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jueves, 18 de junio de 2015

Desde la azotea. II

Paciencia. Debo corregir, borrar repeticiones, esforzarme en que el críptico estilo no lo sea tanto.

II
Fin y principio
Nietos, el cuaderno avanza sin orden y puede extenderse casi interminablemente. Para que se detenga cuando las circunstancias decidan, debo hacerle un final. No daba con él hasta ahora en que viene por sí mismo, o eso creo o sin duda me equivoco, claro, como no lo pensé, es tan obvio y ya ni modo pues solté la lengua y teniéndome como hombre de principios, a cumplir se ha dicho. 
(-Calla, Mero. Tu humor sale sobrando siempre y más ahora, cuando falta nada para morir, nosotros y ellas y ellos. 
(-Por primera vez diré Lo siento, aunque llevo la razón, piénsalo un poco sino.)
(-Gracias, quizás tienes razón, o seguro... ¿Ves? Te odio. ¿Qué hacer, entonces?
(-Pon Fin, y sanseacabó.)
(-¡Estúpido!
(-Tranquilo. Repara dos veces en mis palabras. ¿Venderás al hermano pequeño? 
(-No hablaba de él.
(-Pues tendrías que hacerlo. Mírate, ovillado bajo el tinaco.
(-¿Recuerdas cuando subimos por primera vez? Los tendederos, la ropa al viento, nuestras madres recibiéndonos, el maravilloso espectáculo abajo.
(-No escapábamos, fuimos al encuentro.
(-¿En verdad?)
Esto terminó, punto.

Ellos
Hay un hombre en uniforme policiaco al principio de la noche. No veo el rostro por más que escarbo diarios y registros penitenciarios tras su detención y repentina puesta en libertad. Las fotos de los demás implicados están ahí. Él, X, aparece como una fantasmal silueta, no importa que perteneciera a varios cuerpos de la fuerza pública. Tiene cuarenta años, dice la ficha. ¿Se parece a los otros, cincuentones y sesentones?
Odia esa calle y cuantas cruza cada vez pues se solapan tras la vida, el ir y venir de las detestables criaturas que gritan por una mano que los borre para siempre sino fuera porque sin ellos él no tendría confirmación.
Hago alto pues proyecto en el tipo al siniestro personaje de la fábrica-pueblo cuarenta y cinco años atrás, y entonces lo pierdo. ¿Puedo acercármele si no lo conozco? Es real, como cualquier otro en los cuadernos. ¿Temo su respuesta o la de quienes lo usan y solapan durante una jornada fresca en la memoria social, tras un probable encuentro de estas líneas por motivos que no vienen a cuento? Sí, desde luego, pero más miedo tengo a lo otro: hurgar en donde para mí hay sólo pálidas sombras. Deben bastarnos con éstas, elocuentísimas, que nos devuelven al origen de las viñetas, a su porqué.

Sin salida
El pestillo, la carretera insoportablemente recta, la manija, jala de ella. Así me digo lunes con lunes en la mañana temprana.
Ahora es noche y descubro el silencio sin elocuencia, regodeo de los demonios que conozco desde niño, cuando cierran la puerta para el privilegio del amo, proclaman, y los trescientos metros cuadrado son cárcel a través de las cuales paseo certificando que existe la nada escarbada por el filósofo a quien rindo culto.En medio de ella, pienso, y me revuelvo contra la idea.
El vacío viene de fuera y encuentra el mío, sigo y vuelvo a dudar, atormentado, a los veinte años justos, como el hombre en la novela que clama por ellos marchándose lejos de casa, a otro mundo, donde las referencias no se vuelven añicos y vuelan por la ventana del tren a impulso de mis manos, según hizo un segundo joven, él en un cuento. ¿O sí? No vivo de palabras y si los cito a ambos, ¿distintos e iguales?, es buscando con desesperación a otros, mis pares, que andan aquí y allá en lo siempre ancho y ajeno. ¡Basta!, digo ante la tan distinta ventana: el patio de una antigua hacienda, hace mucho fábrica, y sus sombras, que suben y bajan a cuentagotas ahora, noche, entre el par de construcciones cuyos obvios secretos, oscos, se niegan a revelárseme.
¡No!, grito en silencio, no soy el par de muchachos en los libros entrañables. Yo vine al encuentro de quienes me llaman desde niño… para topar y no lo mismo que ellos, pues uno halló, se halló por fin.
En cualquier caso esa nada resulta absurda, se bien. Fuera, en el patio y todo más allá lo que hay es exuberancia, y escapa a mis ojos y mis dedos, a mi humanidad entera, urgido de ella. ¿Está en verdad? Por la mañana usé la autoridad de la cual aseguran me invisten, para ordenar abrieran el monumental portón. Ahora tendría de una buena vez a los bien amados que entre los tróciles, las batientes, los telares me odian por respeto a sí mismos. Los tendría con el fascinante universo alrededor del campo en sus esencia. Y hubo sólo sequedad multiplicada y una llano que estruja, viento soplándome con asco y verdes matas en hileras hasta donde la mirada topa las espaldas de mis montañas madres, que eso hicieron, volteárseme como si no me conocieran. Pues si el hombre de la novela viajó miles de kilómetros, el hogar mío está apenas a una hora de distancia.
Fiel a la costumbre, en un pequeño escritorio doy cuenta del momento y sin saberlo el par de hojas que resultan comienzan un viaje a esta vejez temprana donde les busco acomodo para ustedes, Ohsis. Formarán parte de una breve serie sobre mi estancia en la fábrica-pueblo.
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Subir al tren, dije antes y repito ahora, en la noche de trescientos metros entre la más absoluta soledad. 
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Mis historias cifradas.
En la viñeta tengo veinte años, no hago todavía el viaje a la gran ciudad cosmopolita y en pícara versión Mero soy el del Memorable momento. Luego me convierto en trabajador bancario, H se sorprende de verme así y por él vengo a dar a la fábrica-pueblo, como futuro gerente. 
Debo aprender el arte del mando y su máxima: la soledad. Por eso tengo para mí solo el antiguo casco de una hacienda, lo que queda de él, y se me prohibe la relación con los obreros y nada más que una distante con los empleados. 
Éstos permanecen también en encierro de lunes a sábado incluido y reciben los alimentos en la cocina, a unos metros del comedor donde tres veces al día presido una larga mesa vacía.  
Miento un poco pues a veces enfrente toma lugar A, quien vincula este momento con el personaje que líneas arriba encontramos en una calle. 
La novela y el cuento a los cuales hago referencia vienen de Islas, nietuscos en el calvario que les ofrezco, jeje.  

Tiempo de caminar
En la mañana del departamento, junto a la figura recreada de Ella andan las muchas pequeñas criaturas mías acumuladas en el cuarto, el común atribularse de los olores rancios de la cama revuelta contra la paz en la cual el día se detiene cargando sus primeras como fáciles horas de registrar fachadas, ramajes, tableros de asfalto, y las trabajosas a punta de mujeres batallando, puertas que se abren y cierran, prisas, tumultos, niños en marañas y hombres conmovedores al aparentar que no conocen el miedo.
Es una paz tendida en la pequeña franja de sol entrando por debajo de la cortina, a través de la cual el patio interior del edificio se planta: el rezumar remolón de la sombra, el jugar a solas con el sobrante de los días en las ventanas traseras: el eco de las peleas y las voces llamando, el sacudir de manteles y mantas, los rostros que asoman de cuando en cuando. A la placidez la atraviesa la angustia por el tiempo. Como en los pasos de una mujer camino a la azotea ahora: el centenar de escalones difíciles, esforzados, ayudándose del pasamanos para poder con la tina y los años rumbo a la azotea, un momento en vilo, sin antes ni después, creación pura del patio universo que enseguida, contra la constatación del cielo inmenso, impávido, hace conciencia de su propia pequeñez y su marchitarse –el yeso descarapelado, los agujerones, las trozaduras- e intenta aliviar las fatigas de la mujer animando los trinos, los guiños de la luz en la pared.
Más acá el apenas perceptible canturreo de la vecina que señala el misterio bien guardado de la recámara, creciendo a lo repentino desde la penumbra que como siempre debe estar allá al fondo, donde casi no alcanza la mirada, por las disputas del comedor -la mera convención de los manteles de flores, el genuino orgullo del frutero, el vacilar de la vitrina entre las pretensiones del juego de cristal cortado y el vivo recuerdo de olores de los tarros descapuchados-, a la cocina, a un par de metros de mi cuarto, para celebrar la hora de mujer contagiando el chirriar de la hoja del anaquel, el caer del agua en el pocillo.
Como antes me pregunto qué será de todo eso en sí, en mí y en Él, agrego ahora, cuando al día siguiente nos marchemos para hacer de nuevo posible la vida.

