No hay locura posible aquí, en mi cuna. De haberla estaría perdido desde el primer golpetazo, caos absoluto.
Nada
en mí, a mí, universo, asombra, se diría si las palabras y sus rosarios
sirvieran para algo más que causar un desastre en el propósito de fijar
lo que no hay modo.
A
diez mil kilómetros, hermano, te pido ayuda. Sólo tú puedes dársela a
mis sesenta y dos años en el escritorio asomados a mi primer mes de
vida.
-Mí, mi, mí -digo moviendo compasivamente la cabeza después de leer, cuando me doy cuenta que el abuelo, B, mira sobre, claro, mi hombro.
-¿Por
qué gastas el tiempo así? -pregunta y se detiene apenado por la
instintiva reacción. Ha sido paciente hasta las lágrimas desde que vino
para ayudarme con el libro sobre él y los suyos, que hoy dejo un momento
para ojear el iniciado hace mucho.
-Perdón -respondo y lo sigo al dar la vuelta, de espaldas contritas, que cavilan.
-Perdón -insisto en silencio y no tiene caso. Cuanto descubre en mí es con razón para él absurdo.
Se sienta, me mira, ya no sabe si sirve, si carece de sentido intentarlo, a más de medio siglo de su muerte. Y mí...