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viernes, 24 de enero de 2020

Felícitas


En la azotea el canto de Felícitas, a quien sin eufemismos llamo nuestra sirvienta, descubre un valle distinto al que mis ocho años de edad revelan y construyen.
Las manos de la joven campesina se empeñan ágiles y sin pesar contra la piedra del lavadero y el correr del agua y llenan el aire de amabilidades, sugerencias, aromas que toman de cuanto su vuelo toca. Sólo quien asiste a la escena percibe cómo con ello la realidad alrededor se trastorna, despertando las sombras del vasto llano al pie de las montañas, para un paseo hacia rincones a los cuales mi imaginación no puede asomar y entonces son pura borrachera.

Volver

¿Me miento buscándome a pocos días de nacido? No sé si los olores están o vinieron en préstamo. La cuna sí es esa, de madera que se torna, hecha ex profeso, vacilando entre sus pretensiones de prosperidad. Las sábanas blancas de algodón, una colcha tejida por mi abuela a lo sabio y sencillo, con sonrisas primitivas en las austeras grecas que la salpican. La cuna, cuánta soledad, si bien ahí nada se nombra por más que se precise, digo desde el escritorio, la ventana, el patio, el medio día de donde imaginariamente me traslado. ¿Me ve quien voltea a un lado y otro?, ¿él sí, atravesando la ruta con sus incontables desvíos por minuto?
Qué sé yo, pienso, temblando al escuchar los pasos en pantuflas de mi madre acercándose para darme el pecho. ¿Quién tiembla, el de la cuna o el de pie, que puede voltear, adelantarse a la entrada de ella con un par de pasos hasta el pasillo?Vienes en bata desde la cocina, ma. No tienes idea de que te observo y ahora la expuesta eres tú. Nunca nadie sorprendió tu intimidad así. ¿Me vengo del temblor que despiertas en la cuna?

Duda


Tengo cuarenta y tres años y nunca sé si partir y volver son cosas iguales.
Todas las semanas tomo este autobús que me lleva del paraíso a mi ciudad y la ventanilla representa canto y reclamo a un mismo tiempo. 
Hace mucho el horizonte se dibuja de distinta manera al de mi niñez o mi adolescencia. Entonces había campos en desiertas orillas, cielos altos y pacientudos o bajos y con prisa, montañas garantizando que el tiempo estaba posado en sí y una obsesiva pregunta por lo oculto a la mirada. 
Después se pobló de entrañables seres y sitios cuya urgencia me conduce a otros. 
Por ello ahora la placidez es también y sobre todo angustia. 
-¿Qué haces dirigiéndote a la complacencia, vuelto gordo uno para quien fue hecho el universo? -me pregunto siempre a segundos de reclamar al chofer que pare. -Anda, vuelve, estúpido...
Quince años más tarde pensaré en partir mientras vuelvo, y veinticinco antes solo habrá partida. Tonta duda.

Andar

 
El carrín, según se dice en estos lugares a diez mil kilómetros de nuestra ciudad, es de Encarna, la entrañable peluquera. Lo maneja su adorado Marcelo, minero que se hizo mil usos de la albañilería, y en los asientos traseros voy con el Roxu, pequeño y rubicundo, cuyo brazo izquierdo vacila en el recuerdo o la imaginación desde la voladura de una pared rocosa en los pozos de hulla que a los catorce años el abuelo hizo su hogar.
Subiendo las montañas una penosa curva tras otra el motor tose justo como un minero silicoso, y la densa niebla alrededor contra los grises macizos de los Picos de Europa es melancólica dulzura transmitida por los ojos y comentarios del Roxu.
-Qué hermoso ye estu –dice en la tierna habla regional, donde por contraste todo es a tajos, a palabras gruesas, en un volumen brutal para oídos de extraños, Ohsis.
Vamos tras el rastro de Belarmo, un poco contra mi voluntad pues tengo la cabeza llena de historias sobre los del llano y del monte, sucedidas tras la marcha de él.
Kilómetros atrás pasamos el pueblo de José Mata y Pepe Llagos. Al primero lo busqué antes de venir aquí. Vive en otro país, jubilado por la mina donde trabajo desde 1948, fecha de su rocambolesca fuga con un centenar de socialistas de ambos sexos, que el abuelo contribuyó a organizar. Allí me contó la historia de los fugaos; de quienes por miles se echaron a las montañas para escapar a las siniestras columnas que tomaban ese último bastión de la defensa de un sueño.
Todo dijo a la grabadora por la confianza en mi familia, y mucho pidió callar pues las heridas no cerrarían jamás.
Luego encontré a Llagos en la aldea de la cual no salió. Tenía dieciséis años cuando la derrota y la escuetísima experiencia política no le impidió encargarse de lo que nadie más podía: los restos de su organización política en la cuenca del río cuyo curso seguimos ahora. Pasarán tres décadas para que conozca a un hombre más roto que él, el de La piedra, de quien hablaré después.
-0-
Él, el padre de ustedes, nietos, que nació año y medio atrás, quedó en la ciudad frente al mar adonde llegamos hace poco. Quedó con Ella, quien ya está y no, pues de exilio cuanto hay en el cuaderno, el suyo inició sin saberlo.

