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sábado, 27 de junio de 2020

Entre el rebozo voy metido, contra el cuerpo de Ella, y el mundo se posa. Quizás es por el propio rebozo de insolados colores, el ritmo de nuestros pasos, que ella guía, y su canturreo imperceptible al descubrirse no sé de qué segura manera, como más tarde en los dibujos de la cortina del cuarto.
Así, con el asombro mío, sin la conciencia suya, subimos y bajamos por el país de pozos que se imbrican y se desconocen, y no temo ya, por lo tanto, al temblor hacia el cual trataba inútilmente de dirigir la atención de mamá.
Lo hago en la gran avenida, digo y paro, pues la ciudad monstruo las tiene a montones. Ni siquiera apelando a la edad vale destacar esta, pues otras son tan o más antigua. La gran avenida, aclaro entonces, que escojó para Ella la tarde de nuestra primera cita y para mí a solas hoy, veinte años de por medio, a mis cuarenta y pocos..
La avenida, pues, cuando ha caído, al modo del barrio de La Parada y quién sabe cuántos más, y no es sin embargo mero desperdicio por el río de gente que ahora la usa no de imán y pasarela sino de camino, a pesar del parque a la vera, nutrido de robles, álamos y abetos con siglos dentro, fuentes, calzadas, a punto de la desolación.
Delante de mí marcha un hombre de hosco continente tras el cual pretende defenderse sin fortuna, que no hay quien no descubra en él al habitante del purgatorial último círculo del servicio público. El traje lustroso a fuerza de ser el segundo de los dos al que tiene derecho, lo exhibe, como el par de zapatos clamando por la docena de junturas a punto de reventar hace rato, cuidadas por el meticuloso andar consciente de que todo tiene un precio impagable fuera del séptimo año de los ahorros previstos.
Se hace ojo de hormiga el personaje en la avenida, y sin duda también en la oficina y el hogar, donde desde muy pronto debió renunciar a la implantación del consabido reino. Y así está en el polo opuesto de la mayoría del país, aquí a medias representada, a la que jamas apenan las señas de la miseria porque jamás se compara con quienes a su lado pueblan una nación extranjera.
Él sí y por ello no más de dos docenas de palabras al día le salen por la boca, apuesto, la mitad de Sí, señor, y el resto en monosílabos que despotrican. Es justo el mutismo el que revela la espesura de su bosque de justificaciones, quejas, caprichosas interpretaciones de cuanto sucede en el mundo, de la guerra en Medio Oriente a la conquista del espacio. Como un cadáver se mueve entre nosotros, y en el interior se agita más que ninguno.
Afino el oído, la avenida resulta un casi insportable concierto de voces corriendo por las cabezas, en medio de las cuales mis pozos y demás se pierden, y vuelvo a la quietud en que Ella me envolvía con su callado canturreo y yo con el mío insitiendo en la frase de una canción: en la ciudad y en el campo ríen como nosotros. Rién y gimen, digo esta mañana.
-Mi, mí, mi, y tú, tu, tú, hombre de unos metros delante y traje lustroso; madre e hija de la mano, que rozo al cruce; jardinero inclinado hacia las margaritas en el parque, payaso en infortunio, flaco círculo en torno tuyo, joven mujer de la tienda de discos que por la ventana evitas el trabajo, coro de la avenida toda, en silencio levantándose a la manera que bien conoce mi mes universo en la cuna.

Molley y Tú

Pocos componen obras y todas y todos hacemos una con la vida. Se trata de cosas muy distintas. No importa cuánto intentemos estructurarla, nuestra existencia es imprevisible, azarosa, desafina. Su armonía salta cualquier regla y para muchos queda trunca apenas inicia o cuando menos esperan.

De ésas les hablo aquí, nietos, tan imperfectamente como evolucionan. Molley Mahony, a quien veremos al paso, sin esperarlo se encuentra con un joven. Prometen estar juntos para siempre, tan pronto él regrese de donde tramitará el futuro. Día tras día ella aguarda, dándole mental forma a la oferta. Es martes cuando no puede más y da media vuelta. ¿Su enamorado murió, tomó el barco a solas, encontró otra mujer, apareció el miércoles y también se sintió traicionado?