Una cuadra más acá no sería el mismo
Mi casa estaba al pie de la avenida rematada en la esquina donde no era ya campo, sino pelea entre los llanos vírgenes, las huertas, los maizales y la nueva vocación de orillas de la ciudad, presente en el tiradero de materiales de construcción, la ladrillera, su miserable, hosco vecindario y la promesa de futuro vacilando en lo alto.
Con el trajín de los camiones de pasajeros, los siglos a montones del centro urbano resultaban un eco tanto más lejano cuanto más desaparecían los lotes baldíos. Para quienes vivían fraccionamiento adentro, eso era verdad sin tacha y así sin ojos. Para los de la avenida, no. Tras un premeditado vacío descubríamos un barrio antiguo que se montaba sobre los restos de un pueblo cuyos orígenes no podían precisarse en el tiempo. Invitación irresistible, nuestros paseos por allí descubrían con azoro una calzada de proporciones dos veces mayores que las orondas de la modernidad.
En claustro, los amigos de las calles traseras sucumbían al resentimiento de sus padres por mil ofensas reales o ficticias, que los condenaban a perpetuar lo más oscuro del país. Los de la avenida enloqueceríamos o saldríamos corriendo, o ambas cosas.
Sí, me niego a nombrar, a la convocación de los lugares comunes y las clases de historia.

Siluetas, el tiempo y la memoria
¿Me dejan poner música, Ohsis? Es por maravillosa y otra buena razón.
(Maravilloso(a) es una palabra que empleo mucho. En las lenguas hay sinónimos y no términos con idéntico significado, que por lo demás se transforman según las bocas a las cuales van a dar. El de ahora en algunos descubre a lo bello-sorpresivo.) 
Afirmo que envidio a un solo hombre. Si exagero o no sale sobrando. En todo caso hay dos razones. De la primera hablaré después y la segunda son las memorias de su infancia. Quizás por la presunta disfunción que le hizo pasar los últimos mucho años en un psiquiátrico, recordaba aquélla como si la viviera de nuevo, con una lógica por entero distinta a la de los adultos. El tiempo no existía sino como conciencia del día, ciclo perfecto, transcurso del amanecer a la noche, periplo completo, nacimiento y muerte, que obligar a agotar sus posibilidades desde el pequeño rincón desde el cual se lo experimenta, pues el más allá de la mirada no existe, reducido el universo, una cuna y el incompresible afuera definido por el paseo en unos brazos o centenares de metros, de acuerdo a muchas vidas sin secuencia, ocultando la anterior.
El de mi hermano pequeño, Uno también por lo que ya puede entenderse, es el de los nueves meses experimentados desde una silla de ruedas. Yo no he pisado el psiquiátrico y bien pudieron meterme en uno, porque desde los ocho años y gracias a la divina criatura que mamá obligó a los demás a reconocer, confirmo cuánto perdí al madurar, como equívocamente se dice presumiendo en ello la gran virtud que así descalifica a cuanto no se le aviene.
Me acerco al medio siglo de vida y por accidente paso los días en el departamento donde en pocos años ustedes nacerán, Ohsis. Me resisto a ocuparlo, mis cosas se aprietan en un cuarto y voy y vengo por la espaciosa estancia de grandes ventanales. Nuevamente expatriado termino haciendo caso a la amiga que insiste en que escriba sobre el tiempo de Siluetas. Tengo a la mano las pequeñas estampas hechas entonces y no alcanzan para el propósito. Paso meses reviviendo imágenes, aromas, sensaciones internas, en un viaje que evita a la memoria y su mañosa selección de recuerdos-representación. Otra vez adoro a la princesita, estoy en las incontables peleas por deporte, me entrego a las estúpidas canciones y vuelvo a morir a la manera de aquélla mañana.
La música que escuchamos es interpretada por un niño eterno. 
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Con el tiempo supe que el amor por la mujer, no importa si alcanza igual intensidad cada vez, nunca resulta el mismo.
El de la princesa de los quince años no era el primero. Antes lo había sentido en secreto por una muchachita que cruzaba en mi diario trayecto, y al poco por una compañera de colegio, distintos los dos. Éste, súbito y exaltado, y el primero con un sentido revelador que me condujo a las tardes tirado en la cama, con la ventana abierta a la parte trasera de la casa contemplando los tímidos brazos del eucalipto y el horizonte de nubes invariablemente altas, morosas, platicadoras y cargadas de misterio.
Desde ellas, el viento lamiéndome los pies y el pecho desnudos, avanzaba una sugerencia femenina que casi podía palparse. Se trataba, creo, de la mujer al fin fuera de mí, urgencia y paciencia sin contradicción.
La mañana cuando en el patio de la escuela se descubrió tras el capullo abierto de sus súbditas, la princesita resplandecía de arriba abajo: el suelto, largo cabello amielado, los ojos de avellana, los pródigos labios, los brazos duros, frescos, jugosos; las perfectas pantorrillas, la insinuación de los muslos y su cuenco, el permanente aire de recién salir de la regadera, la sonrisa de niña pícara e ingenua.
Apenas podía esperar para hacerme de aquella piel, de su aroma, del peso de su cuerpo contra el mío, del sabor de la boca, y del alma que insuflaba todo eso. Mía sin rastro de duda, deseaba, y la constatación no era un invento. Para mí, por entera, de entonces hasta la eternidad, que juro existía. Tanto, habría de comprobar durante el siguiente año y medio, que no costaba entender la decisión de Romeo y Julieta: impedido aquél, darse la muerte era el único, obvio paso para asegurar su tenencia.
Antes de ella el mañana había empezado a instalarse por primera vez a mí alrededor. Era a él a quien daba de patadas la primera generación de adolescentes en el país. Yo dejé de hacerlo, no tenía caso: no había más que ella, principio y final, no importa si nos veíamos sólo entre clases, el fugaz momento en que esperaba la recogieran al terminar y una tarde cada dos o tres meses, cuando el padre a su pesar se condolía.

Nos quedaban, sí, las diarias horas al teléfono, atravesadas por silencios mucho más elocuentes que las palabras, en el mundo que no iría a ningún lado pues no tenía dónde: estaba en el modesto, armonioso rincón hecho por mama en la planta baja para acunar su rotura, muchas veces mayor que las dejadas por Roldán cuando su descomunal espada bajaba por el centro de sus enemigos –y escojo con cuidado la imagen tratando de aproximarme a lo que recoge Fantasmas, otra viñeta de estos cuadernos. 
Por la encortinada ventaba al dulce oriente de la tarde, las ramas en sombra de la jacaranda sin flor a su frente se columpiaban en la síncopa permanente reinventada por el viento, circular regreso al origen, a la manera de los pájaros para quienes el día era nuevo cada vez, según me descubrió el hermano pequeño. Por la raja imperfecta entre el par de telas, un rayo de luz también siempre nuevo encontraba objeto volviéndose el escenario de las motas de polvo, bailarinas que se reían de la gravedad, al péndulo del reloj cucú.
Consciente todo de su único servicio: acompañar de mi lado nuestra historia sin historia, pues pasado y futuro no existían aun como espera de la mañana para vernos.
En el regazo de la princesita vivía, con su cara de dulce pegada a mis ojos, columpiándome en su sensación, de día y de noche. No había espejo. La imagen que me devolvía regresaba con tal prontitud a su presencia o su sugerencia, que ni un fino papel cabía en medio, instante obturado.
La princesita daba la impresión de compartir el sueño –digo sin la menor duda de que era así, L; lo digo a ti sino a la reservadas letras, en las cuales hago el viaje a solas-. Al menos eso parecía decir su mirada, la forma en que alojaba el cuerpo en mi costado o giraba la cabeza al intuirme, la voz de campanitas o en desmayo, sus manos, la escueta boca que permitía dejar contra la escueta mía, prudentes ambas por el convencimiento, creía yo, quizás los dos -de nuevo el absurdo titubeo duda, L-, de que tendríamos mil años para esculcarnos.
Te convoco ahora, en el momento y no en el recuerdo, y aunque me convenzo o quiero convencerme de que las palabras salen sobrando entre los dos, no puedo evitar decirte que el término es exacto: te adoro a la cerril manera de quien contempla lo que cree imprescindible para garantizar su estancia. Me completas, sin ti vacilo y te siento desdibujarte si no me tientas de algún modo.
Me detengo frente a nosotros recargados en la barda, nos miro fijo y apostaría mil a uno a que no está la pareja de jóvenes a un metro, quien pasa por detrás rozándonos, el resto del río alborotado al salir de clases, los gritos que nos dirigen, la urgencia del claxon de tu hermana.

