En la
azotea el canto de Felícitas, a quien sin eufemismos llamo nuestra sirvienta,
descubre un valle distinto al que mis ocho años de edad revelan y construyen.
Las manos de la joven campesina se empeñan ágiles y sin pesar contra la
piedra del lavadero y el correr del agua y llenan el aire de amabilidades,
sugerencias, aromas que toman de cuanto su vuelo toca. Sólo quien asiste a la
escena percibe cómo con ello la realidad alrededor se trastorna, despertando
las sombras del vasto llano al pie de las montañas, para un paseo hacia
rincones a los cuales mi imaginación no puede asomar y entonces son pura
borrachera.