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viernes, 25 de enero de 2019

A lo vil



La amiga me comparó con el personaje de una novela, sin salida en el rincón de sí mismo. Monté en cólera pues daba una lucha en regla contra cuanto el hombre representaba, empezando por la autoafirmación que desdecía al mundo. Bueno, a final de cuentas su residencia eran quinientas cuartillas y yo tenía una vida.
Me lo encontraba cada poco, compartíamos ruindades y cada vez que él iba a asesinar a la anciana agiotista en un sórdido edificio, servía de señal para mis sesiones de conventual disciplina y los paseos a la familia que ella echó a la calle, y a su gusto por los románticos, oscuros nichos, contestaba yo con cursis o anodinos pájaros y luces. 
Dos caras de la misma moneda, pensaría cuando mucho después la corte me exigiera encabezar el reclamo a alguien muy cercano acusado de una infamia. Vería en el acto la misma miseria que llevo a la amiga a compararme con el personaje. 
A la vista mis malas obras se reducían a las de un ratón royendo en los demás sin mayores consecuencias. No era así, entendí en el departamento donde Él y Ella, y a ratos el viejo miedo allí ante el espejo descubría una horrible deformidad. 
Cierto que quizás y sólo quizás la primera vez el monstruo en el espejo no era yo sino el mundo tras el plácido rostro alrededor, desnudado por la condena al hermano menor. ¿Cuánto conocía de horrores entonces? Todo, desde apenas nacer. Unos obraban lenta, silenciosamente, y otros en estrepitosos golpes. 
El monstruo contra el cual en casa, en la calle, en el interior de cada uno y una se levantaban mámparas quién sabe cuánto para expulsarlo y cuánto para su mejor guarda, cayó sobre el indenfenso niño de nueve meses. Tomó tiempo que volviera a su rincón, y no más, y años luego huía de la sospecha de encarnarlo por entero. Mis sueños eran de una meridiana elocuencia: un campo de exterminio, yo en uniforme disfrutando el paso de las pilas de huesos.