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viernes, 20 de agosto de 2021

El Idiota. II

Más últimas cuentas.

-Los nacidos para ganar... -dijo para mí el amigo como en una confidencia y hablando de sí mismo.

Sentí que debía responder también con sinceridad:

-No soy inteligente. 

Me miró extrañado, preguntándose, digamos: 

-¿Quien en su sano juicio suelta algo así?

-El Idiota -contesté sin palabras.

-Te falta atrevimiento- era una frase que parecían tener en mente quienes aquí y allá trataban conmigo. El propio amigo, por ejemplo, lanzándome al ruedo con insistencia. O la que a modo de piropo dijo en público: 

-Pudiste conseguir cuanto quisieras. 

-¿Represento el fracaso? -respondí. Faltó agregar ¡Aleluya! volteando hacia Doña Angustia, fidelísima compañera desde niño, para un diálogo más o menos así:

-No nos comprenden, señito. Cumple con la vida, que pide muy poco para apresarnos, tenemos por manda, y ya ve. 

-Llorón.

-Esa sonrisa suya no tiene precio.

El Rascamapache versión Kurosawa, quien por única vez no entendió.

El niño no moriría ni su hermano mayor penaría. 

El sueño habría de materializarse.
Papá jamás lloraba. No lo conseguía ni proponiéndoselo, según entendí cuando a solas aguantó bajo la tormenta el sepelio de su madre, castigándose pues no le salía una lágrima. Al fin pudo, por culpa mía.

-Lo dormiré tres días y no hay manera de asegurar que al término seguirá entre nosotros -dijo un médico tramposo al hospitalizarme, y él, papá... 

Mamá estaba tranquila y a solas después exigiría:

-Esfuérzate. 

Mujer amorosa y sencilla no pedía más que lo que daba (Madres). Era el mínimo a cambio por compartir tal maravilla: Uno.

Lo demás fueron premios inesperados y equívocos y veleidades que obligan a disculparse. 

-Fiodor, la pureza no existe. Usted en el laboratorio de letras fabricó una. Genial. Calle afuera:

-Dodes Ka´den, Dodes Ka´den, Dodes Ka´den.


 

     

viernes, 6 de agosto de 2021

Tiempo de caminar. 3

 La presencia de la mujer era abrumadora en cuanto el paseo distraído de los ojos recogía. En las representaciones del colgajo de collares, por ejemplo, o en las mariposas y las primaveras, como alguien me dijo se llamaban aquellos pájaros de pecho generoso, que coqueteaban en el marco de latón del espejo contra el nicho del armario de madera cruda, sencillo y luminoso. O en la imaginación de la que hacía de mesa de noche, que resultaba una incógnita en el celo por la austeridad aparente -la lámpara y dos o tres objetos más sobre el metro cuadrado de la hoja de madera-, desmentida por los mundos de la trama del rebozo improvisado de carpeta con sus fantasías de una geometría a primera vista de extrema sencillez, en la cual podían sospecharse siglos de secretos y fracturas heredados.

Ella a plazos apremiante y pospuesta, entregada y esquiva, y en verdad siempre inaprehensible, como entendí de nuevo al topar los dibujos de la cortina y el tiempo de principio a fin suyo que estaba en ellos, recreado hilada a hilada, donde parecía adivinarse todavía el tarareo en silencio que acompañó un paso tras otro de la aguja, incapaz de decidirse por pudor o miedo a reproducir la estampa clásica del ama de casa. Ella por todas partes, también en sus ausencias. De los sartales de la cajita destapada como por casualidad, que descubría el desbarajuste de anillos y aretes y pulseras, a las puertas entreabiertas del clóset por donde asomaban los bolillos de un vestido, un par de zapatos de tiras, el encaje de una manga, encontraba las mañanas en las que la radio, a un volumen que casi sólo ella escuchaba, daba la impresión de hablarle de cantinas y hoteles de paso y suertes de equilibrista, mientras el trabajo sirviéndole de pretexto se vestía una blusa volada, la invitación de las faldas de algodón que le ceñían los muslos al paso y el desafío de las grandes arracadas, preparándose para desaparecer hasta no había modo de calcular cuándo.