás de la broma el viaje para encontrar la batalla de todos y todas por la vida cotidiana clavando tumbas en cada uno y una.

Eso era hasta hace una semana, cuando me ofrecieron volver a los diecisiete. 
Viajo y en una estación escribo al futuro de los nietos: “Quisiera no estar tan cansado y olvidar la siesta, pues es justo el tiempo, ya que a occidente el reloj se me adelantó una hora… Quisiera, los nogales de la calzada… "
Volver a los diecisiete... Al final de un libro digo que hace treinta años y cinco años debí abandonar el Santo Lugar y que no me había recuperado de ello.
Hoy es ayer y no ahora... confío.

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Pasaba apenas los veinte años cuando en tren regresé del viaje que me conduciría a Filiberto y el Santo Lugar. Al amanecer las vías parecían museo de nuestra miseria urbana, generación tras generación. No había allí una mancha imprecisa sino el relato pormenorizado, y hombres, mujeres y niños se contaban uno por uno, con historias escenificadas a fragmentos, pues la marcha era muy lenta y a ratos parábamos.
El fenómeno tenía características propias en cada tramo y una lógica progresiva, que confirmaría cuando  volviera para hacer el recorrido a pie. Representaba la lucha por la tierra a toda costa y los pobladores recientes, al inicio del trayecto, eran más voraces, y quienes lo iniciaron habían alcanzado una descomposición irreparable. No se trataba de predios tomados con espíritu social, comunitario, como las colonias que entonces comenzaban a crearse por todo el país tras organizar grupos más o menos sólidos, bajo banderas o liderazgos políticos. Eran llana comedia humana precipitándose por décadas, y mucho más tarde el hombre de La piedra me interiorizaría en ella.  
Así resultaría cada día en adelante para mí: un viaje a las estrellas, así lo hiciera entre la recámara y la sala.
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Cincuentón, me pidieron editara entrevistas e mujeres. A una cuando niña la regalaron a unos parientes para que les cuidará borregos a cambio de casi nada. Su soledad era cósmica y púber escapó a nuestra ciudad y con sobrada preparación se ocupó en ásperas tareas. 
No conoció hombre hasta que ya mayor alguien con la vida también a cuestas y dos hijos le descubrió el filón y ella puso un puesto callejero y tuvieron así casa propia, levantada piedra a piedra. El tipo se pasaba de listo y los niños encontraban solo silencio en la mujer, quien terminó echándolos a los tres.
Otra padeció un padre abusador, la cucó un padrote con rostro de novio y ahora rentaba su cuerpo por pocos pesos a calle abierta, celosamente vigilada entre muchas. 
Una tercera descubría qué tan poco amable pueden resultar los días de niñas campesinas con hogares bien asentados. Creo que en su caso la estrevistadora se esmeró buscando el lado oscuro y tuvo razón a final de cuentas. El remate era la experiencia como sirvienta -siempre sin eufemismos-: por cama un colchón en plena sala, que debía recogerse al amanecer y tenderse cuanto terminaba la jornada familiar; reticencias para dejarla salir los domingos; amo exigiéndole favores sexuales...  
El crimen organizado estaba en pañales entonces y no había violaciones tumultuarias por sistema, ni destazadas, ni fiebre de feminicidos, ni más horrores luego cotidianos, potenciados por esa guerra silenciosa en que participan fuerzas públicas.
La vida siempre fue muy dura para las mayorías, donde quiera. Cuando mis bisabuelos se encontraron, con frecuencia reportaban recién nacidos a solas en el río, por ejemplo, y el escritor al cual rindo culto narró la terrible historia de los niños en las Cruzadas.
Rastreando a O´Donnell encontré mil testimonios como estos:  
"Estaba casado con una mujer muy trabajadora, una modista que podía pagar un chelín diario. Pero murió. No pude pagar la renta, me embargaron la cosecha. Mis hijos caían muertos, no podía conseguir patatas para ellos..."
"Entré a una choza cercana a Ball, en Tyrone. La familia estaba comiendo. La comida consistía solamente en papas secas que había en una cesta apoyada en un recipiente en el que se habían cocido. El padre estaba sentado en un taburete y la madre en un montón de turba. Uno de los niños tenía una caja de paja, el más pequeño estaba tirado en el suelo y había otros cinco de pie alrededor de la cesta de papas. Las papas estaban sólo medio cocidas, pregunté la razón: 
"-Se pegan a nuestras costillas y así podemos ayunar por más tiempo-, contestó uno de los muchachos."