Sin salida

El pestillo, la carretera insoportablemente recta, la manija, jala de ella. Así me digo lunes con lunes en la mañana temprana.
Ahora es noche y descubro el silencio sin elocuencia, regodeo de los demonios que conozco desde niño, cuando cierran la puerta para el privilegio del amo, yo, proclaman, y los trescientos metros cuadrados son cárcel donde certificar la nada escarbada por el filósofo a quien rindo culto. Estoy en medio de ella, pienso, y me revuelvo contra la idea.
El vacío viene de fuera y encuentra el mío, sigo y vuelvo a dudar, atormentado a los veinte años justos como el hombre en la novela que clama por ellos marchándose lejos de casa, a otro mundo, donde las referencias se vuelven añicos.
No vivo de palabras y si los cito a ambos es buscando con desesperación a hombres sin albafeto, que parecieran a mi mano ahora, al mirar por la ventana, y de día, transcurriendo entre ellos, y que se me escapan, con sus mujeres e hijos, cuyas hogares a espaldas mías no he visto siquiera.
No dejo de mirar desde la elegante celda: el patio de una antigua gran propiedad rural, hace mucho fábrica, y sus sombras, que suben y bajan a cuentagotas ahora, entre el par de construcciones cuyos obvios, oscos secretos se niegan a revelárseme.
¡No!, grito en silencio, ¡no soy el filósofo ni el muchacho del libro entrañable! Yo vine al encuentro de quienes me llaman desde niño… para topar y no lo mismo que ellos, pues uno halló, se halló, por fin.
En cualquier caso esa nada resulta absurda, sé bien. Fuera, en el patio y todo más allá lo que hay es exuberancia, y escapa a mis ojos y mis dedos, a mi humanidad entera, urgido de ella. Por la mañana usé la autoridad de la cual aseguran me invisten, para ordenar abrieran el monumental portón. Ahora tendría de una buena vez a los bien amados que entre los tróciles, las batientes, los telares, me odian por respeto a sí mismos. Los tendría con el fascinante universo alrededor del campo en sus esencias. Y hubo sólo sequedad multiplicada y un llano que estruja, viento soplándome con asco y verdes matas en hileras hasta donde la mirada topa las espaldas de mis montañas madres, que eso hicieron, volteárseme como si no me conocieran. Pues si el hombre en la novela viajó miles de kilómetros, el hogar mío está apenas a una hora de distancia.

De cunas. 1

No hay locura posible aquí, en mi cuna. De haberla estaría perdido desde el primer golpetazo, caos absoluto.
Nada en mí, a mí, universo, asombra, se diría si las palabras y sus rosarios sirvieran para algo más que causar un desastre en el propósito de fijar lo que no hay modo.
A diez mil kilómetros, hermano, te pido ayuda. Sólo tú puedes dársela a mis sesenta y dos años en el escritorio asomados a mi primer mes de vida.
-Mí, mi, mí -digo moviendo compasivamente la cabeza después de leer, cuando me doy cuenta que el abuelo, B, mira sobre, claro, mi hombro.
-¿Por qué gastas el tiempo así? -pregunta y se detiene apenado por la instintiva reacción. Ha sido paciente hasta las lágrimas desde que vino para ayudarme con el libro sobre él y los suyos, que hoy dejo un momento para ojear el iniciado hace mucho.
-Perdón -respondo y lo sigo al dar la vuelta, de espaldas contritas, que cavilan.
-Perdón -insisto en silencio y no tiene caso. Cuanto descubre en mí es con razón para él absurdo.
Se sienta, me mira, ya no sabe si sirve, si carece de sentido intentarlo, a más de medio siglo de su muerte. Y mí...