Entre el rebozo voy metido, contra el cuerpo de Ella, y el mundo se posa. Quizás es por el propio rebozo de insolados colores, el ritmo de nuestros pasos, que ella guía, y su canturreo imperceptible al descubrirse no sé de qué segura manera, como más tarde en los dibujos de la cortina del cuarto.
Así, con el asombro mío, sin la conciencia suya, subimos y bajamos por el país de pozos que se imbrican y se desconocen, y no temo ya, por lo tanto, al temblor hacia el cual trataba inútilmente de dirigir la atención de mamá.
Lo hago en la gran avenida, digo y paro, pues la ciudad monstruo las tiene a montones. Ni siquiera apelando a la edad vale destacar esta, pues otras son tan o más antigua. La gran avenida, aclaro entonces, que escojó para Ella la tarde de nuestra primera cita y para mí a solas hoy, veinte años de por medio, a mis cuarenta y pocos..
La avenida, pues, cuando ha caído, al modo del barrio de La Parada y quién sabe cuántos más, y no es sin embargo mero desperdicio por el río de gente que ahora la usa no de imán y pasarela sino de camino, a pesar del parque a la vera, nutrido de robles, álamos y abetos con siglos dentro, fuentes, calzadas, a punto de la desolación.
Delante de mí marcha un hombre de hosco continente tras el cual pretende defenderse sin fortuna, que no hay quien no descubra en él al habitante del purgatorial último círculo del servicio público. El traje lustroso a fuerza de ser el segundo de los dos al que tiene derecho, lo exhibe, como el par de zapatos clamando por la docena de junturas a punto de reventar hace rato, cuidadas por el meticuloso andar consciente de que todo tiene un precio impagable fuera del séptimo año de los ahorros previstos.
Se hace ojo de hormiga el personaje en la avenida, y sin duda también en la oficina y el hogar, donde desde muy pronto debió renunciar a la implantación del consabido reino. Y así está en el polo opuesto de la mayoría del país, aquí a medias representada, a la que jamas apenan las señas de la miseria porque jamás se compara con quienes a su lado pueblan una nación extranjera.
Él sí y por ello no más de dos docenas de palabras al día le salen por la boca, apuesto, la mitad de Sí, señor, y el resto en monosílabos que despotrican. Es justo el mutismo el que revela la espesura de su bosque de justificaciones, quejas, caprichosas interpretaciones de cuanto sucede en el mundo, de la guerra en Medio Oriente a la conquista del espacio. Como un cadáver se mueve entre nosotros, y en el interior se agita más que ninguno.
Afino el oído, la avenida resulta un casi insportable concierto de voces corriendo por las cabezas, en medio de las cuales mis pozos y demás se pierden, y vuelvo a la quietud en que Ella me envolvía con su callado canturreo y yo con el mío insitiendo en la frase de una canción: en la ciudad y en el campo ríen como nosotros. Rién y gimen, digo esta mañana.
-Mi, mí, mi, y tú, tu, tú, hombre de unos metros delante y traje lustroso; madre e hija de la mano, que rozo al cruce; jardinero inclinado hacia las margaritas en el parque, payaso en infortunio, flaco círculo en torno tuyo, joven mujer de la tienda de discos que por la ventana evitas el trabajo, coro de la avenida toda, en silencio levantándose a la manera que bien conoce mi mes universo en la cuna.

martes, 2 de junio de 2020

Dodes Kadem, una larga lucha por el reconocimiento

"¿Quién construyó Tebas, la de las siete Puertas?", se pregunta usted, don Bertolt, y es dererente al inquirir también por los albañiles esa noche en que terminaron la Muralla China y sus iguales andinos. Aunque el poema no incluye, digamos, a hindúes, pueblos bantú o turkestanos.
Nuestra modesta Corte de Medianoche se ofende por dejar fuera a la vez a los vilipendiados otentotes, pues va hasta el último o ninguno, hoy que parece posible. 
Somos Dodes Kadem repitiendo hora tras hora sin faltar día en milenios. Observe bien, hermano. 
No soy el Idiota dostoievskiano, sino ese otra ingenua criatura, si bien detrás mío esta Mishkin sin traje de príncipe ni insulsos ataques epilépticos.
Teresa, el abuelo, Filiberto, una de las muchachas que no murió en 1521, Bryan O´Donnel, la niña coja por un bombardeo, Felícitas, doña Marta, el Niño de Piedra, me enconmendaron cuando tenía tres años.
De rendirme ahora los traicionó. Así que seguiré dando la lucha contra el espejo para no morir ni enloquecer.
 

lunes, 20 de abril de 2020

Calzada. La pregunta es ¿por qué?

 Advertí antes. Por tan buena, la convirtieron en lugar común.
Les pedí leer Calzada antes de entrar a estos cuadernos y hoy escribí El experto, título al cual pude añadir en miedo. Ambas viñetas deben preguntarse para ustedes ¿por qué?