Casi Memphis, Tennessee
Para Juan y para mí en aquéllos años, autobuses, unos cuantos trenes y caminos a pie, igual si duraban dos días que veinte minutos, nos condujeron a un paseo por las estrellas, de todo tan desconocido. Él se cuidaba de hablar de ello, para completar la impresión de que estar a su lado era mirar un espejo donde el mundo y uno se descubrían al borde de inesperados e inimaginables precipicios.
La primera vez que fue al extranjero lo acompañé. La emocionada forma con la cual aguardaba el despegue del avión, que tampoco conocía, la tradujo en un comentario:
-¡No tienen vergüenza! Uno esperando años para vivir la experiencia y ponen música de dentista.
Yo vacilaba entre lo aprendido y mi natural estupidez, y sólo gracias a él recordé que el mundo no dejaría nunca de ser ancho y ajeno, y que nada había tan falso como la moderna pretensión de andar largas distancias con familiaridad, cruzando pueblos, paisajes y humanidades profundamente distintos a los propios, sin acostumbrar los sentidos y la razón con la extraordinaria calma requerida, de modo que se marchaba sobre la nada, en una suerte de sueño.
Durante el viaje aquel al extranjero J era tan a la vista un hombre arrancado de casa, que quienes lo topaban se sentían incómodos y con frecuencia lo despreciaban, ni más ni menos que a un poblador del más primitivo, recóndito lugar. Algo semejante pasaba conmigo y con la absoluta mayoría de los viajeros que cruzábamos, sin embargo los otros nos esforzábamos por presentarnos como cosmopolitas, esa especie que cuando lo es en verdad encarna una extravagancia cercana a la de los extraterrestres: condenados, bíblicos, errantes vagabundos.
Expuestos al continuo, amenazador asombro, la conciencia de la soledad no hallaba reposo sino entre nosotros. Tanto daba entonces pasear por los puntos turísticos de una ciudad, que por sus espinosos rincones, y así una y otra vez topábamos con calles que un vacacionista o un agente viajero no habría visto jamás, en situaciones de las cuales salíamos con suerte justo por nuestra patente, humilde extranjería, que a su vez tomaba por sorpresa a los lugareños, por ello a ratos amables, interesados en el país del que veníamos, cuyo exotismo acostumbrábamos recrear para su beneplácito.
Habíamos descubierto este recurso en una pequeña ciudad metalúrgica digna de una película del cine romántico, donde a las preguntas de un muchacho de diez años convertimos a nuestro país en edificios curvados, campos grisáceos y cielos rojos, cuya existencia él se apuro a compartir con los escépticos amigos.
Por eso en aquél primer viaje no fue del todo un despropósito, por ejemplo, que en el tren a la entrada de la más cosmopolita ciudad del mundo nos diéramos ánimo con una pistola de plástico, regalo de un detergente y de tronido apenas concebible, para enfrentar a la punta asaltantes y asesinos que infestarían el lugar. Cada poco discutíamos luego quién debía portar el arma, a la mano lo mismo en un barrio musulmán que en una céntrica cafetería, pues el mesero representaba no menos peligro que los hoscos rostros a la vuelta de la esquina, y era, por supuesto, mucho más intolerante, metido en el traje de engaños por el cual durante una horas al día podía negar el pequeño, ruinoso departamento esperándolo al final de la jornada.
A los pocos días di el paso inicial en mi primera crisis adulta, no pude salir del cuarto del hotel y nos marchamos para que buscara refugio. Al separarnos en un puerto de un tercer país, viendo a J alejarse por el muelle con un libro de poemas, supe que la mejor parte del viaje le estaba por venir, ahora sin la obligación de decir palabra sobre la realidad que se le escapaba y no revelaría sino lo poco que permitieran años de madurar dentro de él.
Para el paseo que quiero contar la cuestión apareció de una distinta manera. La otra ciudad cosmopolita, punto de arranque de la ruta que curiosas fantasías me llevaron a plantearle, lo inquietaba particularmente, y para tranquilizarlo le aseguré que sí éramos capaces de sobrellevar la nuestra, cualquier cosa en la visitada resultaría pan comido.
No cuento por ahora pues después de cuarenta años ese par de meses no terminan de asentarse en mi cabeza. Adelantaré que Juan cumplió el viaje a cabalidad, solo, apenas hace unos días, y pudo resumírmelo en unas breves líneas de correo:
Bajé en la desierta estación de tren. Pregunté al encargado cómo salir de allí, dijo que no me preocupara y diez minutos después apareció la limusine que hacía de taxi. Sí, carnal, nos habría costado un enorme esfuerzo entender Memphis, así entonces llegáramos en autobús o por el descomunal río que me descubriste  fue sagrado. 
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La vida es curiosa y las intimidades de Tenneesse llegaron a mí buscando a Bryan O´Donnell, a los antecesores de sus compañeros en el ejército, a los pueblos del continente contiguo al Niño de Piedra y la infamia tras cuyo rastro anda Demasiado humano. Entonces aquel loco viaje que inesperadamente propuse a Juan, lo ordenó el futuro.
Entre 1770 y 1830 ocho millones de hombres y mujeres de la costa atlántica siguieron la caída del sol tras los Apalaches que el gobierno británico había impuesto como barrera a la colonización, hacia la asombrosamente pródiga cuenca del Mississippi y más allá, rumbo a las Rocallosas.
La tierra, confundida, se conmovía con la avalancha humana, con su peso de carretas, caballos y embarcaciones cargados con todo lo imaginable y su brutal estrépito de hierro y madera, de disonantes voces de cerdos, reses, perros y gallinas. La prensa y las memorias de la época trataban de apresar en números la impresión del tumultuoso precipitarse atravesado por una fe en la que se creía reconocer las trompetas de plata de Moisés anunciando el reino de Israel:
“En un mes, la villa de Robbstow vio pasar 236 carretas.” “Informes provenientes de Lancaster establecen que se contaron en una semana 100 familias que cruzaron la ciudad.” “Por Eaton pasaron 511 carretas con 3,066 personas en un mes.” En el Muskingum en cuyas riveras se aseguraba que semillas de calabaza crecían con tal prodigiosa velocidad que un jinete apenas pudo salvar la espesura de los tallos apenas arrojó aquéllas, contabilizaban 50 carretas en un día, mientras los ríos se sembraban de pontones, lanchones y chatas.
Era una historia de grandes esperanzas y sufrimientos. “Una familia compuesta por 8 miembros, en viaje de Maine a Indiana hizo a pie los más de 600 kilómetros a Eaton, Pennsylvania.” “Un herrero de Rhode Island, en pleno invierno cruzó Massachusetts rumbo a Albany (alrededor de 300 kilómetros). En un carrito iban algunas ropas, algunos alimentos y dos criaturas. Detrás marchaba pesadamente la madre, con un pequeñuelo en brazos y 7 niños más a su lado.” El diario de un observador daba cuenta de un par de embarcaciones improvisadas, amarradas una a otra, con cabañas construidas en lo alto, que transportaban a familias y granjas desmontadas con todos sus efectos, en una especie de hogar viajero sostenido por sus rutinas, cuyo símbolo era una anciana con anteojos que en una silla se entregaba a su tejido.
Se instalaban en un lugar que parecía bueno, otros pasaban de largo dejando el rumor de nuevos y mejores lugares. Entonces los más arriesgados o los menos favorecidos tomaban de vuelta el camino. Eran tan frecuentes las mudanzas, que un futuro presidente aseguraba que a uno de sus vecinos todos los años en primavera las gallinas se le acercaban y cruzaban las patas, aguardando que las atara para el viaje.
Un recuerdo éste tocado por el mismo impulso de imaginación que hacía florecer con clavos a una barra de hierro y que sólo así era capaz de recoger los auténticos milagros de la aventura que en menos de medio siglo multiplicó por seis el territorio de las trece colonias primitivas. La aventura dejaba en la mentalidad del país una huella imborrable y consolidaba y definía a la democracia nativa. Así, privilegiando la anécdota, subrayando los rasgos excepcionales o caricaturescos de la realidad, vacilando entre un agrio y desenfadado humor y un gusto a Viejo Testamento, se construía una percepción del mundo, una memoria y un habla que contribuirían decisivamente al surgimiento de una religión, una conciencia y una literatura nacionales.
Una larga serie de estereotipos estadounidenses estaba ya presente en el río de historias que desde el Oeste prosperaba entonces por el resto del país. En la anécdota, por ejemplo, del viajero que detenía su caballo donde el lodazal de un camino se volvía infranqueable y descubría un sombrero sobresaliendo del fango, que se agitaba. “Al viajero comenzó a helársele la sangre, pero juntó suficiente coraje para levantar el sombrero con su látigo de montar. ¡Cáspita! Debajo apareció la cabeza de un hombre, que se volvió hacia él y exclamó:
“-¡Hola, forastero! ¿Quién le dijo que me hiciera saltar el sombrero?”
Reponiéndose de la sorpresa el forastero se preparó a bajar del animal para ayudarlo, pero el otro lo contuvo:
-”¡Oh, no se preocupe usted! Verdad es que estoy en un aprieto, pero tengo debajo mío un excelente caballo, que me ha hecho atravesar sobre su lomo más de un sitio peor que éste. Nos las arreglaremos.”
Se necesitaba en verdad humor, capacidad de sacrificio y decisión para emprender una tarea que, por lo demás, para muchos era una especie de obligación. “Consideremos el caso de los desheredados, sin una hilacha de su propiedad, deslomándose en el trabajo y no obstante siempre con el fantasma de la cárcel de los deudores ante su vista: ¿cómo reaccionarían esos hombres frente a la posibilidad de recomenzar en una nueva región.” O a un labrador que roturaba la tierra hasta agotarla o que “desde el primer día tuvo que luchar con un suelo pobre o pedregoso”, para quienes la promesa de América no se había cumplido o sólo en términos miserables.
Eran seres humanos que tras las flechas de los indios encontraban a las de los mucho más peligrosos bancos, que cada poco amenazaban aumentar los intereses o expropiar las tierras adquiridas a los grandes concesionarios del Estado. La avanzada de los colonos entre el Muskingum y el Ohio, pongamos por caso, había sido precedida por la compra de derechos sobre seiscientas mil hectáreas, de parte de una compañía dirigida por un general y un reverendo, a la ganga de veinte centavos por hectárea. Para el colono los dos dólares o el dólar y cuarto al cual se redujo luego el precio -de seis a diez tantos de ganancia, pues, para los especuladores- en principio podrían parecer más que razonables, pensando en las virtudes de suelos, climas y aguas a tal punto de veras anchos, favorables y abundantes que frecuentemente permitían sembrar sin haber roturado y que entregaban dos cosechas por año.
Pero para hacerse del lote tipo, de seiscientos cuarenta acres, la absoluta mayoría debía recurrir al crédito de las instituciones del Este, que medraban tan a gusto como los concesionarios. Dos o tres letras se acumulaban y los colonos recibían los anuncios de lanzamiento, que los incitaban a la revuelta. Así había sido desde muy pronto, en presagios de auténticos conflictos de clase. Comenzaba la gran empresa cuando en 1786 multitudes de granjeros, dirigidos por un capitán retirado, llevaron su coraje hasta amagar con el asalto a un arsenal y no desistir de entrar a la mismísima Boston sino porque milicias de honrados ciudadanos los forzaron a retirarse a los bosques y rendirse, mientras la caballería formada por probos e iracundos estudiantes “sembraba el terror entre las familias campesinas”. Revueltas que si entonces y más tarde no llegaban a extremos era por la alternativa de marcharse y recomenzar, hacia el prometedor horizonte contemplado por Jefferson.
Descendientes de esos colonos son quienes en 1845 forman el sector de soldados nativos del ejército regular estadounidense, con los cuales departe Brian O´Donnell.
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Con la ruta que propuse a Juan pretendíamos hacer a un lado los Estados Unidos de las guías de turismo, para voltear la tortilla en la literatura de viajeros del Occidente todo que por más de un siglo se regodeó narrando al antojo la Red de agujeros.  No estoy seguro si en secreto buscábamos también al músico de nuestro amores oculto para nosotros en autopistas, granjas y ciudades de las cuales no sabíamos un comino. Era el Don o el Mr., como lo llamo para marcar distancias, cuyas canciones quisiera guiaran en parte el ritmo del cuaderno, Ohsis. 
O tal vez queríamos devolverle el favor al hombre por los versos que inician así:
Cuando estás perdido en la lluvia en Ciudad Juárez/ Y son días de Pascua/ Y tu gravedad baja/ Y la negatividad no te tira/ No te pongas aires de superioridad/ Cuando estás bajando la Avenida Morgue/ Tienen algunas mujeres con hambre/ Que realmente te pueden hacer perder la razón.  
  
