La amiga me comparó con el personaje de
una novela, sin salida en el rincón de sí mismo. Monté en cólera pues daba una
lucha en regla contra cuanto el hombre representaba, empezando por la autoafirmación
que desdecía al mundo. Bueno, a final de cuentas su residencia eran quinientas
cuartillas y yo tenía una vida.
Me lo encontraba cada poco, compartíamos
ruindades y cada vez que él iba a asesinar a la anciana agiotista en un sórdido
edificio, servía de señal para mis sesiones de conventual disciplina y los
paseos a la familia que ella echó a la calle, y a su gusto por los románticos,
oscuros nichos, contestaba yo con cursis o anodinos pájaros y luces.
Dos caras de la misma
moneda, pensaría cuando mucho después la corte me exigiera encabezar el reclamo
a alguien muy cercano acusado de una infamia. Vería en el acto la misma miseria
que llevo a la amiga a compararme con el personaje.
A la vista mis malas obras
se reducían a las de un ratón royendo en los demás sin mayores consecuencias.
No era así, entendí en el departamento donde Él y Ella, y a ratos el viejo
miedo allí ante el espejo descubría una horrible deformidad.
Cierto que quizás y sólo
quizás la primera vez el monstruo en el espejo no era yo sino el mundo tras el
plácido rostro alrededor, desnudado por la condena al hermano menor. ¿Cuánto
conocía de horrores entonces? Todo, desde apenas nacer. Unos obraban lenta,
silenciosamente, y otros en estrepitosos golpes.
El monstruo contra el cual
en casa, en la calle, en el interior de cada uno y una se levantaban mámparas
quién sabe cuánto para expulsarlo y cuánto para su mejor guarda, cayó sobre el
indenfenso niño de nueve meses. Tomó tiempo que volviera a su rincón, y no más,
y años luego huía de la sospecha de encarnarlo por entero. Mis sueños eran de
una meridiana elocuencia: un campo de exterminio, yo en uniforme disfrutando el
paso de las pilas de huesos.