El pestillo, la carretera insoportablemente recta,
la manija, jala de ella. Así me digo lunes con lunes en la mañana temprana.
Ahora es noche y descubro el silencio sin
elocuencia, regodeo de los demonios que conozco desde niño, cuando cierran la
puerta para el privilegio del amo, yo, proclaman, y los trescientos metros
cuadrados son cárcel donde certificar la nada escarbada por el filósofo a quien
rindo culto. Estoy en medio de ella, pienso, y me revuelvo contra la idea.
El vacío viene de fuera y encuentra el mío, sigo y
vuelvo a dudar, atormentado a los veinte años justos como el hombre en la
novela que clama por ellos marchándose lejos de casa, a otro mundo, donde las
referencias se vuelven añicos.
No vivo de palabras y si los cito a ambos es
buscando con desesperación a hombres sin albafeto, que parecieran a mi mano
ahora, al mirar por la ventana, y de día, transcurriendo entre ellos, y que se
me escapan, con sus mujeres e hijos, cuyas hogares a espaldas mías no he visto
siquiera.
No dejo de mirar desde la elegante celda: el patio
de una antigua gran propiedad rural, hace mucho fábrica, y sus sombras, que
suben y bajan a cuentagotas ahora, entre el par de construcciones cuyos obvios,
oscos secretos se niegan a revelárseme.
¡No!, grito en silencio, ¡no soy el filósofo ni el
muchacho del libro entrañable! Yo vine al encuentro de quienes me llaman desde
niño… para topar y no lo mismo que ellos, pues uno halló, se halló, por fin.
En cualquier caso esa nada resulta absurda, sé
bien. Fuera, en el patio y todo más allá lo que hay es exuberancia, y escapa a
mis ojos y mis dedos, a mi humanidad entera, urgido de ella. Por la mañana usé
la autoridad de la cual aseguran me invisten, para ordenar abrieran el
monumental portón. Ahora tendría de una buena vez a los bien amados que entre
los tróciles, las batientes, los telares, me odian por respeto a sí mismos. Los
tendría con el fascinante universo alrededor del campo en sus esencias. Y hubo
sólo sequedad multiplicada y un llano que estruja, viento soplándome con asco y
verdes matas en hileras hasta donde la mirada topa las espaldas de mis montañas
madres, que eso hicieron, volteárseme como si no me conocieran. Pues si el
hombre en la novela viajó miles de kilómetros, el hogar mío está apenas a una
hora de distancia.