    
Última función
Cuánto cansa la pasión amorosa. Bienaventurados los viejos. Cesan los gritos. Nadie sino el par de pildoritas sabe que ese hombre está en el parque y sólo él cómo mejor mira y declina hacia el único tiempo de verdad, el de ellos en él. Qué paz. En la rama más próxima una amable mujer de negro levanta los hombros y sonríe.
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S y E, nietos, las pildoritas son ustedes. La viñeta la hice luego de la breve, intensa, extraña relación con Mía, falso nombre de una joven, que transcurrió casi por entero en el primitivo mundo virtual de estos tiempos.
Poco antes me había inaugurado en una red social robándole el personaje al gran músico popular a quien sin falta escucho cada día desde los diecisiete años –virtuoso accidente el de la coincidencia de edad con lo que les contaré más adelante. Una madrugada escribí allí, mientras el Big Brother correspondiente anotaba la hora:
¡Pa arriba, fodonga! y vete tú por el agua. Luego corres por el nixtamal y me haces mis chilaquiles. Y sin chistar, ¡zas, zas! -sí, cómo no; su abuela la despierta; a batazos me cae, ¡pum, pum!
Me debí haber empajerado con aquella que parecía crema chantilly con caramelo. Pero no, ahí va su buey con sus gustos de ¡denme hasta por donde no cabe!
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Mía, ¿qué no podrías mezclar de tu onda pasión mortal, con tantito acomedimiento? Aliviánate, reina. Sé mi Mujer del Muerto, pero con airecito de doña Pruden haciendo de jefa de Davis Silva. ¿Cómo ves? Un rato que to haga de Rey del Barrio, ¿no? Anda
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Ve, nomás, a pura falta de ortografía me traes
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Y así seguí hasta pasado el amanecer. Al cabo de unas horas agregué:
¿Mía existe? Sí. ¿Estaba en mi casa esa noche? No.
Nuestro romance de seis meses es el más apasionado que tuve. Hemos gozado de sexo de mil maneras, las demostraciones de amor rayan en el delirio, nos engañamos sin parar, a veces con varias o varios a la vez, y en las muchas horas al día juntos no hay minuto sin reir. Nuestras puestas en escena nos habrían convertido en millonarios en el cine o el teatro de revista.
Tuvimos una formal ceremonia de matrimonio con invitados, quedó embarazada muy pronto y más pronto fue el parto. Nos nació un varón al que terminamos llamando Hurri, aunque su nombre en el registro civil es Hurricaine, por una canción. A los tres días el enano le había cumplido de la primera a la última de mis vecinas y satisfecho plenamente su Edipo con la autora de sus días. Y así, nuestro adelantado.
¿He visto alguna vez a la que también digo Ma-dame? Sí, nos hemos. ¿Tuvimos encuentros cuerpo a cuerpo? Contados pero furiosos.
Nos juramos amor eterno, ¿estaremos juntos un día? Ni yendo a bailar a Chalma, grita el sentido común: podrías ser su padre y ella vive entre la gente decente y tú no. Sin embargo de cumplirnos tal somos en la libertad del aire, terminaremos en un rincón del mundo muertos al poco por una mezcla de deseo saciado y hambre. De hacerlo lo decidirá la mutua convicción de que a cada una a solas no nos queda mucho por delante.
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Unos meses después, Ohsis, apareció una joven de veinticinco años que vivía en la costa tropical de otro país, y las estampas vinieron en cascada. Aquí las dos primeras:
Se vaya pronto, se vaya tarde, no habrá modo de olvidar a la Niña. ¿Porque es joven?, ¿porque es hermosa? Sí, sin duda, pero sobre todo porque es ella.
Imposible encontrarla antes. No habría reparado en mí y yo no habría sabido entenderla. Supera mi fantasía y puedo verla gracias a los ojos de abuelo y a la manera en que se desnuda sin pena.
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Es cierto, vendrá la Niña, pero en el columpio de la pasión donde se mecerá un rato, tampoco caerá en cuenta de mi presencia ni de la amiga. Verá sólo las manos que la balancean, la boca que la celebra, los ojos admirándola y aprendiéndola mientras se saben más acá: en el suave despeinarse de las copas de los árboles, la tierra que no escapa... entre los cuales seguiré cuando ella se despida rumbo al ruido.
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En la estampa del parque ya no están ustedes, nietos. Después hablaré de las razones. Lo que quería ahora era ilustrar un lado mío del cual no doy cuenta en el cuaderno. ¿Por qué cuánto busco en él hace aparte a ese yo?
También queda pendiente una mirada a la frivolidad y el éxito, que ejemplifico en otra relación con una mujer. 