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Pregunto mucho a la gente sobre sus vidas personales, incluso cuando en principio hablamos para otras cosas. Las mujeres son siempre más interesantes y abiertas.
Cuando se trata de compañeras en lucha, trás ésta me descubren historias cuyo tesón apenas puedo concebir.
Rosaura estuvo en una segunda etapa de la huelga que quizá retó como ninguna al poder regional -tal vez exagero, recordando al Charras, a quien la Casta Divina desolló hace cuarenta años-. Era hija de ejidatarios en el norte y contra mi sentido común odiaba la vida que les había tocado. Insistió e insistió con el padre, para dejarla marchar a la ciudad cercana. 
Con trece años mi hoy amiga hizo de sivienta y terca como mula consiguió que la noble patrona le permitiera estudiar. Hizo una carrera y trajo a su familia. 
No representaba así la cultura del esfuerzo. Lo suyo era reivindicar al ente colectivo, primero en casa y después en una fábrica donde se hizo contadora. Aprovechando el puesto como organizadora, ganó la confianza de los trabajadores compartiéndoles información confidencial. 
Reproducía así a mi abuelo, quien a los doce años tomó en sus manos el futuro de los padres y las hermanas.
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-Es que la piedra -dijo y no le hicieron caso.
Estaba sentado en el porche del ahora decoroso hogar que gracias a un proyecto comunitarió cambió cartones y láminas por cemento y ladrillos. Con otros había asaltado años antes la vía abandonada del tren en una ciudad mediana y primaveral, para vivir vendiendo basura. Todo el país urbano tenía zonas semejantes, a veces llanos, gingastescos tiraderos que infestaban de enfermedades a su gente. Para mí se exhibían por primera vez. 
-Pero habíamos quedado -insistió cariñosamente el compañero que hacía tiempo ayudaba a las dos docenas de familias, tras trabajar con niños en situación de calle. Los desperdiciós inorgánicos estaban apilados ordenamente atrás y al costado del hombre a horcajadas sobre un desvencijado sillón, cuyos ojillos despedían la más tenue luz que yo viera. 
-Es que la piedra -volvió otra vez. 
De cuán triste podía ser una vida supe por mujeres a quienes seleccionaron justo por ello, y volví a preguntarme como devinieron en miserables ciertas personas y no regiones precisas, en estas tierras que conocía más o menos bien por su historia. No sabía nada, iba a entender con los años, pues la pobreza de mis viejos y nuevos compañeros era relativa y siempre en pelea proyectaba dignidad y futuro por conquistar. 
Tercer afectuoso señalamiento al hombre por el desorden.
-Es que la piedra -repitió ahora haciendo atrás la prematuramente gastada humanidad. Entonces apareció una soberbia roca llegada allí volando cuando construyeron el rico fraccionamiento a nuestras espaldas.
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¿Cómo aquél hombre llegó a tal estado?
A menos que hayan sido sumidas en la pobreza extrema, nuestros comunidades no tienen seres semejantes. Su gente tiene una dignidad esencial y se romperá por fuera pero no dentro, a la manera de los paisanos de O´Donnel tiempo atrás:
"El recipiente de papas del irlandés colocado en el suelo, con toda la familia alrededor, el mendigo sentándose también con una cordial bienvenida...
Las comunidades entre nosotros son relativamente pocas hace rato, cuando la pirámide demográfica se invirtió en cuatro décadas y los campesinos qudaron reducidos al veinticinco por ciento de nuestros habitantes. 
Quienes migraron fueron encontrándose cada vez más al viento personal. Y por ello la mujer que regalaron esas mujeres cuyos testimonios edité, quienes habitaban junto a las vías y el hombre en el porche, justificándose.
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Selecciono fotos que envían de mí. Parezco agradable y todavía joven a los setenta años. Otras me registran decrépito y tras horrorizarme pienso: retratan también la realidad alrededor.
Nacido para triunfar, decía el rótulo que ante un espejo descubrí al volverme universitario, y de oficio equilibrista caigo siempre parado, aclaré antes.
Busco a la tatarabuela Teresa, a Rosaura y los iguales de O´Donnel, y si el hombre ante la piedra me entristece, mi pregunta no es por sus posibles errores: intenta entender quien lo regaló o abusó o secuestró cuando niño, al modo de aquellas mujeres.
De allí los retratos.