Me explico empleando lo que ya saben e importaba otra cosa.
Cada quien percibe el mundo desde donde le toca. Tuve la suerte de vivir desde pequeñito entre contracciones muy obvias y así tener una cierta, mínima libertad. Mis rabietas asustaban y todavía no entiendo cómo nuestro autoritario pater familias las toleraba -bueno, de cumplir su papel debía alcanzar tonos muy altos, cuyos costos lo desbordaban-. Claro, mamá era el objeto predilecto -no cuento a los hermanos mayores pues ni para un taco servían en esos trances-. La foto que conocen parece reflejarlo.
Jamás fui a psicoanalísis, mis deducciones son por empiria.
Papa y yo nos despedimos en el cunero, aunque viviría con él hasta los veinte años, dije ya. Tenías un severo problema para sentir a los otros, viejo; la sombra de tu suegro te empeñecía por sí y el instintivo juego de mamá, que claro y fuerte enviaba un mensaje a los hijos: quien merece culto es su abuelo -así también se defendía de ti, soberbio, intolerante, celoso.
Te mandé una estúpida carta abierta cuando ibas a morir. No me arrepiento. Otros temblaban ante ti, yo no. Joven, procedí a diseccionarte hasta pasarme de rosca, creo, a la luz del bisco francés. Querías terminar conmigo allí mismo y cuando con alivio alcancé la calle amenazabas perseguirme hasta el fin del mundo.
No, pa, no, ma. Uno no puede presumirse susum corda y lamer botas.
¿Inmediato exito del futuro cacique provincial? Doce horas antes eras un chiquilín aterrado que avanzaba de mi mano.
Después intentaste jugar conmigo y ni en pintura nos vimos tus últimos quince años.  
(Excelentísimos progenitores y brothers, quienes quiera que hayan sido: diculpen usarlos para mis discursos.) 

Era 1980 y el gran cronista nacional me citó. Quería incluirme en la redacción de su suplemento cultural. Dije que no por motivos explicados no sé dónde.
Entre este desbarajuste encontrarán momentos como el siguiente:
Los hijos regresaron a mí y con un cheque modesto pero en sólida moneda extranjera y religiosamente a fin de mes, cuánto de fantástico estímulo recogía entre semana se apuraba a explayarse el viernes por la tarde. El hacedor de milagros me creía...
En esta suerte de memorias que no me autobiografían, hago pocas referencias a cosas así. Hay a quienes les extraña, pues mi optimismo y desparpajo son célebres entre ellos.
Nací en 1947, cuando abundaban historias de este tipo:
Enfermeras y enfermeros de un psiquiátrico, agentes o testigos de un festín del gusto por el poder convertido en deseo, luego asesinados, como adelanto de miles de ajusticiamientos a cielo abierto y fosas comunes con las huellas borradas; juicios sumarios, campos de trabajo, palacios reconvertidos a base de horcas, sillas eléctricas y látigos con clavos en las puntas; padres amenazados con la muerte cumplida de un hijo para que otro, fugado, abandonase su escondite, o colgados de propia mano como único camino para escapar de la terrible elección; mujeres rotas sin remedio, que no sabían si algo más podía perderse en el periplo inútil de evitar el fusilamiento del marido; damas en fiestas populares riendo al obligar a cantar a la joven que esperaba para enterrar un cadáver producto del justo castigo ordenado a un juez por el divino verbo; hogueras de libros, ojos espiando por las rendijas de todas las horas…
Alguien escribió de los años alrededor entonces:
“…los que no han vivido esa experiencia nunca sabrán lo que fue; los que la han vivido no la contarán nunca; no verdaderamente..." Una segunda personas completaría la idea: "No puedo encender el fuego, no conozco la plegaria, ya no sé cómo encontrar el sitio en el bosque, ya ni siquiera sé cómo contar la historia. Lo único que sé hacer es contar que ya no sé cómo contar esa historia”.
Ayudé a hacer un libro sobre mujeres contemporáneas mías. Eran desgracias en suma. Esta fue regalada niña para cuidar borregos pertinazmente a solas, a cambio de diez tortillas y dos platos de frijoles. Aquella, en el hogar paterno, se llevaba tunda tras tunda, mientras la violaban a discreción...
-Para ambos la mesa estaba puesta, la pregunta es qué nos serviría- dije a Ana recordándole nuestra adolescencia. 
En mis casi setenta y tres años hay mucha más felicidad que tristeza. La mayoría no tuvo esa fortuna.
A final de cuentas somos unx. Díganlo sino estos días en los cuales pasado y futuro se dirimen hasta sus últimas consecuencias.
    