Islas
“Tenía veinte años y jamás permitiré que digan que es la edad más hermosa”[i], leo y levanto la cabeza golpeado por esa primera frase a la entrada de un libro. Apenas cumplí los diecisiete y el mundo giró ciento ochenta grados desde cuando meses atrás encontré por primera vez el gigantesco jardín en el que ahora mi mirada se pierde. Un nuevo salto en la nada, pienso sin pensar, como siempre, aferrado a una especie de presente perfecto cuyo abismo descubre la frase.
Y enseguida, de vuelta sin saberlo:
-Hasta ayer por la mañana me sentaba a la misma hora en el mismo lugar que hoy, el cigarro en una mano y en la otra el más reciente de la veintena de gruesos volúmenes con la cual pasear entre calles y seres semifantásticos de tan lejanos. Ahora no hay fuga posible, sé de alguna vaga, segura manera, luego del par de líneas que esperaba, creo.
Regreso la mirada al libro, sospecho el tiempo por venir y no importa ya, a diferencia del resto de los días, cuánto falta para que abran la cafetería donde encontraré a mis torpes iguales. A la espalda la pila de salones de clase una vez promesa y los jóvenes hombres y mujeres en quienes encontré la realidad desde hace mucho perseguida.
-0-
Pasan cuatro décadas y me asomo a las letras en la página al dorso del libro, enternecido por el yo que la escribió, incapaz de comprender.
El Mero cree salvar la mirada a ese tiempo, nietos, con una viñeta. El Idiota lo deja, como contrapeso. Ni uno ni otro atina. Aquí la viñeta:
Mañana memorable. Según todo menos la realidad indicaba, estábamos a un curso de diez meses para mi título de economista. En uso del momento de felicidad que le correspondía cada par de años, el día anterior mi padre entró en casa ululando la noticia:
-¡Hijo mío, te aseguré una beca de maestría en otro país!
Criminal don R no midió los factibles, mortales efectos de sus palabras en plena comida. El trozo de milanesa pasó apenas sin tránsito del tenedor al gañote y no quedé allí sólo porque Utopía, la diosa familiar, me tenía en gran estima.
Con licencia así para quitarse de encima la abominable parquedad del ama de casa a la cual la condenó el exilio, mamá saltó sobre la mesa y a taconazos por bulerías arruinó de paso la sopa y el guiso por cuya pobre factura el rey de la casa sin duda la fustigaría, a la manera de todos los días.
Tarde y noche en vela pasé en los cafetines de costumbre endureciendo la piel que recibiría el castigo, y esta mañana estaba preparado para el literal Calvario, pues había de parecer producto de la farisea incomprensión. "Más tranquilo que una mujer que miente", según una de las mil extraordinarias imágenes de un poeta (X), ante el coro familiar en pleno solté:
-Me perdonarán, pero hasta aquí llega la farsa. La vocación de escritor me impide continuar con la ruindad del académico estudio.
Pasándome por el arco del triunfo las creencias familiares, recité sin parar el ¡Ay, Dios! mientras la gruesa mentira salía por la boca, en ocultamiento de cuatro años de vividor profesional, que juntos no reunían la media docena de boletas no ya de aprobado sino de simple certificación de asistencia. Y continuaría la letanía recordando adonde fueron a dar las colegiaturas por el inexistente título en inglés avanzado, con la mirada de mártir puesta en mi padre y el humo del incendio que inopinadamente se esforzaba el controlar.
-Pero, hijo-repetía una y otra vez mi ma incapaz de salir del pasmo por lo demás absurdo, pues desde 1964 Hijo no llegaba jamás antes de las tres de la mañana ni abría un libro de la carrera, debido a una sencilla razón: nada semejante había en casa, que muy para mejores cosas estaban los dineros a ellos destinados. -Si te falta ya nada -se decidía a agregar conmovedora y convenientemente ingenua. -Si en teniendo el diploma... -y aquí trastabillaba recordando la oferta del día anterior- te dedicas a lo que quieras.
Más la asombró la reacción de papá: sepulcral silencio. En mi par de hermanos mayores los ojos no paraban de girar en las órbitas y yo sentía descender de los cielos una paz de la que ni memoria quedaba.
Esa tarde R apareció con un escritorio en regla, dos estupendas colecciones de clásicos, una máquina de escribir recién desempacada y papel en abundancia.
Fue ahí cuando el susto se hizo de veras susto y congelome, pues de escritor tenía menos que de escolapio.
-0-
El yo que trata con la historia quiere hacer unas anotaciones. Fiel a las reglas del cuaderno, no lo permito y dejo a cambio los comentarios del yo niño:
-¿De qué te llamas a confusión? No había camino recto y quien pretendía andar por él negaba cuanto fuera, empezando por el origen familiar. No lo había y tú mirada era una brutal confirmación, Uno.
Dos se llaman las viñetas en las cuales hablo a mi hermano menor, E y S. El Uno es él, que a primera vista desapareció la mañana al pie del gigantesco jardín donde leo la frase que al inicio de estas líneas me cimbra de arriba abajo sin entender bien a bien su significado.
Entrando a la vejez vivo entre ferias de libro donde se repiten sentencias que odio, pues afirman que leer es placentero por naturaleza. Todavía en el jardín y poco después del pequeño volumen sobre el joven de veinte años, como un alcohólico bebo página tras página en las que las piedras de una fuente se arruinan sin remedio. El tic tac de un reloj invisible da el compás a la escena, develando la razón del tufo que me impidió entrar en el cuarto del abuelo la noche de certificarle por primera vez fragilidad.
Luego despreciaré la escena, la forma en la cual la vende quien la escribió, y la encarnación de los demonios de Nabor culminarán en la estampa del jarocho con la mirada extraviada en la fotografía que presidía su hogar.
De nuevo hablo de lo aún por llegar en el cuaderno, Ohsis. Perdonen mi torpeza lidiando con muchas historias de tonos muy diversos entre sí, y permítanme regresar a las notas del joven de diecisiete que soy recargado contra el muro negándose a subir al salón de clases donde otros jóvenes se juegan y no el futuro, pues desde el nacimiento lo escribieron para ellos.
El mío está también en una lista y ordena echarlos a un lado. Lo hace en multitud de formas que rematan en el susurro de la Princesita cuyo encuentro seis horas después espero con ansiedad. Contemplándome desde la entrada a la vejez, muevo la cabeza de un lado a otro. Pronto culparía de mi muerte a la muchacha y si realmente tendría un puñal en la mano, era yo quien preparaba el momento. Se trata del mismo yo que regresa a una de los dos centenares de novelas antes de topar la frase:
“Tenía veinte años y jamás permitiré que digan que es la edad más hermosa…”
Veinte los de él, insisto en precisar, y diecisiete los míos cuyo asesinato recién consumado comienzo a agradecer, así dé un empujón al desamparo absoluto que conocí en Sin salida.


Sin salida II
El pestillo, la manija, la carretera insoportablemente recta. La manija, jala de ella. 
Con veinte años cumplidos los primeros días creo de nuevo en la felicidad por la tierra que se posa y me recibe, luego de por mucho tiempo disfrutarla de cuando en cuando en las noches a solas en la ventana del cuarto y no en los devaneos de un falso barrio bohemio, con los cuales huía del tiempo para terminar encontrándolo tras el mostrador de un banco, cuyo piso cedía minuto a minuto, ante una mezcla de desesperación y beneplácito de mi hermano mayor, quien decía haberme llevado allí a fin de que me refundara desde el centro mismo, como poco antes hizo él.
El propósito de H al rescatarme ahora era el mismo pero genuino y pretendía que cumpliera el proceso no a penosos escalones sino a saltos descomunales. Amigo de mis padres, por extrañas razones creyó siempre que yo estaba destinado a grandes empresas. Al frente de un consorcio, le pareció natural conducirme de golpe al corazón de éste, formado por las tiendas más elegantes de su tipo en el país.
Un par de semanas bastaron para que se diera cuenta del malentendido. Por eso de lunes a sábado estoy aquí, en la fábrica a mitad del campo, de modo de aprender con mayor facilidad el arte del mando. Los primeros días no quiero darme cuenta y agradezco la libertad que permitirá la encarnación de los fantasmas entre los cuales crecí: los pueblos hacia los que la presencia de Felicitas señalaba; los equivalente de los niños de la ladrillera, de la señora del puesto de la esquina, de los albañiles chofer. No importará ya, pues, si mamá escapa a mi mirada a mitad de la sala.
Con el mero abandonar la terca, muda carretera a menos de una hora de casa, topo un llano sin falsas apariencias, sembradío tras sembradío, hombres y mujeres que no se fugan a sí mismos saliendo y entrando en ellos, y caseríos que hacen trizas la alharaca de la aplastante geometría pletórica de falsas promesas en mi colonia, en los discursos escolares, en los apabullantes actos públicos.
Y me equivocó de arriba abajo.
-Jala la manija –repetiré en silencio y sin falta en el auto al que cada lunes entro manso cordero rumbo a la fábrica.
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Me tomo tantas libertades que hasta el abuelo interpreta papeles cómicos, y eso es mucho decir pues a los ojos de cuantos tuvieron noticia de él vacila entre la mitología y la más llana, áspera realidad, y para mí significa la fuente donde abrevar con ustedes, con Agustín, María y el resto de los entrañables a quienes conocí en carne y hueso, incluidas mujeres y hombres muy jóvenes junto a los cuales paso la última función.
Fuerzo los momentos de mi historia personal seleccionados por los papeles en los bolsillos, o en las cajoneras de esta casa, da igual. Al que acabamos de asomarnos lo sucede una viñeta con  tono distinto, que originalmente se encuentra en La ilusión viaje en tranvía (de dónde desaparecerá):
No sé si había razones en descargo, lo seguro es que poco antes y después del pueblo-fábrica yo era un completo inútil. En el remedo de barrio bohemio donde llevaba años en un medio conflictuado y muy categórico vagabundeo, dentro del célebre restaurante acostumbrado, apenas sentarse y en presencia mía Lubardo dijo eufórico a Fendes:
-¡Ya lo tengo!
Lo que tenía era la forma en la cual Fendes podría cumplir el sueño, aceptando la invitación de viajar a la más cosmopolita ciudad del mundo, hecha por una futura heredera menor de un gran consorcio. Según se había platicado el paseo terminaría en legal matrimonio.
El asunto empezaría con la compra de un artefacto que Lumb promocionaba a través de un concurso, cuyo premio era un auto. El segundo movimiento consistía en sacar durante la rifa, literalmente de la manga, el número adecuado del registro de compra. El acuerdo no precisaba los pretextos para que yo tomara un tercio de lo que tocara al rematar el vehículo y, claro, guardé el más obsequioso silencio.
Comenzaba el otoño, Fendes llamó por teléfono a su joven rica dama, le respondieron que aguardara un poco y yo, que me había contagiado con la idea del viaje, me ofrecí a servirle de adelanto. Quien me recibiría, Juncio, fue con quien aquél conoció a la susodicha y a su enana, antojabilísima y de pies a cabeza insoportable amiga, a la cual el segundo resolvió alcanzar de inmediato vendiéndole a su acaudalado progenitor la urgencia de cambiar a la gran universidad pública del país, culpable de la golfería del muchacho, por la licenciatura en una universidad de la ciudad aquella.
Jun me recibió por todo lo alto y con tiempo sólo para dejar las maletas en el departamento, fuimos al bar-cafetería de su cuadra. Estaba puesto con modestia y servía de cálido refugio, también para el hermano menor de uno de los más aplaudidos requintos de la época, a quien se aseguraba, y pienso que tenían razón, habría superado de no ser por un grave accidente. Amenizaba el lugar a cambio de unos dólares que sus amigos y patrones debían sacar de la bolsa y no de la caja registradora, tan pobre como puede esperarse del par de cervezas por persona de los cuales podía desprenderse una veintena de universitarios.
Juncio y yo llegamos en el momento en que aquel gran tipo con sus manos esclerotizadas daba batalla a a las cuerdas, produciendo singulares obras de arte que falseaban cada poco para recuperarse enseguida. El que no desmerecía nunca era su rostro, trabajado por el dolor y así mejor en las fallas.
Eso es, sin embargo, auténtica harina de otro costal en una historia como la presente, y más viene a cuento recordar la mirada de mi amigo conforme abrió la puerta al llegar. Había dos novedades femeninas entre el auditorio y la más alta con entera justicia atrajo la atención de Jun. A su lado se sentaba la que bien pudo servir de modelo a la púber de un magnífico álbum.
Iríamos los cuatro al duplex de ellas, a meterse la mejor droga suave jamás inventada y pasar una noche entre sábanas, alfombras o lo que estuviera a disposición.
-¡Dios!, -díjeme- el primer mundo en verdad lo es.
Como esto se alarga alejándose de febrero de 1971, que era el propósito, saltaré pasajes no menos sustanciosos hasta el acuerdo con mi amigo para
ir "en busca de la revolución".
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El Mero escribió eso mientras el Idiota lo contemplaba moviendo la cabeza de un lado a otro desaprobatoriamente. Ambos tenían razón, como siempre. Enseguida el segundo obligó al otro a agregar algo sobre el par de viajes:
Narrada así la historia está medio muerta, al no recoger lo que transcurría por el interior de los seres y las cosas. Traigo a cambio el recuerdo del momento al borde de la locura cuanto al regreso entre en casa de mis padres.
Todo en ella me parecía asombrosamente pequeño y ruin, digno del olvido que la mínima justicia impedía, pues si algo había allí era un alboroto de cuerpos abiertos de par en par por terribles infortunios personales y sociales.
Archivando las cuartillas del Mero, el Idiota reduciría la experiencia a un momento: Desde la barandilla el mar del estrecho se bambolea en mi mirada. Lo conozco hace mucho y sé muy poco de él. Frecuentado con pasión, una decena de kilómetros de su orilla poniente y medio centenar aguas adentro me lo revelaron de niño. Lo respeto, me maravilla y como millones a lo largo de milenios entiendo cuán inmensamente pequeño soy ante él y sus semejantes, para quienes no existimos.
Por un momento sirve a mis devaneos y al próximo los borra por completo, imponiéndoseme, gris esta tarde de altas nubes que lo techan peleando entre sí hasta donde un par de rayos de sol se abren paso furiosos y descubren el horizonte de otra manera sordo.
En minutos Eleazar se acodará al lado para primero intentar timarme y convertirse luego en compañero de aventuras. Ahora hay sólo mis veintiún años que completan las enseñanzas en mi cuna. Cuanto haya de nuevo por aprender en los vaya uno a calcular cuántos años adelante, será bisutería, sé con conciencia y no de ello.
Al decirlo, todo lo vuelco sobre mí y quien merece contarse son esas aguas de volumen monstruoso aquietadas por la boca del golfo, así no lo parezca y aun sumisas como ahora hagan temblar el grueso casco cuyas intimidades se me escapan también. El mundo aterra al mirarlo cara a cara y hoy estoy de nuevo a su merced.
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A los días en la fábrica volveremos más tarde, por el hombre-piedra que los hacía doblemente tortuosos y nos conduce hacia las cloacas del mundo. 

