Tengo cuarenta y tres años y nunca sé si partir y volver son cosas iguales.
Todas
las semanas tomo este autobús que me lleva del paraíso a mi ciudad y la
ventanilla representa canto y reclamo a un mismo tiempo.
Hace
mucho el horizonte se dibuja de distinta manera al de mi niñez o mi
adolescencia. Entonces había campos en desiertas orillas, cielos altos y
pacientudos o bajos y con prisa, montañas garantizando que el tiempo
estaba posado en sí y una obsesiva pregunta por lo oculto a la mirada.
Después se pobló de entrañables seres y sitios cuya urgencia me conduce a otros.
Por ello ahora la placidez es también y sobre todo angustia.
-¿Qué
haces dirigiéndote a la complacencia, vuelto gordo uno para quien fue
hecho el universo? -me pregunto siempre a segundos de reclamar al chofer
que pare. -Anda, vuelve, estúpido...
Quince años más tarde pensaré en partir mientras vuelvo, y veinticinco antes solo habrá partida. Tonta duda.