Entre
el rebozo voy metido, contra el cuerpo de Ella, y el mundo se posa.
Quizás es por el propio rebozo de insolados colores, el ritmo de
nuestros pasos, que ella guía, y su canturreo imperceptible al
descubrirse no sé de qué segura manera, como más tarde en los dibujos de
la cortina del cuarto.
Así,
con el asombro mío, sin la conciencia suya, subimos y bajamos por el
país de pozos que se imbrican y se desconocen, y no temo ya, por lo
tanto, al temblor hacia el cual trataba inútilmente de dirigir la
atención de mamá.
Lo
hago en la gran avenida, digo y paro, pues la ciudad monstruo las tiene
a montones. Ni siquiera apelando a la edad vale destacar esta, pues
otras son tan o más antigua. La gran avenida, aclaro entonces, que
escojó para Ella la tarde de nuestra primera cita y para mí a solas hoy,
veinte años de por medio, a mis cuarenta y pocos..
La
avenida, pues, cuando ha caído, al modo del barrio de La Parada y quién
sabe cuántos más, y no es sin embargo mero desperdicio por el río de
gente que ahora la usa no de imán y pasarela sino de camino, a pesar del
parque a la vera, nutrido de robles, álamos y abetos con siglos dentro,
fuentes, calzadas, a punto de la desolación.
Delante
de mí marcha un hombre de hosco continente tras el cual pretende
defenderse sin fortuna, que no hay quien no descubra en él al habitante
del purgatorial último círculo del servicio público. El traje lustroso a
fuerza de ser el segundo de los dos al que tiene derecho, lo exhibe,
como el par de zapatos clamando por la docena de junturas a punto de
reventar hace rato, cuidadas por el meticuloso andar consciente de que
todo tiene un precio impagable fuera del séptimo año de los ahorros
previstos.
Se
hace ojo de hormiga el personaje en la avenida, y sin duda también en
la oficina y el hogar, donde desde muy pronto debió renunciar a la
implantación del consabido reino. Y así está en el polo opuesto de la
mayoría del país, aquí a medias representada, a la que jamas apenan las
señas de la miseria porque jamás se compara con quienes a su lado
pueblan una nación extranjera.
Él
sí y por ello no más de dos docenas de palabras al día le salen por la
boca, apuesto, la mitad de Sí, señor, y el resto en monosílabos que
despotrican. Es justo el mutismo el que revela la espesura de su bosque
de justificaciones, quejas, caprichosas interpretaciones de cuanto
sucede en el mundo, de la guerra en Medio Oriente a la conquista del
espacio. Como un cadáver se mueve entre nosotros, y en el interior se
agita más que ninguno.
Afino
el oído, la avenida resulta un casi insportable concierto de voces
corriendo por las cabezas, en medio de las cuales mis pozos y demás se
pierden, y vuelvo a la quietud en que Ella me envolvía con su callado
canturreo y yo con el mío insitiendo en la frase de una canción: en la
ciudad y en el campo ríen como nosotros. Rién y gimen, digo esta mañana.
-Mi,
mí, mi, y tú, tu, tú, hombre de unos metros delante y traje lustroso;
madre e hija de la mano, que rozo al cruce; jardinero inclinado hacia
las margaritas en el parque, payaso en infortunio, flaco círculo en
torno tuyo, joven mujer de la tienda de discos que por la ventana evitas
el trabajo, coro de la avenida toda, en silencio levantándose a la
manera que bien conoce mi mes universo en la cuna.