Continuación de Sueño (el Níger, Escupo sobre sus tumbas...)
Más allá de mi voluntad, nietos, esto es un juego: un tablero donde serpientes y escaleras crecen al antojo y hay trampa tras trampa que devuelven a casillas anteriores.
La estampa de su tío, el Nuevo, conduce a muchos lados. Por ejemplo, al Río Níger con Belarmo, que así llamaban a mi abuelo los cercanos. Trabajo costó convencerlo de marchar, y una viñeta que no incluyo da cuenta de nuestra simpática discusión, con su finísimo vocabulario minero tronando sobre todo porque se perdería de driblarlos a ustedes en los futbolitos callejeros. Cuando le dije que por sistema lo ridiculizaban dejándolo como la estatua de Carlos V sin caballo, amenazó con lo de costumbre: meterme un carrujo de dinamita por el culo.
En verdad acepté una oferta que apareció por accidente, para ayudar en esto y aquello a las poblaciones ribereñas del río más largo del mundo. El contrato me obligaba a estar un número de años que con dificultades resistiría. El Idiota les dejaría así la romántica imagen del yo sesentón a la aventura por exóticos lugares, algunos apenas registrados en los mapas.
Ya verán luego en qué se convirtió la decisión, cuyo objeto era hacer irreversible el nuevo exilio que representaba separarme de ustedes, único contacto con la familia y las viejas amigas y amigos –insisto en los géneros-. De hecho había empezado siete años atrás, cuando dejé el modesto paraíso que en una ciudad del interior construí para el Nuevo, para mí y a su manera para Él, quien vino a la universidad en nuestro monstruo y se reinventaba al fin plenamente libre.
Como todo exilio, el que inicié entonces exhibió muchas miserias en torno. Escupo sobre sus tumbas, pensaba parangonando el título de una novela, en las colonias de las gentes de bien sin grandes fortunas, por las cuales debía andar ahora. Se trataba de auténticos cementerios de hermosa facha. La frase la decía representando a los no sé cuántos hombres y mujeres que hacían lo indecible por sobrevivir, cuando tenían virtudes de sobra para un justo intercambio con la sociedad: obreros calificados de ambos sexos, artesanos, amas de casa, cuyas fuentes de trabajo o de ingreso desaparecieron de la noche a la mañana, frecuentemente con las viviendas de su propiedad.
Armado de un catálogo de ropa íntima para mujer, iba puerta tras puerta y si no obtenía más que unos cuantos pesos, a cambio el trato era inmejorable en las sepulturas aquéllas. El breve curso de instrucción trasmitía sólo tres reales reglas: esmerarse en la apariencia personal y el cultivo del cinismo, y realizar las visitas entre las nueve y las trece horas. A veces costaba trabajo, pues el abandono de las esposas de pequeños empresarios y empleados públicos de nivel más o menos alto, por norma beatos, solía convertirse en llana depresión, y si estaba acostumbrado a las tristezas ajenas, no eran las de seres internamente tan pobres como la mayoría de ellas.
El diario asesinato del deseo escribí en el departamento donde Ella y Él, siguiendo por años con esmero la vida de las familias alrededor, y mucho después en la despedida a una mujer, melodramático: En este viaje en el que al deseo le cae dentellada tras dentellada…
El mundo y voluntaria o involuntariamente cada uno de nosotros cava tumba tras tumba en los demás y en el interior propio, creo, y por la noche pueden verse los cadáveres de la jornada. A veces mueren grandes cachos, como el que a conciencia dejó la princesita de mis quince años. Recordando el abandono del Santo Lugar o la pérdida del paraíso que hice con el Nuevo, ni forma de medir tengo. Jamás recuperaría al hombre ideal cuyo crecimiento atestiguamos Él y yo.
Algo así intuí en el apartamiento de ustedes y todo junto echaba a su tío en cara en la viñeta, sin razón. Era demasiado y convencí al abuelo de atrevernos al viaje, que sería también de encuentro para el Demasiado humano, el último de los cuadernos. Al menos en el origen, pues juego éste, el Río Níger terminó convirtiéndose en otra cosa.
Un segundo punto hacia donde nos dirige la viñeta es su título: Sueño. Nada más natural, si aseguro que sólo en él salgo de la azotea a la cual subí apenas supe gatear.
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Cifro, oculto... Realmente no fui yo quien resolvió irse al Níger, sino mi amita Tic, por los dos. Busquen en su diario. 

Madres, princesas, Monelles, llanas Ellas 1
I
"Monelle me encontró en la llanura, por donde yo andaba errante, y me tomó de la mano:
"-No te sorprendas -me dijo- soy yo y no soy yo. Me volverás a encontrar y me perderás.”
"Una vez más volveré entre vosotros; pues pocos hombres me han visto y ninguno me ha comprendido.
"Y me olvidarás y me reconocerás y me volverás a olvidar (1)."
II
Termino de hacer las cuentas, madre, y faltas. Hablé ya de la última vez juntos, con mi espectáculo en el restaurante al que solías ir, entre una ancha mesa de tus más queridas amigas y amigos. Dije cosas terribles de ti a grito limpio, marché y nos esquivamos cuando llegaste a tu casa poco antes de yo tomar el avión de vuelta.
Mujer sin tacha, decían cuantos te conocían: proba, solidaria, esforzada, sin maledicencia para nadie, fiel a cabalidad a los tuyos y a tus principios... Y eso que no valoraban en mínimos justos términos tu con mucho mayor obra.
Pecabas de lo de cualquiera, de ser de carne y hueso y no corresponder así por completo a la imagen que te hacían. De ello te acusaba en el restaurante. O tal vez justo, y sobre todo, de tu gran mérito: el valor, que entre otras cosas te hizo soportar el destino de ama de casa cuando en la cabeza no te cupo antes nada parecido, mientras sin que pasara día en treinta y seis años construías la oportunidad de cumplirte y cumplir al marido volviendo a donde los echaron a palos.
Te fuiste, ma, cuando no encontraba el modo de voltear a las madres por las cuales te cambié apenas tuve ocasión de huir a la azotea, menos de un metro de alto y una batita encima, dije. Sin ti no había más a quien apelar, nadie delante, y quedé a solas.
-0-
Fuiste tan blanda y a la vez y sin querer tan dura. Huías ante mis ojos, luego de hacerlo ante mi boca succionándote el pecho.
Un sábado de mediodía, cuando tenía trece años, por la ventana mirando a un amigo de mis hermanos saliendo de su casa frente a la nuestra, a lo instintivo dijiste:
-Ese es un joven guapo. Como los de mi pueblo -pues era a lo cuadrado, al modo de los mineros.
No lo veías con antojo y lo que me sorprendió no me hizo polvo porque de alguna manera lo sabía desde cuando te me ibas por el pecho -imagina, ma: el niño de brazos en ti, por ti, entero, que a lo repentino no sabe cómo cae en el vacío y aprieta con la boca y con las manos y no hay sino seca carne, des-almada.
III
La princesita de mis quince años, que era mil pura, sonreía como una niña y me clavaba el puñal hasta la empuñadura, al ritmo de Siluetas.