   

viernes, 24 de enero de 2020

Felícitas


En la azotea el canto de Felícitas, a quien sin eufemismos llamo nuestra sirvienta, descubre un valle distinto al que mis ocho años de edad revelan y construyen.
Las manos de la joven campesina se empeñan ágiles y sin pesar contra la piedra del lavadero y el correr del agua y llenan el aire de amabilidades, sugerencias, aromas que toman de cuanto su vuelo toca. Sólo quien asiste a la escena percibe cómo con ello la realidad alrededor se trastorna, despertando las sombras del vasto llano al pie de las montañas, para un paseo hacia rincones a los cuales mi imaginación no puede asomar y entonces son pura borrachera.

Volver

¿Me miento buscándome a pocos días de nacido? No sé si los olores están o vinieron en préstamo. La cuna sí es esa, de madera que se torna, hecha ex profeso, vacilando entre sus pretensiones de prosperidad. Las sábanas blancas de algodón, una colcha tejida por mi abuela a lo sabio y sencillo, con sonrisas primitivas en las austeras grecas que la salpican. La cuna, cuánta soledad, si bien ahí nada se nombra por más que se precise, digo desde el escritorio, la ventana, el patio, el medio día de donde imaginariamente me traslado. ¿Me ve quien voltea a un lado y otro?, ¿él sí, atravesando la ruta con sus incontables desvíos por minuto?
Qué sé yo, pienso, temblando al escuchar los pasos en pantuflas de mi madre acercándose para darme el pecho. ¿Quién tiembla, el de la cuna o el de pie, que puede voltear, adelantarse a la entrada de ella con un par de pasos hasta el pasillo?Vienes en bata desde la cocina, ma. No tienes idea de que te observo y ahora la expuesta eres tú. Nunca nadie sorprendió tu intimidad así. ¿Me vengo del temblor que despiertas en la cuna?

Duda


Tengo cuarenta y tres años y nunca sé si partir y volver son cosas iguales.
Todas las semanas tomo este autobús que me lleva del paraíso a mi ciudad y la ventanilla representa canto y reclamo a un mismo tiempo. 
Hace mucho el horizonte se dibuja de distinta manera al de mi niñez o mi adolescencia. Entonces había campos en desiertas orillas, cielos altos y pacientudos o bajos y con prisa, montañas garantizando que el tiempo estaba posado en sí y una obsesiva pregunta por lo oculto a la mirada. 
Después se pobló de entrañables seres y sitios cuya urgencia me conduce a otros. 
Por ello ahora la placidez es también y sobre todo angustia. 
-¿Qué haces dirigiéndote a la complacencia, vuelto gordo uno para quien fue hecho el universo? -me pregunto siempre a segundos de reclamar al chofer que pare. -Anda, vuelve, estúpido...
Quince años más tarde pensaré en partir mientras vuelvo, y veinticinco antes solo habrá partida. Tonta duda.

Andar

 
El carrín, según se dice en estos lugares a diez mil kilómetros de nuestra ciudad, es de Encarna, la entrañable peluquera. Lo maneja su adorado Marcelo, minero que se hizo mil usos de la albañilería, y en los asientos traseros voy con el Roxu, pequeño y rubicundo, cuyo brazo izquierdo vacila en el recuerdo o la imaginación desde la voladura de una pared rocosa en los pozos de hulla que a los catorce años el abuelo hizo su hogar.
Subiendo las montañas una penosa curva tras otra el motor tose justo como un minero silicoso, y la densa niebla alrededor contra los grises macizos de los Picos de Europa es melancólica dulzura transmitida por los ojos y comentarios del Roxu.
-Qué hermoso ye estu –dice en la tierna habla regional, donde por contraste todo es a tajos, a palabras gruesas, en un volumen brutal para oídos de extraños, Ohsis.
Vamos tras el rastro de Belarmo, un poco contra mi voluntad pues tengo la cabeza llena de historias sobre los del llano y del monte, sucedidas tras la marcha de él.
Kilómetros atrás pasamos el pueblo de José Mata y Pepe Llagos. Al primero lo busqué antes de venir aquí. Vive en otro país, jubilado por la mina donde trabajo desde 1948, fecha de su rocambolesca fuga con un centenar de socialistas de ambos sexos, que el abuelo contribuyó a organizar. Allí me contó la historia de los fugaos; de quienes por miles se echaron a las montañas para escapar a las siniestras columnas que tomaban ese último bastión de la defensa de un sueño.
Todo dijo a la grabadora por la confianza en mi familia, y mucho pidió callar pues las heridas no cerrarían jamás.
Luego encontré a Llagos en la aldea de la cual no salió. Tenía dieciséis años cuando la derrota y la escuetísima experiencia política no le impidió encargarse de lo que nadie más podía: los restos de su organización política en la cuenca del río cuyo curso seguimos ahora. Pasarán tres décadas para que conozca a un hombre más roto que él, el de La piedra, de quien hablaré después.
-0-
Él, el padre de ustedes, nietos, que nació año y medio atrás, quedó en la ciudad frente al mar adonde llegamos hace poco. Quedó con Ella, quien ya está y no, pues de exilio cuanto hay en el cuaderno, el suyo inició sin saberlo.