IV
La Ella del departamento donde Él.

V
Quizás pretendía una redición de la fortuna de mis quince años escapando del miedo, para llevarla a buen término y reparar el fracaso de entonces. La búsqueda de la princesa resultaba, pues, imprescindible. Como en el tiempo de creer que el cosmos se columpiaba en mi hamaca, en una casa sobre la falda de la montaña, la eterna primavera alrededor, y abajo, tras el hermoso jardín, una ciudad más o menos pequeña.
Las circunstancias me permitían ser un padre menos difícil, casi bueno, y con un cheque modesto pero en sólida moneda extranjera y religiosamente a fin de mes, cuánto de fantástico estímulo recogía entre semana iba el viernes por la tarde a explayarse a la gran capital.
El hacedor de milagros me creía y decidí seguir los pasos de V, quien un buen día dijo Total, y aunque muriera en el trayecto se entregó perdidamente a una de esas criaturas cinceladas en el alma por las películas y los boleros de la vieja época. La esquiva, pues, siempre como de noche, con un cigarro en la mano recargada en el piano que cantaba sólo para el lujo de ella, de su par de satánicos ojos prometiendo estrellas y sangre, pongamos a lo dramático.
Mis gracias no daban mayor resultado por sí solas, de modo que el empeño fue inútil hasta que un par de amigos crearon una aureola en torno mío y me condujeron a un lugar frecuentado por mujeres hermosas, despiertas, eufóricas a su vez. Una mañana escuché una voz y levantando la cabeza encontré frente a mí a quien me pareció cumplía a la perfección los requisitos de remedo de la mortal dama.
Tenía bastantes años menos que yo y se me dio el equivocado informe de que estaba separándose de su pareja. De saberla, la verdad me habría detenido, pero llegó tarde y contribuyó a colocarme exactamente donde quería.
La joven era o parecía, pues de ella no conocí nada en verdad, una explosiva mezcla de altanería y piedad y había una universal procura de sus favores o sus sonrisas. Al mes de coqueteos que sin duda consideraba naturales y así para mí infructuosos, renuncié a la posibilidad con un aire de tristeza que la conmovió.
Esa noche fuimos juntos a donde habríamos de consumar el entendimiento, para terminar en los escalones a la calle con la ternura de mi hombro ganando el derecho a abrir las puertas de ella por algo más que un rato.
La joven no tenía modo ni ganas de evitar ni el amor por su compañero ni la soberbia infinita, y tuve que emplearme en regla, no importa cuán a solas plañidero y extraviado me volviera. De modo que aquello se convirtió en una ruda pelea, ejemplificada en el regreso de un paseo a las afueras. En su auto toda ella gritaba alternativamente y sin parar Quédate para siempre y Casi no contengo el vómito, ¡baja!
Años después me vendría un placentero sueño. Era la extensión de la vez en que rumbo al cine, al volante y contra su bravucón estilo, sin motivo pidió escogiera la ruta y como una niña a la deriva remató con lo que los días siguientes confirmarían:
-Vamos por dónde tú quieras.
No había más afán deportivo ni personajes de película hablándome al oído. Había un hombre agradecido prometiéndose cuidar de aquélla generosidad, así la disfrutara por los diez minutos tras los cuales la joven volvería a su justo sitio.
Se acercaba la navidad, me adelantó que preparaba para mí un regalo y durante una semana estuve a punto de perder la razón. Grababa una cinta de música para ella y cuanto escogía acababa pareciéndome pobre, cursi o anticuado. Entré en pánico y decidí no darle nada y olvidar para siempre el asunto.
En días quise echar marcha atrás. Demasiado tarde, dijo, y no supe si yo seguía siendo el de la noche del cumplimiento o el del reto originario:
-Te resistes, princesa. Mejor. Soy la viva imagen del músico ese que me gusta a rabiar, y hoy mismo girarás a mi alrededor como mariposa.
Al cabo de unas semanas, viéndome convertido en una piltrafa me dio una tarde que no fue la reparación del antiguo fracaso, pero al reivindicar la magnanimidad de ella y mis empeños, despejó el camino a años de cumplir mis fantasías con la princesa, procurándome romances en los que asumía el papel demandado por ésta.
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¿Todas se resumen en Monelle? No, pero…
Sin salida
El pestillo, la manija, la carretera insoportablemente recta. La manija, jala de ella.
Con veinte años cumplidos los primeros días creo de nuevo en la felicidad por la tierra que se posa y me recibe, luego de por mucho tiempo disfrutarla de cuando en cuando en las noches a solas en la ventana del cuarto y no en los devaneos de un falso barrio bohemio, con los cuales huía del tiempo para terminar encontrándolo tras el mostrador de un banco, cuyo piso cedía minuto a minuto, ante una mezcla de desesperación y beneplácito de mi hermano mayor, quien decía haberme llevado allí a fin de que me refundara desde el centro mismo, como poco antes hizo él.
El propósito de H al rescatarme ahora era el mismo pero genuino y pretendía que cumpliera el proceso no a penosos escalones sino a saltos descomunales. Amigo de mis padres, por extrañas razones creyó siempre que yo estaba destinado a grandes empresas. Al frente de un consorcio, le pareció natural conducirme de golpe al corazón de éste, formado por las tiendas más elegantes de su tipo en el país.
Un par de semanas bastaron para que se diera cuenta del malentendido. Por eso de lunes a sábado estoy aquí, en la fábrica a mitad del campo, de modo de aprender con mayor facilidad el arte del mando. Los primeros días no quiero darme cuenta y agradezco la libertad que permitirá la encarnación de los fantasmas entre los cuales crecí: los pueblos hacia los que la presencia de Felicitas señalaba; los equivalente de los niños de la ladrillera, de la señora del puesto de la esquina, de los albañiles chofer. No importará ya, pues, si mamá escapa a mi mirada a mitad de la sala.
Con el mero abandonar la terca, muda carretera a menos de una hora de casa, topo un llano sin falsas apariencias, sembradío tras sembradío, hombres y mujeres que no se fugan a sí mismos saliendo y entrando en ellos, y caseríos que hacen trizas la alharaca de la aplastante geometría pletórica de falsas promesas en mi colonia, en los discursos escolares, en los apabullantes actos públicos.
Y me equivocó de arriba abajo.
-Jala la manija –repetiré en silencio y sin falta en el auto al que cada lunes entro manso cordero rumbo a la fábrica.
Providencia
Agustín espera sobre un lomo de la calle que libra los viscosos riachuelos de colores en mutación, contra un muro carcelario. Amparado en el borde de la esquina cree ocultarse a las miradas de la planta donde trabaja, una cuadra más allá, media hora después del cambio de turno, según propuso para evitar a sus compañeros.
Es la segunda vez que lo veo y confirmo la impresión original: la de un ser conmovedor en el esfuerzo por pasar inadvertido entre hombres que aprendieron muy pronto a ponerle cara a la ciudad y usan la rudeza y el humor filoso para defenserse de ella y apropiársela. Luego sabré que no se lo impiden el número de años desde salir del pueblo ni una posible falta de agilidad mental, sino el lugar que asumió en la familia. No hay contrasentido en su ansia de trascender, que lo acerca al Grupo.
El tono exaltado en el que vivimos se transmite de inmediato a las relaciones y en días nos volveremos íntimos. Lo sabemos en cuanto me descrubre y viene al encuentro entre la desolación de la calzada de gigantesco tamaño, con las vías del tren de por medio, que a un lado se abre a un fraccionamiento industrial y al otro a una colonia y al gran descampado con las montañas detrás.
El suelo de la zona se hizo doblemente magro al perder los sembradíos y los árboles, y nos convierte en un par de hombres en tierra fronteriza, como cualquiera al vértice de la gran gran urbe, pero a lo bruto, a la manera de todo lo que toca la industria.
Romanticismo puro, pues, de miasmas penetrantes y un silencio mortuorio tanto mejor revelado cuanto más lejos se está de las máquinas, hechas rumor por las gruesas, altas paredes que parecen heredar las de las viejas haciendas.
Cruzamos la calzada rumbo a su casa como en un juego, él siempre procurando la izquierda para mirar con el ojo que le sigue sano a los veinticuatro años, y yo en busca del que en el iris se llevó un bicho salido de la carne muerta de la empacadora donde trabaja desde casi niño. Porque en ése es donde está mi futuro compadre. Allí su melancolía sin remedio, bella, contagiosa, que rima con el paisaje y nuestros días.
En el fraccionamiento de las fábricas, las larguísimas calles sin reposo al sol y la lluvia, desiertas a las horas en las cuales suelo llegar, por tan hóstiles al principio parecen cada vez más cálidas, pletóricas de vida que se trasmite de las plantas: tinglado mecánico con mucho de infernal y mucho de entrañable para quienes hacen de él su vida. Los aromas aplastantes, en ocasiones nauseabundos, vividos por unas horas y no como permanente suplicio, y las chimeneas despidiendo gruesas volutas en mil tonos de grises, no hacen sino completar la sensación de ser parte de una novela o una película. De serlo entre el orgullo de pasar como uno más ante el guardia de seguridad, el policía, el administrador que cruza en su auto, y el creciente número de saludos y charlas al paso, la picaresca a la salida de la fábrica liberada, en palabras y toqueteos de machos divirtiéndose; de partidos de futbol y tandas de dominó y baraja para hacer de las huelgas fiestas; de breves discursos un autobusús tras otro, venciendo el anónimato del espacio público, que no debe pertenecer a nadie y asi se humaniza; de momentos épicos que para mi encarnan un célebre poema.
De serlo prometiendo que cada día habrá más y mejor de eso, de los hogares y los billares y los peliagudos expendios de alcohol compartidos. Con Agustín, quien se ensancha a la par de mí, comenzando por esta tarde, cuando está a punto de hacerme parte de su familia y no sé cómo agradecérselo.
Abuelo 
Uno mira sesenta años un retrato. Lo mira de día y de noche, casi siempre sin darse cuenta, en eso que llaman el subconsciente. Del hombre que aparece allí escucho hablar a la esposa, a los viejos amigos, a las hermanas, los cuñados y los hijos, de él. Repiten el puñado de anécdotas que su memoria seleccionó.
Hay también una docena de fotografías dibujando sin variar a un ser de mediana estatura para su tiempo y clase, de pecho y espaldas generosos, rostro cortado a lo grueso, en el cual se dibuja una insobornable voluntad cargada de silencioso, cumplido orgullo. Con las fotos va un batallón maletín marrón de cuero, dentro del cual reposa una veintena de cuartillas en máquina de escribir, que quedaron a medio camino en el intento de hacer un parco resumen autobiográfico.
¿Qué piensa el abuelo al asomarse a las centenares de viñetas obsesionadas con mi vida, de una infinita pobreza en relación a la suya? ¿O todas las existencias pesan igual, como grita la de Esther, intrascendente a los ojos de quien le paga por adecentarle la casa, y muy cercana al río de gente sin el cual el propio abuelo no se explica? Unas por otras, reza el dicho, y si Tal deja la piel en conquistar el mundo, el último de sus soldados la gasta en no menos arduas jornadas.

Siluetas 
Con el tiempo supe que el amor por la mujer, no importa si alcanza igual intensidad cada vez, nunca resulta el mismo.
El de la princesa de los quince años no era el primero. Antes lo había sentido en secreto por una muchachita que cruzaba en mi diario trayecto, y al poco por una compañera de colegio, distintos los dos. Éste, súbito y exaltado, y el primero con un sentido revelador que me condujo a las tardes tirado en la cama, con la ventana abierta a la parte trasera de la casa contemplando los tímidos brazos del eucalipto y el horizonte de nubes invariablemente altas, morosas, platicadoras y cargadas de misterio.
Desde ellas, el viento lamiéndome los pies y el pecho desnudos, avanzaba una sugerencia femenina que casi podía palparse. Se trataba, creo, de la mujer al fin fuera de mí, urgencia y paciencia sin contradicción.
La mañana cuando en el patio de la escuela se descubrió tras el capullo abierto de sus súbditas, la princesita resplandecía de arriba abajo: el suelto, largo cabello amielado, los ojos de avellana, los pródigos labios, los brazos duros, frescos, jugosos; las perfectas pantorrillas, la insinuación de los muslos y su cuenco, el permanente aire de recién salir de la regadera, la sonrisa de niña pícara e ingenua.
Apenas podía esperar para hacerme de aquella piel, de su aroma, del peso de su cuerpo contra el mío, del sabor de la boca, y del alma que insuflaba todo eso. Mía sin rastro de duda, deseaba, y la constatación no era un invento. Para mí, por entera, de entonces hasta la eternidad, que juro existía. Tanto, habría de comprobar durante el siguiente año y medio, que no costaba entender la decisión de Romeo y Julieta: impedido aquél, darse la muerte era el único, obvio paso para asegurar su tenencia.
Antes de ella el mañana había empezado a instalarse por primera vez a mí alrededor. Era a él a quien daba de patadas la primera generación de adolescentes en el país. Yo dejé de hacerlo, no tenía caso: no había más que ella, principio y final, no importa si nos veíamos sólo entre clases, el fugaz momento en que esperaba la recogieran al terminar y una tarde cada dos o tres meses, cuando el padre a su pesar se condolía.
Nos quedaban, sí, las diarias horas al teléfono, atravesadas por silencios mucho más elocuentes que las palabras, en el mundo que no iría a ningún lado pues no tenía dónde: estaba en el modesto, armonioso rincón hecho por mama en la planta baja para acunar su rotura, muchas veces mayor que las dejadas por Roldán cuando su descomunal espada bajaba por el centro de sus enemigos –y escojo con cuidado la imagen tratando de aproximarme a lo que recoge Fantasmas, otra viñeta de estos cuadernos.
Por la encortinada ventaba al dulce oriente de la tarde, las ramas en sombra de la jacaranda sin flor a su frente se columpiaban en la síncopa permanente reinventada por el viento, circular regreso al origen, a la manera de los pájaros para quienes el día era nuevo cada vez, según me descubrió el hermano pequeño. Por la raja imperfecta entre el par de telas, un rayo de luz también siempre nuevo encontraba objeto volviéndose el escenario de las motas de polvo, bailarinas que se reían de la gravedad, al péndulo del reloj cucú.
Consciente todo de su único servicio: acompañar de mi lado nuestra historia sin historia, pues pasado y futuro no existían aun como espera de la mañana para vernos.
En el regazo de la princesita vivía, con su cara de dulce pegada a mis ojos, columpiándome en su sensación, de día y de noche. No había espejo. La imagen que me devolvía regresaba con tal prontitud a su presencia o su sugerencia, que ni un fino papel cabía en medio, instante obturado.
La princesita daba la impresión de compartir el sueño –digo sin la menor duda de que era así, L; lo digo no a ti sino a la reservadas letras, en las cuales hago el viaje a solas-. Al menos eso parecía decir su mirada, la forma en que alojaba el cuerpo en mi costado o giraba la cabeza al intuirme, la voz de campanitas o en desmayo, sus manos, la escueta boca que permitía dejar contra la escueta mía, prudentes ambas por el convencimiento, creía yo, quizás los dos -de nuevo el absurdo titubeo duda, L-, de que tendríamos mil años para esculcarnos.
Te convoco ahora, en el momento y no en el recuerdo, y aunque me convenzo o quiero convencerme de que las palabras salen sobrando entre los dos, no puedo evitar decirte que el término es exacto: te adoro a la cerril manera de quien contempla lo que cree imprescindible para garantizar su estancia. Me completas, sin ti vacilo y te siento desdibujarte si no me tientas de algún modo.
Me detengo frente a nosotros recargados en la barda, nos miro fijo y apostaría mil a uno a que no está la pareja de jóvenes a un metro, quien pasa por detrás rozándonos, el resto del río alborotado al salir de clases, los gritos que nos dirigen, la urgencia del claxon de tu hermana.


Túneles
Subiendo la escalera metálica que no sé si anuncia el desprecio a cuanto puede o debe quedar en secreto o es la delación de la parquedad de los recursos familiares, el canto de Felícitas descubre un cielo distinto al que mis ojos a un tiempo revelan y construyen en los ocho años a partir de mi nacimiento.
Las manos de ella se empeñan ágiles y sin pesar contra la piedra del lavadero y el correr del agua llena el mundo de amabilidades, sugerencias, aromas que toman de cuanto su vuelo toca. En la misma tarea mamá, cantando también, no despierta a la azotea: cava en el aire sordo, vuelto sobre sí.
Una y otra desdirían la vista de la ciudad desde el pretil, si no fuera porque los siete metros de altura dan al traste con la perspectiva levantada para contemplarse a ras de piso, exhibiendo las intimidades de los tendederos y los patios vecinos y las calles tras el muro de respetabilidad de la avenida que marca el final del aún reluciente fraccionamiento de clase media.
Fecílitas, misterio puro, no importa cuánto nos amigamos: por la pródiga trenza azabache y el caminar campesino hablando como loro de lo que no hay modo de asir, pues hasta a la imaginación se resiste.
Todo en los días de niño está así atravesado de túneles y precipicios ante cuya vista me detiene algo que no es la voluntad.
Pura impresión soy y no hay minuto del cual salga sin cabos de cuerdas que no sé dónde atar.
En pedazos vuela el mundo apenas lo toco y llueve luego dejando alrededor un campo de batalla en abandono. Entre el lodo un trozo de nube reta al entendimiento. Le dedico la más amable de las sonrisas y echo andar incapaz de un grito o una pregunta.
Recuerdo entonces la estampa que recoge un escritor aterido no de frío sino por las calles de la ciudad entonces del abuelo, mamá, papá, la abuela: una mujer recoge el cuerpo de la hija y mientras se esfuerza por unirle el brazo, entre los escombros busca con desesperación la cabeza, para negar los últimos diez minutos.
Quitado el dolor que fulmina, soy ella repitiéndose cada día.