Sin salida

El pestillo, la carretera insoportablemente recta, la manija, jala de ella. Así me digo lunes con lunes en la mañana temprana.
Ahora es noche y descubro el silencio sin elocuencia, regodeo de los demonios que conozco desde niño, cuando cierran la puerta para el privilegio del amo, yo, proclaman, y los trescientos metros cuadrados son cárcel donde certificar la nada escarbada por el filósofo a quien rindo culto. Estoy en medio de ella, pienso, y me revuelvo contra la idea.
El vacío viene de fuera y encuentra el mío, sigo y vuelvo a dudar, atormentado a los veinte años justos como el hombre en la novela que clama por ellos marchándose lejos de casa, a otro mundo, donde las referencias se vuelven añicos.
No vivo de palabras y si los cito a ambos es buscando con desesperación a hombres sin albafeto, que parecieran a mi mano ahora, al mirar por la ventana, y de día, transcurriendo entre ellos, y que se me escapan, con sus mujeres e hijos, cuyas hogares a espaldas mías no he visto siquiera.
No dejo de mirar desde la elegante celda: el patio de una antigua gran propiedad rural, hace mucho fábrica, y sus sombras, que suben y bajan a cuentagotas ahora, entre el par de construcciones cuyos obvios, oscos secretos se niegan a revelárseme.
¡No!, grito en silencio, ¡no soy el filósofo ni el muchacho del libro entrañable! Yo vine al encuentro de quienes me llaman desde niño… para topar y no lo mismo que ellos, pues uno halló, se halló, por fin.
En cualquier caso esa nada resulta absurda, sé bien. Fuera, en el patio y todo más allá lo que hay es exuberancia, y escapa a mis ojos y mis dedos, a mi humanidad entera, urgido de ella. Por la mañana usé la autoridad de la cual aseguran me invisten, para ordenar abrieran el monumental portón. Ahora tendría de una buena vez a los bien amados que entre los tróciles, las batientes, los telares, me odian por respeto a sí mismos. Los tendría con el fascinante universo alrededor del campo en sus esencias. Y hubo sólo sequedad multiplicada y un llano que estruja, viento soplándome con asco y verdes matas en hileras hasta donde la mirada topa las espaldas de mis montañas madres, que eso hicieron, volteárseme como si no me conocieran. Pues si el hombre en la novela viajó miles de kilómetros, el hogar mío está apenas a una hora de distancia.

De cunas. 1

No hay locura posible aquí, en mi cuna. De haberla estaría perdido desde el primer golpetazo, caos absoluto.
Nada en mí, a mí, universo, asombra, se diría si las palabras y sus rosarios sirvieran para algo más que causar un desastre en el propósito de fijar lo que no hay modo.
A diez mil kilómetros, hermano, te pido ayuda. Sólo tú puedes dársela a mis sesenta y dos años en el escritorio asomados a mi primer mes de vida.
-Mí, mi, mí -digo moviendo compasivamente la cabeza después de leer, cuando me doy cuenta que el abuelo, B, mira sobre, claro, mi hombro.
-¿Por qué gastas el tiempo así? -pregunta y se detiene apenado por la instintiva reacción. Ha sido paciente hasta las lágrimas desde que vino para ayudarme con el libro sobre él y los suyos, que hoy dejo un momento para ojear el iniciado hace mucho.
-Perdón -respondo y lo sigo al dar la vuelta, de espaldas contritas, que cavilan.
-Perdón -insisto en silencio y no tiene caso. Cuanto descubre en mí es con razón para él absurdo.
Se sienta, me mira, ya no sabe si sirve, si carece de sentido intentarlo, a más de medio siglo de su muerte. Y mí...